Todavía le quedaba un tercio
del segundo whisky, por las venas de sus brazos corría un fluido acalambrado,
le zumbaban las sienes, ante sus ojos pasaban nubes ligeras. Acercó su taburete
al de Gaby, que apuraba su coca cola y comía maíz frito a puñados sin
preocuparse de una eventual borrachera, pues esa noche le tocaba conducir.
-Te estás mareando, Paz.
-No, solo tengo sueño, perdona ¿me
prestas tu hombro?
-Espera, voy a pedirte un café.
-Señoritas…
Tras ellas, un corpulento
pelirrojo con camisa blanca y corbata agitaba las manos en un ademán algo
rígido, como si el cuello, sin permiso de su dueño, esbozase una reverencia.
-¡Camarero!
-No se van todavía, ¿verdad?
-¡Qué va! Mi amiga está
pidiendo café.
-¿Cómo café? Nosotros les
invitamos a una copa.
Entonces se fijó en el otro.
Moreno, algo más alto, mirada retadora y cuerpo atlético.
Tenían reservada una mesa al
fondo del local. El pelirrojo se hizo cargo del café, la coca cola y dos
cubatas para ellos, mientras tomaban asiento junto al tío bueno que las miraba
con descaro y sonreía. Por su lado pasó Laura, la secretaria de su departamento,
que arrimó la boca a su oído doblando la rodilla y sujetándose el zapato
izquierdo, en un aparatoso movimiento que, en vez de disimular, llamó la
atención de los más próximos.
Drácula, de Bram Stoker |
-¡Cuidado! Ese chico estuvo…
Su mirada se cruzó con la de él
e ipso facto se apartó dando traspiés como si se le hubiese roto el tacón. A Paz
le extrañó verla asustada aunque la olvidó pronto, en cuanto estuvieron allí las bebidas; de buena
gana se hubiese tomado otro whisky, pero ese era su límite y no se lo saltaba
jamás.
Cuando el más viejo se sentó
junto a Gaby, supieron quién había elegido a quíén. Atractivos aparte, los dos
eran buenos chicos, trabajaban en la comisaría del barrio, a unos veinte metros
del bar, y esa noche estaban de servicio. Les extrañó que no llevasen uniforme,
que les permitiesen beber alcohol, que admitieran estar de incógnito. Las dudas
se disiparon cuando aparecieron dos chavales de uniforme y el gordo se levantó
para hablar en privado con ellos.
-Es el jefe –explicó,
pavoneándose, el guapo-. Aunque no os lo creáis, ahora mismo estamos
persiguiendo a un delincuente.
A Paz ya se le había pasado el
mareo, Gaby miraba al más fornido entornando los ojos, se interrogaron con la
mirada. Sí, estaban conformes.
Los polis jóvenes entraban y
salían, recibían órdenes, cuchicheaban con su superior. Se apoyaron en los
respaldos. Estaban cansadas y el local empezaba a vaciarse. El de pelo rizado volvió,
por fin, de su último paseo frotándose las manos como si se sintiera orgulloso de
algo o se hubiese quitado un peso de encima.
-Vámonos.
Lo estaba diciendo el moreno. Su colega parecía
decepcionado, aunque no podía negar que se había hecho muy tarde. Iba a buscar
un taxi, dijo, y las llevaría adónde quisieran. Resultó que Gaby y él iban en
la misma dirección, así que salieron juntos y el otro se ofreció a acercar a Paz.
Por el camino, ella habló de las solicitudes que se acumulaban en la oficina de patentes, él de una novia que acababa
de abandonarle. Lo peor de lo peor, según dijo.
-Algo tendría de bueno.
Hablaba por hablar, hasta que
sorprendió la ira en los ojos del otro y sus manos agarrotadas en el volante.
Pero estaban llegando. Aunque
ceñudo, el hombre dio la vuelta a la última rotonda y aparcó donde ella le dijo.
-Conozco esto, hay un aparcamiento ahí detrás.
-El del centro comercial, sí.
No hizo mucho caso al
comentario, se sentía aliviada, había llegado a casa sin contratiempos. Solo pensaba
en quitarse los zapatos después de echar el cerrojo a la puerta.
El último tango en París, de Bernardo Bertolucci |
Entoces su acompañante dio un
volantazo y arrancó en dirección contraria. En cuestión de segundos, estaban
parados en una zona oscura, entre docenas de coches vacíos y él forzaba una
risita malévola.
-No esperabas esto, ¿eh? No de alguien como yo.
Le cayó encima como un alud.
Por su cabeza pasaron fogonazos de escenas: ella acusando al acosador en su
propio lugar de trabajo, el pelirrojo tomando declaración con la frente más
colorada que nunca. Clavó las rodillas en los riñones de aquel indeseable, se incorporó, palpó su ropa.
-Necesito un cigarro ya.
Al otro le pilló de sorpresa,
volvió a su asiento, la miró como si fuese otra.
-¿Estás asustada?
-No, ¿por qué? Ahora mismo vas
a quitar el seguro de la puerta.
-Te llevo yo, no te preocupes.
Nunca te dejaría sola en medio del campo, ni a ti ni a ninguna mujer.
Las amistades peligrosas, de Stephen Frears |
Mejor no ponerlo en duda. Se
obligó a cruzar los brazos sin perderlo de vista mientras fumaba sin parar y
echaba toda la ceniza en la moqueta.
-¿Puedo volver a verte?
“Paz, tienes que salir de aquí
como sea, dile que sí a todo, ni se te ocurra llevarle la contraria”.
-¿Cómo?
-Que si me puedes dar tu
teléfono.
-No llevo boli, si tienes una
tarjeta dámela y te llamo.
-Pero llevarás un lápiz de ojos.
-Eso sí. Y una libreta para
apuntar.
-Perfecto.
Se habían parado ya. Su portal
estaba a seis metros. Sacó el cuaderno y anotó rápidamente. “Cambia un número,
uno solo, no vaya a ser que quiera asegurarse y te pregunte en cuanto le des el
papel. Como te vea titubear estás perdida”.
-Aquí lo tienes.
-¿A qué hora quieres que te llame?
“Lo lograste, estás saliendo
del coche, solo hay veinte pasos entre tú
y la puerta, camina erguida, no te vuelvas, que no sienta ese temblor, sujeta bien
el bolso, abre y cierra de golpe. ¡Guauu!”
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