lunes, 26 de febrero de 2018

El naúfrago (Relato ético)

El firmamento parecía una gran esfera vista desde dentro. El único nubarrón, de un lúgubre tono plomizo, se cernía sobre veleros y motoras, sobre la gente de la playa y sobre la playa al completo, sobre la húmeda atmósfera y sobre el océano como si estuviese a punto de tragárselos. 
Los remolinos rugían azotados por la borrasca. Pronto, de la piel de aquel mar no sobresalía más que el agua en movimiento, cualquier artefacto navegable, o había sucumbido a su fuerza o había conseguido llegar a tierra firme. El oleaje -si por casualidad tuviese ojos- no podría ver más que espaldas, la de los rezagados alejándose a toda prisa con sus pertenencias sujetas apenas por la punta de los dedos. Si alguna toalla o tumbona eran arrojadas sin querer por el gentío atemorizado, quedaban en el camino pues nadie se atrevía a recogerlas.
Un mar tumultuoso y desierto, una playa barrida por el viento y el pánico. Salomón se había acodado en la baranda de su pequeña casa de comidas. Resguardado por la distancia y, a falta de clientela, se entretenía contemplando el magnífico espectáculo que la naturaleza le ofrecía gratuitamente. No era aficionado a las fotos, lo suyo era el placer puro, sentir en la piel -o imaginar que sentía- cada partícula acuosa, sentir su vibración como un calambre, escuchar ese fragor tan terroríficamente musical, recrearse en la danza de los elementos. Elevó la frente y, con los ojos cerrados, entonó un canto silencioso a la hermosura. Fue al salir del éxtasis cuando asistió a otra representación, igual de terrorífica pero nada magnificente, al contrario: ruin, sórdida, tosca, bárbara, mezquina y trivial. 
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J. M. W. Turner - El naufragio
Una cabeza y dos brazos se mecían sobre el oleaje. Podía adivinar que aquel cuerpo estaba vivo, que pedía auxilio en vano, que se erguía al máximo para ser visto ignorando que allí no quedaba un alma.
Salomón, aunque sobrecogido, se obligó a no dejarse llevar por la emoción del momento: al no poder llegar a tiempo desde allí, cualquier intervención suya hubiese supuesto exponerse a un peligro inútil. Pero un todoterreno de un color impreciso, verde quizá, apareció por el oeste y avanzó a toda velocidad hacia la orilla. Dos hombres se abalanzaron sobre el náufrago, lo agarraron por los brazos y nadaron acompasadamente hasta dejarlo tumbado en la arena. Cuando les vio gesticular, movió la lente hacia la izquierda y descubrió a un tercer sujeto apoyado en el capó, que manejaba lo que le pareció una cámara de vídeo. Los dos héroes posaron junto a aquel desgraciado con expresión de triunfo, como si hubiesen pescado una ballena, solo les faltaba levantarlo en el aire por los pies o pisarlo elevando los brazos como si se tratase de un trofeo.
No podía escuchar lo que decían, tan solo voces dispersas en el viento. Pero los vio interpelar al cámara, satisfechos al parecer de su proeza, y desaparecer dentro del coche sin dignarse mirar atrás. Salomón cogió el teléfono, se lo echó al bolsillo de la zamarra más gruesa que tenía y echó a correr hacia la orilla sin preocuparse de cerrar la puerta.

lunes, 19 de febrero de 2018

Cenizas por el suelo (Relato incómodo)

Todavía le quedaba un tercio del segundo whisky, por las venas de sus brazos corría un fluido acalambrado, le zumbaban las sienes, ante sus ojos pasaban nubes ligeras. Acercó su taburete al de Gaby, que apuraba su coca cola y comía maíz frito a puñados sin preocuparse de una eventual borrachera, pues esa noche le tocaba conducir.
-Te estás mareando, Paz.
-No, solo tengo sueño, perdona ¿me prestas tu hombro?
-Espera, voy a pedirte un café.
-Señoritas…
Tras ellas, un corpulento pelirrojo con camisa blanca y corbata agitaba las manos en un ademán algo rígido, como si el cuello, sin permiso de su dueño, esbozase una reverencia.
-¡Camarero!
-No se van todavía, ¿verdad?
-¡Qué va! Mi amiga está pidiendo café.
-¿Cómo café? Nosotros les invitamos a una copa.
Entonces se fijó en el otro. Moreno, algo más alto, mirada retadora y cuerpo atlético.
Tenían reservada una mesa al fondo del local. El pelirrojo se hizo cargo del café, la coca cola y dos cubatas para ellos, mientras tomaban asiento junto al tío bueno que las miraba con descaro y sonreía. Por su lado pasó Laura, la secretaria de su departamento, que arrimó la boca a su oído doblando la rodilla y sujetándose el zapato izquierdo, en un aparatoso movimiento que, en vez de disimular, llamó la atención de los más próximos.
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Drácula, de Bram Stoker
-¡Cuidado! Ese chico estuvo…
Su mirada se cruzó con la de él e ipso facto se apartó dando traspiés como si se le hubiese roto el tacón. A Paz le extrañó verla asustada aunque la olvidó pronto, en cuanto estuvieron allí las bebidas; de buena gana se hubiese tomado otro whisky, pero ese era su límite y no se lo saltaba jamás.
Cuando el más viejo se sentó junto a Gaby, supieron quién había elegido a quíén. Atractivos aparte, los dos eran buenos chicos, trabajaban en la comisaría del barrio, a unos veinte metros del bar, y esa noche estaban de servicio. Les extrañó que no llevasen uniforme, que les permitiesen beber alcohol, que admitieran estar de incógnito. Las dudas se disiparon cuando aparecieron dos chavales de uniforme y el gordo se levantó para hablar en privado con ellos.
-Es el jefe –explicó, pavoneándose, el guapo-. Aunque no os lo creáis, ahora mismo estamos persiguiendo a un delincuente.
A Paz ya se le había pasado el mareo, Gaby miraba al más fornido entornando los ojos, se interrogaron con la mirada. Sí, estaban conformes.
Los polis jóvenes entraban y salían, recibían órdenes, cuchicheaban con su superior. Se apoyaron en los respaldos. Estaban cansadas y el local empezaba a vaciarse. El de pelo rizado volvió, por fin, de su último paseo frotándose las manos como si se sintiera orgulloso de algo o se hubiese quitado un peso de encima.
-Vámonos.
Lo estaba diciendo el moreno. Su colega parecía decepcionado, aunque no podía negar que se había hecho muy tarde. Iba a buscar un taxi, dijo, y las llevaría adónde quisieran. Resultó que Gaby y él iban en la misma dirección, así que salieron juntos y el otro se ofreció a acercar a Paz.
Por el camino, ella habló de las solicitudes que se acumulaban en la oficina de patentes, él de una novia que acababa de abandonarle. Lo peor de lo peor, según dijo.
-Algo tendría de bueno.
Hablaba por hablar, hasta que sorprendió la ira en los ojos del otro y sus manos agarrotadas en el volante.
Pero estaban llegando. Aunque ceñudo, el hombre dio la vuelta a la última rotonda y aparcó donde ella le dijo.
-Conozco esto, hay un aparcamiento ahí detrás.
-El del centro comercial, sí.
No hizo mucho caso al comentario, se sentía aliviada, había llegado a casa sin contratiempos. Solo pensaba en quitarse los zapatos después de echar el cerrojo a la puerta.
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El último tango en París, de Bernardo Bertolucci
Entoces su acompañante dio un volantazo y arrancó en dirección contraria. En cuestión de segundos, estaban parados en una zona oscura, entre docenas de coches vacíos y él forzaba una risita malévola.
-No esperabas esto, ¿eh? No de alguien como yo.
Le cayó encima como un alud. Por su cabeza pasaron fogonazos de escenas: ella acusando al acosador en su propio lugar de trabajo, el pelirrojo tomando declaración con la frente más colorada que nunca. Clavó las rodillas en los riñones de aquel indeseable, se incorporó, palpó su ropa.
-Necesito un cigarro ya.
Al otro le pilló de sorpresa, volvió a su asiento, la miró como si fuese otra.
-¿Estás asustada?
-No, ¿por qué? Ahora mismo vas a quitar el seguro de la puerta.
-Te llevo yo, no te preocupes. Nunca te dejaría sola en medio del campo, ni a ti ni a ninguna mujer.
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Las amistades peligrosas, de Stephen Frears
Mejor no ponerlo en duda. Se obligó a cruzar los brazos sin perderlo de vista mientras fumaba sin parar y echaba toda la ceniza en la moqueta.
-¿Puedo volver a verte?
“Paz, tienes que salir de aquí como sea, dile que sí a todo, ni se te ocurra llevarle la contraria”.
-¿Cómo?
-Que si me puedes dar tu teléfono.
-No llevo boli, si tienes una tarjeta dámela y te llamo.
-Pero llevarás un lápiz de ojos.
-Eso sí. Y una libreta para apuntar.
-Perfecto.
Se habían parado ya. Su portal estaba a seis metros. Sacó el cuaderno y anotó rápidamente. “Cambia un número, uno solo, no vaya a ser que quiera asegurarse y te pregunte en cuanto le des el papel. Como te vea titubear estás perdida”.
-Aquí lo tienes.
-¿A qué hora quieres que te llame?
“Lo lograste, estás saliendo del coche,  solo hay veinte pasos entre tú y la puerta, camina erguida, no te vuelvas, que no sienta ese temblor, sujeta bien el bolso, abre y cierra de golpe. ¡Guauu!”

lunes, 5 de febrero de 2018

Tres anuncios en las afueras [Three Billboards Outside Ebbing, Missouri] (2017)


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En tiempos de incertidumbre como el que estamos viviendo, la narrativa –del tipo que sea– tiende a polarizarse. A nuestro alcance tenemos, de un lado, los productos destinados al mero consumo, compuestos casi exclusivamente de secuencias trepidantes sin apenas contenido cuya exclusiva finalidad consiste en mantener al espectador en la butaca; por otro, los planteamientos éticos de mayor o menor calado. El movimiento pendular de la historia -y Hollywood suele ser un buen termómetro de las grandes tendencias sociales- ha llegado a uno de sus extremos: como miembros de una sociedad perpleja y enferma, nuestra obsesión es la violencia y la injusticia. Me pregunto cuándo estaremos preparados para hablar de nuevo de las grandes cuestiones humanas desde una perspectiva más lúdica, empleando un enfoque estilístico y/o experimental.
El argumento de Tres anuncios en las afueras –del que no pienso desvelar ni un detalle para que quienes quieran ir in albis al cine puedan leer este artículo antes de sentarse en la butaca– es tan cruel como la nómina de personajes (prácticamente) al completo. Y estos se limitan a reflejar la despiadada realidad en que se desenvuelven.
Resultado de imagen de tres anuncios en las afuerasSiempre ha habido individuos que parecen haber decidido no ajustarse a las normas refrendadas por todos para sembrar el dolor y la destrucción, cebándose con los más desprevenidos e indefensos, gente que actúa por su cuenta de forma tan premeditada que sus actos quedan fácilmente impunes. Pero seamos rigurosos y utilicemos el femenino, pues las víctimas a que me estoy refiriendo son mujeres que caen bajo las garras de depredadores varones en el cien por cien de los casos. Soy una ferviente defensora de la legislación garantista, pero como una cosa es la realidad y otra la ficción, como fabular no cuesta nada, podemos establecer unos parámetros y llevarlos a sus últimas consecuencias para averiguar qué ocurriría si las circunstancias fueran distintas de las que son, si en una zona del tablero se mantuviese la caprichosa conducta de siempre y quienes se sitúan en la otra, en lugar de acatar las reglas del juego, reaccionasen con comportamientos mucho más viscerales y erráticos. ¿Imaginan un lugar donde los infractores de la ley representasen la gran mayoría, donde imperase la ley de la selva porque los ciudadanos respetables han terminado cansándose de que los crímenes cometidos contra ellos queden generalmente impunes?
Resultado de imagen de tres anuncios en las afuerasMartin McDonagh investiga una hipótesis en absoluto descabellada: en un momento dado, alguien se cansa y se rebela contra lo que considera una injusticia arrastrando a otros hacia comportamientos similares hasta provocar el caos general. Tiene que haber  mucho dolor, mucha desesperación en un escenario así. Individuos convertidos en fieras heridas, sentimientos a flor de piel y, en consecuencia, una violencia de infinitas proporciones. Todo ello se refleja en este film intenso, complejo e irónico, tan angustiado como emotivo, y con una comicidad impregnada de todo el cinismo que ha guiado la mano del guionista. Aunque no puede negarse un toque histriónico que en absoluto le beneficia.
No hablamos de cualquier pelicula, sino de la principal candidata a los Oscar de este año, por fuerza ha de tener calidad. Den por descontado el virtuosismo de su ritmo argumental, la magnífica fotografía, un guión intenso y bien concebido en general, aunque -todo hay que decirlo- presente altibajos imperdonables. Las interpretaciones son irreprochables, McDormand está –si ello fuera posible– más inmensa que nunca. Solo Sam Rockwell, en su papel del oficial Dixon, y puede que sea impresión mía, me ha parecido algo acartonado a rachas. Y a Peter Kinklage en su interpretación del orgullo herido ya lo tenemos muy visto, pero he de reconocer que lo borda. Aún así, no es oro todo lo que reluce, como se constata en alguna crítica ciertamente ecuánime.
No suelo recordar los finales pero este no creo que se me olvide, ya que… desentona tanto.

País: Reino Unido-Estados Unidos
Dirección: Martin McDonagh
Guion: Martin McDonagh
Música: Carter Burwell
Fotografía: Ben Davis
Reparto: Frances McDormand, Woody Harrelson, Sam Rockwell, Landry Jones, Lucas Hedges, Peter Kinklage, John Hawkes, Abbie Cornish, Brendan Sexton III, Samara Weaving, Kerry Condon, Nick Searcy, Lawrence Turner, Amanda Warren, Michael Aaron Milligan, William J. Harrion, Sandy Martin, Chtistopher Berry, Zeliko Ivanek, Alejandro Barrios, Jason Redford, Darrell Britt-Gibson, Selah Atwood
Género: Thriller
Duración: 112 minutos