martes, 21 de febrero de 2023

La gaviota (Relato de ultratumba)


Siempre conservaré en un lugar especial de mi memoria a mi querido Carlos. Con él he vivido las mejores etapas de mi vida, cierto que han sido efímeras pero el destino lo quiso así y contra él no se puede luchar. Fuimos los típicos novios de instituto, apasionados, tiernos, que se lanzaban a la vida sin red. veíamos el futuro como un paraíso que nos aguardaba con los brazos abiertos. Y ahí acabó la cosa, él se puso a trabajar en la tienda de sus padres y yo emigré con los míos después de una reducción de plantilla en la fábrica, me matriculé en una escuela de artes y oficios y acabé siendo alfarera.

Por encima de mí han pasado, como dos apisonadoras, sendos divorcios a cual más traumático, tres abortos terribles y un hijo (a quien llamé Carlitos sin que nadie sospechase el motivo) que ha salido nini como otros nacen bizcos. Y es que lo suyo es vocacional, no hay más vueltas que darle. Para rematar la cosa ha sido padre precoz, confío en que lo mantenga su hijo cuando tenga edad para ello, porque yo ya me estoy cansando.

Tan exhausta estaba, de trabajar con las manos de sol a sol defendiendo mi pobre patrimonio de los hombres que han pasado por mi vida, incluyendo a mi niño, que ni fuerzas tuve para negarme a asistir a la fiesta de antiguos alumnos del Pentecostés, aunque malditas las ganas de enseñar las ojeras y los quilos a una panda de chismosos con los que, seguro, no iba a tener nada en común. Pero, sorprendentemente, aquella velada fue mágica. Todos estábamos más viejos, gordos y calvos, aún así nos reconocimos y saludamos con el mismo afecto de siempre, y en los postres el ambiente era tan cálido que a más de uno se nos saltaron las lágrimas. Pero en el baile todo se esfumó, no recuerdo más que una neblina, parejas enlazadas y él apareciendo frente a mí e inundándolo todo. Ese baile duró varios meses, mi segunda etapa feliz, al cabo de la cual empezó a deshacerse en mis brazos. Se iba, literalmente, entre tubos, sondas y enfermeras, un bulto minúsculo bajo las sábanas, una voz apenas audible. Creí que no era muy consciente de su estado y le sonreía como si pudiese compartir su esperanza. No era capaz de recuperar mis pedazos y tenía que sujetarle a él. Hasta que me enfrentó con la realidad:

- Me gustaría venir alguna vez de visita si me dejan, pero no te quiero asustar.

- No sé de lo que me hablas.

- Basta de disimulos, Concha. Al verano no llego, eso lo sabemos todos, mi pregunta es ¿te gustaría volver a verme?

Ahí me desarmó.

- Ni se te ocurra, ¿quieres que me muera del susto?

- Quede claro que soy el único que se muere y no admito competencias. Intentaría ser discreto para no asustarte, en el caso de que me permitan volver.

- No creo que puedas.

- Estoy pidiéndote permiso.

- Concedido, siempre que no me asustes.

Ya no duró mucho más. Al día siguiente del entierro, lo primero que vi cuando sonó el despertador fue una gaviota posada en mi alfeizar. No le di importancia, pero fueron pasando los días y allí estaba, siempre puntual, quieta como una momia, sin espantarse cuando me acercaba. Poco a poco, me fui atreviendo a hablarle, palabras sueltas al principio, ahora todo lo que se me va ocurriendo. Le dejo migas de pan y hasta ha aprendido a comer de mi mano. Parece un pájaro como todos, salvo por lo manso y confianzudo que se muestra, pero no dejo de recordar aquellas últimas palabras de Carlos y me pregunto si estará cumpliendo su promesa. ¿Es posible que suceda algo así?

Nunca podré saberlo.

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