Jacinto
solía llevar un estuche por la calle. Siempre que salía, a no ser que fuese al
trabajo o volviese de él, iba con su maletín tan circunspecto. Como aquello era
un estuche de violín todo el barrio pensaba que era violinista. Pero Jacinto
Morales era contable y jamás en toda su vida había visto un pentagrama.
El
día que Bartolomé se dio una vuelta por su antiguo barrio para ver a los
amigos, se encontró en un semáforo a Jacinto. Hacía más de una década que no se
veían y se saludaron muy efusivamente, con cantidad de exclamaciones y alguna
palmada en la espalda. Era mediodía. Bartolo estaba invitado a comer en casa de
Jorge Garrido y a esa hora Jacinto jamás sacaba el violín.
Antes
de subir a casa de Jorge, Bartolo y los amigotes tomaron unos chatos en la
tasca del Manco. Jacinto le acompañó hasta la puerta. Todos tenían ganas de
echar la vista encima al forastero, estuviesen o no invitados, la panda al
completo se había reunido allí. Entre vaso y vaso, intrigados por aquel
encuentro, preguntaron al forastero si Jacinto era músico.
-No
que yo sepa.
-¿Lo
conoces desde hace mucho?
-Desde
el instituto, ¿por qué?
-Es
que ¡chico! nos tiene intrigados a todos con ese estuche de violín que lleva ahora
a todas partes.
-Pues
no tengo ni idea. Hacía quince años que no lo veía, a lo mejor ha aprendido
música.
El
Manco les miró con aire furtivo al tiempo que frotaba briosamente la barra.
El violín (1916) Juan Gris - Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofia. Madrid |
-Ese
lo sabe, ese.- Rugió Pedro, el mecánico.
-Es
verdad. Jacinto y tú estáis siempre de charleta. Venga, ¡habla! ¿Por qué nunca
nos ha dicho que es músico?
-El
Jacinto es contable y ya está, parece que sois nuevos. – les increpó Cornelio el
Churrasco.
-Habla
Manco, por tus muertos, o la parroquia se va a la competencia.
El
otro se puso en jarras y sonrió con toda la cara mostrando dos muelas de oro en
la mandíbula izquierda.
-No
creo. Estáis de guasa, ¿eh?
-Manco,
que te conocemos- dijo alguien.
Los
demás le hicieron coro:
-No
nos falles, Manco.
El
Manco se rascó la nariz y bajó los ojos hasta la barriga.
-¡Vale!
Pero no quiero ni una risa ¿estamos?
-Lo
juro. –Dijeron seis voces a coro.
-Ni
una risa ¿eh? El hombre, ¡ejem! se está tomando la vida con calma. Dice que allí
lleva los cuernos que le pone la parienta. Y así parece que lo lleva mejor.
(…)
-¡¡Cagüendiez!!
He dicho que no os riais ¡hostias!
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