Nicolas Poussin, Winter (The flood), 1660, óleo sobre lienzo |
Estos días se celebra el décimo
aniversario. Toda una década ya desde esos primeros vídeos que se colgaron en
la red tras la fundación de una empresa cuyo tremendo éxito resultaba
inimaginable por entonces. Ignoro si sirve de consuelo que esto no haya sido,
ni muchísimo menos, lo único que ha cambiado radicalmente, al contrario. Es
inaudito si lo piensas. ¡Qué catarata de sucesos han vuelto nuestras certezas del
revés a partir del cambio de siglo! Acabo de regresar de un pasado infernal y mi
impresión es que he caminado una media hora mientras todo se descabalaba a mi
paso. Lo más sólido que teníamos se ha derrumbado en el tiempo que dura una
pesadilla dando paso a una serie de fenómenos insólitos que, con la mayor
desenvoltura, han ido ocupando su lugar.
Aún me resulta extraño escuchar
que harían falta cincuenta años para contemplar todos los vídeos que se cuelgan
en un solo día. Nada que ver con el lento pero constante gotear de aquellas
tentativas del principio. Entonces rozábamos la indecisión, creíamos actuar de
incógnito y casi nos sentíamos voyeurs al curiosear lo que habían colgado los
pioneros.
Cuando menos lo esperábamos, a Javier
a la gerente de la agencia y a mí nos cayó del cielo aquel tesoro y no sabíamos qué destino
darle. Alguien nos dijo que en la red acababan de habilitar un sitio donde
colgar las películas caseras. Imaginábamos que muy pocos se molestarían en mirarlas,
pero era la oportunidad de que algún despistado se fijase en la nuestra y, en
definitiva, tampoco perdíamos nada con colgarla allí.
Alfred Sisley: Inundación en Port-Marly, 1872, óleo sobre lienzo |
Nos pusimos a ello los tres
juntos. No podíamos dejarlo en manos de uno de nosotros ya que nuestra
intención – inquebrantable aunque nunca expresada– era rendir homenaje a Gerardo
Hervás.
El material nos quemaba las
manos y los ojos. Fascinados por aquellas escenas, nos resultaba imposible apartar
la vista de ellas aunque cada proyección nos desollase el alma. La calima (ya
desde los primeros fotogramas la pesada atmósfera de ese mediodía veraniego
amenazaba con aplastarnos), el sonido lejano de los tambores, la luz cegadora,
la multitud expectante y compacta, el sendero arenoso por donde había de pasar la
comitiva y, en primer plano, la voz de Gerardo –declamatoria, jubilosa,
confiada– anunciando el comienzo del desfile.
Enseguida todo tembló. Un
confuso amasijo es lo único que me devuelve la memoria. A los supervivientes no
les queda conciencia del desastre. Nos consta que ocurrió y no nos pasa
desapercibida ninguna de sus consecuencias. Ni las pérdidas, ni las lágrimas.
Pero el episodio se reduce a una simple sucesión borrosa y gris como una cinta
de celuloide en movimiento, un aterrorizado salto atrás, una vibración del
planeta, una avalancha de rostros, una sacudida de cuerpos, polvo y dolor en
las costillas, empujones cobardes, vértigo, la convicción de que atravesamos el
último minuto de existencia junto al tramo que nos separa del pueblo salvador.
Porque el agua no llegó a los
edificios. Quedó quieta, remansada, como titubeante, formando un estanque de
aspecto inofensivo a unos cincuenta metros de las calles vacías tras arrastrar
sin piedad cientos de kilómetros río abajo los cuerpos que solían habitarlas, tras
hundir a algunos de ellos en el cieno del fondo, tras arrancar al reportero la
cámara y dejarla medio sepultada en tierra llevándoselo a él –su botín más
preciado– hasta los olmos de la orilla, complaciéndose, incluso, en hacerlo
rebotar sobre sus troncos.
El azar nos había dejado un reportaje
magnífico pero a ninguno de nosotros se le ocurrió ni remotamente venderlo. El
pueblo –lo poco que quedaba de él tras haber sido esquilmado cruelmente– lo contempló
hipnotizado, idiotizado incluso, una vez, diez, centenares, sin voluntad ni auténtica
conciencia de lo que estaba viendo. Durante meses, fuimos peleles a merced de
las circunstancias, apenas capaces de mantenernos en pie pero obstinados en repasar
una y otra vez las malditas imágenes.
Fue cosa de Gerardo, nadie le
obligó a quedarse clavado allá donde le pilló la tromba. Lo filmó todo, quizá creyese
que el deber escrupulosamente cumplido lo salvaría de la hecatombe. No fue así,
las peripecias vitales son ciegas como la noche y nunca, jamás, llevan balanza.
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