miércoles, 1 de febrero de 2023

El ratero (Relato con trampa)


 

Salí de casa sin cerrar la puerta y me escondí en el cobertizo que construyó mi padre para guardar las herramientas y que ha servido, sucesivamente, de garaje, gallinero, nido de amor y hasta taller de carpintería. Hay dos astillas levantadas en la tarima, me tumbé bajo el nivel del suelo y dejé el portillo de la gatera levantada para poder observar lo que ocurría. Desde el otro lado de la verja era imposible ver la puerta abierta, a no ser  que te introdujeras en el jardín por algún interés especial. El ladrón apareció a media tarde, cuando ya me había comido los tres bocadillos que llevaba, un buen trozo de queso y una manzana que apenas probé porque descubrí un gusano que se la estaba merendando con fruición. En este caso soy ya la ratera, pensé, al considerar a aquel inquilino su legítimo propietario y yo una simple advenediza. En aquel espacio había arañas, cucarachas, ratoncillos de campo y hasta gorriones, que se introducían quién sabe por qué resquicio del muro y se quedaban revoloteando entre las vigas sin osar aventurarse por territorios menos elevados. Ellos tenían miedo a los roedores, supuse, mi cazador furtivo, en cambio, no parecía temer nada. Me incorporé y, bien pegada al filo del ventanuco, enfoqué con los prismáticos lo que sucedía en la vieja mansión de mis padres. Hacía frío allí, pero no podía entretenerme en buscar una prenda de abrigo entre los anaqueles porque el intruso había aparecido en la biblioteca, tal como yo me temía, e intentaba abrir la caja fuerte con algún instrumento, una palanqueta, quizá. No se me ocurrió avisar al comisario pues los objetos de valor estaban a buen recaudo en el banco, solo me movía la curiosidad. Era preciso saber a qué atenerse, si los asaltantes eran uno o varios, cuál era su catadura y, sobre todo, que intenciones tenían. Me tranquilizó enfrentarme a aquel chavalillo hambriento, rebuscando en los cajones algo que pudiese vender. En la cocina había dejado víveres un poco al buen tuntún: una cesta con naranjas, media tableta de chocolate, varias latas de sopa, una hogaza y tres o cuatro racimos de uvas. Al anochecer le vi escurrirse, bien pegado a la fachada, hasta llegar a la esquina y echar a correr hasta el hueco practicado en la tapia por algún enamorado de otra época. Usó como escalones los desperfectos del ladrillo, metió la cabeza, se deslizó como un reptil y despareció de mi vista en un periquete. Las dos pequeñas bolsas que llevaba consigo me indicaron que solo se había llevado comida, tampoco había mucho más que pudiera ser útil a nadie con una vida tan precaria. Las antigüedades, que aún conservaba por motivos sentimentales, tenían verdadero valor pero eran voluminosas, imposibles de colocar cuando se carece de contactos y, para alguien como él, meros trastos inservibles, nido de telarañas en los que nadie habría reparado sin contar con un buen asesor.

Cuando me pareció que no había peligro entré. La cocina presentaba todas las huellas del festín, y de los alimentos que reservé para él no quedaba ni rastro. Salí al patio y cogí un par de patatas del viejo saco que olvidaron una vez los albañiles, encontré un par de higos, que habían caído del otro lado de la tapia y el pollo, bien escondido, al que aquella mañana había retorcido la cabeza. Pensaba prepararme un buen asadito. Retiré la trampilla del horno, arrojé dentro unas cuantas astillas para añadir a los carbones que había dentro. Estaba a punto de encender la cerilla cuando una cara llena de mugre y el cañón de una escopeta se recortaron en el estrecho orificio. Primero asomó un rostro hosco, amenazante, luego medio cuerpo desnudo y unos brazos que me apuntaban con el arma. No tenía tiempo de pensar, aun así me pregunté si el vagabundo imberbe de antes tenía un cómplice o aquella bestia había entrado antes y se había ocultado al verlo. Subí los brazos y me concentré en parecer aterrorizada, ser la mejor actriz de la compañía teatral de la comarca tenía que servirme de algo. Agarré el atizador que colgaba de un gancho sobre los fogones y con la velocidad de un relámpago lo alcé sobre su cabezota. Alguien me sujetó de la cintura, a mis espaldas escuché la risa nerviosa de Damián.

-     ¿Qué haces loca? Casi cometes un crimen.

-      Y tú ¿qué haces aquí? ¿Qué broma es esta?

-  Lo estábamos grabando todo, nos ha quedado una escena magnífica para presentar en el festival de cortometrajes.

De la despensa salieron los demás, con las cámaras y todos los artilugios. Mientras me dominaban las convulsiones entreví al hombretón tiznado atravesar el pasillo en dirección al cuarto de aseo.

-    ¿Cómo me habéis hecho esto, Marta, Julián? Nunca os habría creído capaces.

-     Damián nos convenció, ya suponíamos que te ibas a enfadar.

-      ¿Enfadarme? Casi me matáis del susto.

-   Tranquila, Susi, que no es para tanto. Vas a ser la actriz más aplaudida del certamen. Venga, deja de temblar y vámonos a beber algo. El arte es el arte, ¿no?

-        ¿No podíais haberme avisado?

-       ¿Y perdernos tu soberbia actuación? Reconoce que nunca has resultado tan creíble. ¡Qué cara de pánico, Mon Dieu! ¿No te hace ilusión llevare el premio?

-         Ahora querrás convencerme de que lo has hecho por mí.

-     Por los dos. Tú vas a ser la actriz ganadora y yo el mejor director novel de este año. El pasado me lo birlaron por la cara y esta vez no pienso perdérmelo.

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