Todavía
en el avión, envueltos en andrajos de nubes y asomados a un precipicio
luminoso, mi padre señaló un punto microscópico allá abajo. Simulaba que podía
apreciar con nitidez cada parcela del terreno, identificar lindes y territorios
sin equivocarse. Eché una ojeada distraída y volví a refugiarme en mi universo.
Con Los Cacharros Abollados, mi
formación musical favorita por entonces, sonando en mis oídos y aquellas
guedejas flotando a mi alrededor me sentía la guerrera invencible: no estaba
dispuesta a que nadie me arrancase de aquel nirvana que, parecía, iba a
prolongarse para siempre.
En
cambio, a la mañana siguiente, todavía con las sábanas revueltas, acodada en la
barandilla del mirador principal de la casona, comprendí que lo que se extendía
ante mi vista no era otra cosa que la palpitante vida real. Nada de brumas y
reflejos: el mundo consistía en la vaca que paría en el establo lanzando unos
bramidos terribles, el arroyo derramándose por la pendiente, el hayedo o el
olor acre del asfalto recién apisonado en el sendero lateral por el que solo
alguna moto y la furgoneta del reparto se aventuraban muy de tarde en tarde.
Mi
tío sugirió que saliésemos de excursión por la montaña. Entré en la cocina. La
casera tenía las dos manos inmersas en una masa blancuzca. Un olor a leche
agria y jugosa me impregnó las narices. Aquello me cautivó.
-No
quiero alcanzar ninguna cima –anuncié bruscamente a mi padre– prefiero quedarme
aquí.
Lucía
y Carlos llenaban las tarteras que luego colocarían en la cesta.
-Todavía
está cansada del viaje.– La nueva mujer de mi padre me disculpaba lo mejor que podía.
Estaba deseando ganarse mi confianza y se lo agradecí en mi fuero interno
porque era de justicia, pero no por ello consiguió caerme mejor.
-No
es por el cansancio. No pienso salir de aquí esta mañana ni nunca. Voy a hacer
quesos. Cuando crezca quiero ser quesera como Fátima.
Pero
cuando salí a despedirles y contemplé el sol que asomaba por detrás de los
picos allá al fondo cambié rápidamente de idea. Trepar entre las rocas fue un
entrenamiento excelente. En adelante, recorrería ese camino miles de veces,
casi siempre acompañando al ganado. Nunca me moví de aquella casa. Acabé
convertida en una aprendiza entusiasta, con el tiempo me hice profesional y
solo atravesé el espacio aéreo una vez cada tres meses para ver a los míos.
Años
más tarde, mi padre ha vuelto a enviudar y busca afanosamente una joven novia
que le devuelva las ganas de vivir, mis hermanos continúan encadenados, cada
uno a su propio engranaje que les ha convertido en dos personas tristes.
Por mi parte, lo que necesito es recorrer mundo, atravesar todas las montañas
que se interpongan en mi camino, escuchar lenguas diferentes, probar las
cocinas más exóticas. No sé qué ocupación escogeré. Por ahora, lo único seguro
es que he terminado aborreciendo el queso, ese manjar que me proporcionó un
modo de ganarme la vida y me convirtió en una persona feliz.
Aún no
es tarde para empezar otra vez. Imagino cúpulas doradas adquiriendo un tinte tornasolado
en el crepúsculo, olas enormes rompiendo contra un muelle desierto y el olor a
pescado y la sal irritándome las córneas, el cruce de vías del ferrocarril, una
plaza pequeñita con la imagen ecuestre del prócer del pueblo en bronce, una
gran muchedumbre con armadura, cascos y escudos en el rodaje de una batalla
medieval cuerpo a cuerpo. Y después, un buen día, sabré que he encontrado el
lugar donde aterrizar de nuevo y me quedaré allí, para siempre o durante un
buen tramo de vida, lo que dure el multicolor reflejo de mi nube de algodón.
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