Todas las religiones son iguales |
¡Ah,
las religiones! Quizá el arma de doble filo más potente que existe. Naturalmente,
en algún momento tuvieron su razón de ser, de lo contrario, no se habrían
convertido en una constante de las civilizaciones. Cuando las sociedades
primitivas crearon sus mitos, los primeros relatos que les definían y les
ayudaban a reconocerse, incorporaron a esos seres supremos –uno o varios–
invisibles e incorpóreos, sin ubicación definida, dotándolos de todos los
poderes y –salvo honrosas excepciones como las sugestivas y respetuosas divinidades
grecolatinas– les autorizaron para intervenir, prescribir, dictaminar, juzgar a
los seres humanos y hasta condenarlos a penas terribles. El motivo: que a falta
de un corpus legislativo se había hecho imprescindible crear normas de
convivencia y asegurarse de su cumplimiento; que en ausencia de investigación
científica había que explicar orígenes y causas; y obviamente, que era preciso
tranquilizar los ánimos de un pueblo que ha adquirido conciencia de finitud.
Con el paso del tiempo, el conocimiento fue sustituyendo a la creencia convirtiéndola en irrelevante. Pero aún subsiste una gran inercia favorecida por los poderes fácticos que, con la excusa de un pretendido respeto, encubre la necesidad que estos tienen de mantener la irracionalidad y la ignorancia. Condiciones estas peligrosas en sí mismas, pero infinitamente más cuando quienes las padecen se consideran portavoces del más allá, y por tanto investidos de todos los poderes y dotados de una autoridad incontestable. Si se piensa bien, es para echarse a temblar la soberbia que puede originar todo esto en según qué personas. Soberbia que se transforma en temible indignación cuando comprueban que las demandas exigidas por la divinidad no son atendidas por la totalidad de los seres humanos, o al menos no con la urgencia que en su imaginario particular consideran imprescindible.
Con el paso del tiempo, el conocimiento fue sustituyendo a la creencia convirtiéndola en irrelevante. Pero aún subsiste una gran inercia favorecida por los poderes fácticos que, con la excusa de un pretendido respeto, encubre la necesidad que estos tienen de mantener la irracionalidad y la ignorancia. Condiciones estas peligrosas en sí mismas, pero infinitamente más cuando quienes las padecen se consideran portavoces del más allá, y por tanto investidos de todos los poderes y dotados de una autoridad incontestable. Si se piensa bien, es para echarse a temblar la soberbia que puede originar todo esto en según qué personas. Soberbia que se transforma en temible indignación cuando comprueban que las demandas exigidas por la divinidad no son atendidas por la totalidad de los seres humanos, o al menos no con la urgencia que en su imaginario particular consideran imprescindible.
Es
lo que tiene hablar en nombre de dios, una experiencia incomparable por la
sensación de poderío que produce. En cualquiera pues, como sabemos, la palabra
divina no admite discusión y quien la pronuncia, ya sea un obispo, un
iluminado, un guerrillero o un profeta, debe ser obedecido al momento, punto
por punto y sin rechistar.
La ceguera
Aunque
a nosotros nada de eso nos afecta. En nuestro bien organizado mundo, vivimos envueltos
en un confortable sopor, en nuestro individualismo, disfrutando de nuestras más
o menos arraigadas creencias o de la falta de ellas. Nuestra sociedad es
civilizada, no hay que dar cuentas a nadie, ya tenemos suficiente con salvar diariamente
la empinada cuesta de nuestras preocupaciones.
El hombre occidental le pide mucho a la vida,
está habituado a recibir, por eso espera y exige. ¿El qué? Todo y en el acto.
Al haberse convertido en su propio dios, esta otra forma de soberbia tampoco
tiene medida. Cada individuo forma parte de una sociedad organizada donde los
imprevistos son mínimos y los medios abundantes. Puede permitirse el lujo de planificar
su existencia. Aún así, se siente frustrado a menudo, cualquier decepción, por
minúscula que sea, le altera desproporcionadamente. Todo le parece poco. Ya ha
olvidado las condiciones de vida de sus antepasados, ni siquiera recuerda lo
que sucedía hace solo unas décadas y, por supuesto, es incapaz de ponerse en la
piel de los que habitan zonas del planeta mucho menos afortunadas que la suya.
Resulta
paradójico que esa inexistente resistencia a la frustración consiga provocar
más sufrimiento que la mayor de las miserias.
El espanto
La
desgracia no tiene sentido del humor. Pero es que todos, absolutamente –y quien
lo niegue que rebusque bien en su conciencia– guardamos zonas intocables,
cuestiones que no admiten bromas, que para nosotros merecen el máximo
respeto. Una cosa es el sentido del humor, otra la crítica razonada, y en un
apartado muy distinto colocaríamos al pitorreo gratuito, constituya un medio de
vida o no.
De
lo que no se entiende es mejor no carcajearse. Entre nosotros ya hay
suficientes asuntos que podemos parodiar con conocimiento de causa. Ya sé que
están muy vistos, pero nunca está de más satirizar al poder y la religión de
casa, motivos tenemos de sobra. Puede que si miramos más lejos no veamos con la
suficiente claridad, incluso puede que, inconscientemente o no, lo hagamos movidos por la sensación de impunidad que produce.
Por
desgracia, se nos escapa que, para algunos, esta parte del mundo representa la
opulencia, que la técnica pone nuestro modo de vida –todo lo idealizado que podamos presentarlo– delante de sus ojos. Un espectáculo que debe resultar
escandaloso en según qué contextos, incluido el más próximo, el de los que viviendo
entre nosotros tienen vetado el acceso a una forma de vida sin sobresaltos. Aparecemos
ante cualquiera de sus mundos con la mayor indiferencia, también con audacia,
con ostentación, con toda la soberbia de que es capaz la opulencia que no sabe
más que mirarse el ombligo.
Soluciones
La
solución más sensata –y la más justa– se hallará cuando se llegue hasta la raíz
del asunto. Rasgarse las vestiduras, inculcar al ciudadano una mentalidad de
bloques, demonizar, no arregla nada en absoluto. Declarar la guerra menos aún. Olvidamos
que eso es lo que hemos hecho toda la vida, que en fechas bien recientes
Occidente ha invadido países, que no son los demás quienes tienen el patrimonio
de la violencia. Por cierto, ¿ha servido para algo?
Ni
siquiera tenemos en cuenta un pasado en el que también tuvimos mártires,
organizamos cruzadas, colonizamos países, evangelizamos indígenas, pasamos a
cuchillo a los rebeldes. Evitamos reconocer que en esta carrera evolutiva la
historia nos ha dado ventaja concediéndonos el tiempo necesario para superar
nuestro particular medievalismo, por tanto, lo justo sería permitir que los
demás evolucionen al ritmo que les plazca. A veces se nos olvida que aún
conservamos residuos: velos monjiles, sotanas, ostentosas vestiduras
clericales, represión, injusticia. Pero lo sencillo en estos casos es
revolverse y atacar. Sencillo pero absurdo, pues ¿qué podemos esperar de ello
más que el efecto opuesto a lo deseable? Lo sensato sería tragarnos la soberbia
y ofrecer lo mejor que tenemos: paz, formación cultural y un reparto equitativo
de los bienes. La violencia solo engendra violencia, con herramientas
intelectuales y mucho que perder a nadie se le ocurriría volar por los aires en
homenaje a un ser desconocido.
¿Utópico?
Naturalmente. Cualquier conducta fructífera lo es, con todas las dificultades que esto conlleva. No obstante, estas serían
las únicas medidas capaces de contrarrestar un virus del odio que se está
fomentando desde arriba y que –se mire como se mire– no acarrea otra cosa que
unas expectativas nefastas.
Tienes mucha razón y ese "virus del odio" en gran medida es mediático. ¿Quién crea las noticias? ¿Quién vende las armas? ¿Qué intereses económicos e ideológicos hay detrás? ¿Qué luchas de poder? ¿Qué grandes negocios en el tema del petroleo? ¿Cuánto es lo que desconocemos? Sí, ahí está la cuestión. Hay que permanecer alertas. Al menos eso, podemos.
ResponderEliminarSaludos.
Exacto. En la supuesta era de la información, vivimos más manipulados que nunca. No solo se selecciona el sesgo que se da a la noticia, es que incluso el contenido de las propias noticias está "teledirigido": se decide qué cuestiones se plantean y cuales se silencian de acuerdo con los intereses del poder. Por eso Internet adquiere un papel fundamental. Si después de la injerencia europea, la utilización abusiva de la mayoría absoluta por parte del gobierno y la limitación de libertad que supone la "ley mordaza" nos quedase alguna duda de que esto, de democracia, no tiene más que el nombre, solo tenemos que leer y escuchar a los medios.
ResponderEliminar