Cualquier
objeto que merezca el nombre de artístico debe partir de una búsqueda, una
indagación a partir de los materiales aportados
por la naturaleza –en la que se incluye la memoria del propio artista– y sus
limitaciones como creador y ser humano. Eso es lo que se refleja en esta película
a través del personaje de un afamado escultor, ya en la fase final de su
carrera, que inspirado por la belleza de una modelo ocasional e inexperta –en
cuyo aspecto, lamentablemente, se echan de menos marcas que indiquen sus
trágicas circunstancias– reclama la aparición del chispazo, de ese destello revelador
cuyas consecuencias en la obra no es posible establecer a priori, una
revelación que aparece en un momento muy concreto y que ha dado lugar a esas
composiciones prodigiosas que se admiran desde tiempo inmemorial y se continuarán
admirando por los siglos de los siglos. Pero, además, el propio film constituye
una búsqueda –de unos efectos estéticos muy particulares, de respuestas a los
dilemas de siempre, de la más adecuada expresión de unas vivencias– y en eso
consiste su gran mérito.
La
elección del momento histórico, la segunda guerra mundial, así como las
condiciones personales de la joven modelo, fugitiva de la guerra civil española
que malvive en la Francia ocupada, son quizá lo más flojo del guión pues lo que
se narra podría haber ocurrido en cualquier época y no hay nada en personalidades
ni argumento que indique esta circunstancia.
Sabemos
que el cine se alimenta de una mirada, la de cada espectador. Pero lo que este mira aquí es, a su vez, la mirada
de los distintos personajes. Y uno de sus logros, este involuntario, es haber
reflejado el sexismo omnipresente, tanto en la sociedad de los años 40 como en
la de hace solo tres años. Miradas como la de los niños curiosos. La del cura.
La del propio artista, en cada una de sus fases, alentada por la esposa con esa
condescendencia tan maternal, de que suelen hacer gala los personajes femeninos
creados por un guionista varón ante los devaneos del hombre, especialmente si
bordea o está enfangado en la frustración de la impotencia senil. A la mujer,
históricamente, se le han arrebatado los deseos ¿cómo se podría sentir
desencantada cuando estos llegan a su fin? La mirada de la sirvienta, representada
por Chus Lampreave, que no entiende prácticamente nada, no por su estatus sino
porque la edad la ha entontecido más, si cabe, mientras el protagonista –bastante
más mayor, por cierto– conserva sus facultades intactas. La del maquis, al que,
como hombre joven que es, le es dado desahogarse. La de la esposa cómplice,
Claudia Cardinale, que ejerce plenamente su papel porque hasta ella, con todos
sus privilegios, está educada en ese desnivel terrible. La del director, que
insinúa pero no muestra el fallecimiento de un artista a quien la decadencia de
la virilidad le priva de motivos para seguir viviendo mientras ellas han tenido
que reprimir y ocultar las manifestaciones de su feminidad ante el peligro de
ser tachadas de putas, ninfómanas o padecer de furor uterino. La del
marmolista, una mirada fría, acostumbrada a los desnudos según el escultor.
Pero ni siquiera para él es así. Es su excusa para conseguir que la modelo no interrumpa
el posado. Porque el engaño a las mujeres es algo tan aceptado socialmente que
ni a nosotras mismas nos molesta, estamos tan acostumbradas que no llegamos a
ser conscientes de ello. Y es que las jóvenes son demasiado ingenuas y las
mayores están demasiado gagás, pasando de una fase a la otra sin períodos
intermedios. La del propio Trueba, que va mostrando el cuerpo de la modelo por
partes, recreándose en el erotismo. Y es que los creadores lo confunden con la belleza. Me gustaría ver a una directora tratando la misma cuestión a través
de un joven efebo y una artista añosa. Podría convertirse en el mayor escándalo
de todos los tiempos si fuese posible rodarlo. Pero 1 No existe directora a la
que se le pase tal cosa por la cabeza, 2 No habría actor que se prestase a un
papel tan humillante, 3 Nadie se la financiaría, 4 Se realizaría tal campaña de
descrédito que no habría sala que se atreviese a proyectarla, 5 No acudiría un
solo varón a verla y muchas mujeres tampoco se atreverían, 6 No habría crítica
por falta de profesionales que se prestasen a ello, y en caso de que haberla
resultaría nefasta.
Finalmente, la mirada de la propia modelo, a quien el
escultor ¡cómo no! pretende moldear a su gusto y que vemos evolucionar
profesionalmente, perder el pudor previo al comprender lo que se espera de
ella, pero no siempre, depende de la intención del observador y la intención la
marcan los momentos.
El mito de
Pigmalión está muy presente en esta cinta de 2012. Demasiado, creo yo. No
existe revisión, superación del mito. Trueba, sin pretenderlo, demuestra que no
hemos avanzado prácticamente nada, que las mujeres siguen siendo las segundonas
y lo serán eternamente si no empiezan a poner los puntos sobre las íes y continúan
narcotizadas por ese remedo de igualdad. La época histórica aporta su propia
visión a estas cuestiones pero, la verdad, no existe gran diferencia entre la
interpretación actual y la de Flaubert,
pongamos por caso, o la de la Odisea, o la de La lozana andaluza. La
virilidad, la comprensión y sumisión femeninas, la juventud y la vejez tan en
las antípodas si se trata de uno u otro sexo me parecen muy similares, demasiado
tras siglos y siglos de por medio.
La mayoría
de los artistas han sido hombres y las excepciones han sido silenciadas cuando
no abortadas antes de tiempo, o bien apropiadas por sus maridos o algún varón
de su familia. Y como la historia del arte la ha escrito y protagonizado el
varón, mantiene un sesgo inadmisible que costará tiempo y esfuerzo nivelar.
Y aún así,
salvando todos esos escollos antediluvianos, me parece una cinta hermosa, que
al estar rodada en blanco y negro contiene unos matices arcaicos que diluyen
cualquier decrepitud. En ese juego de contrastes, la belleza –tanto del entorno
natural como de las personas– resalta por encima de todo. La juventud, mejor
dicho, pues no es un secreto para nadie que lo bello absoluto tiene una edad y caduca
muy pronto acabando con esa imagen de mito inalcanzable. Aunque, ciertamente,
exista otra clase de belleza, más allá de la puramente física, que aún es
patrimonio del varón y que nosotras estamos a punto de conquistar para las generaciones
futuras. Pero aún queda mucho camino por recorrer. De momento, cada vez que la
mujer se vuelve real, es decir, cuando abandona esa hornacina en que se la intenta
mantener con bastante poca fortuna por cierto, los hombres la temen por mucho
que intenten disimularlo.
El tópico
de la mujer fatal, cuya primera representante en nuestra cultura judeocristiana
fue Eva, y que ha producido maravillas en todos los ámbitos artísticos, encuentra
algunos de sus ejemplos más ilustres en el cine de entreguerras. Esta devora-hombres
típica continuaría siendo la propia Eva, quien conducirá a la perdición al
pobre corderito que sucumba a sus tentaciones en productos que, más que
reflejar un estado de cosas real, contribuyen a alimentar el morbo.
Además de
su evidente impacto visual, el film aporta elementos para el análisis, es rica en matices, induce a la reflexión, a la
interpretación y a la polémica. Al repasar todo un entramado de relaciones se
indaga sobre las limitaciones de cada fase vital y otros elementos fundamentales
en el devenir humano que aparecen como por casualidad en la escena. Pero las
mejores películas son, precisamente, esas que se introducen en la existencia de
unos cuantos individuos como a través de un agujero en la materia, convirtiéndonos
en observadores indiscretos, casi en voyeurs, de pensamientos, actitudes y sensaciones,
de los pequeños o grandes dramas cotidianos, tan universales y tan privados a
la vez. En este pedazo de vida –y salvando escollos sexistas– la cuestión de la
edad se presenta en todo su dramatismo, relacionándola, con la pérdida de vigor
y hermosura pero también con eso que el protagonista tanto repite: “Queda poco
tiempo”. ¿Para qué? Para crear, para amar, para disfrutar de los placeres y, por
encima de todo, para estar vivo.
Director: Fernando Trueba
Reparto: Jean Rochefort, Aida Folch, Claudia Cardinale, Chus
Lampreave, Götz Otto, Christian Sinniger
Guion: Fernando Trueba, Jean-Claude Carriere
Sonido: Pierre Gamet
Fotografía: Daniel Vilar (B&W)
Género: Drama
Idioma: Francés
Duración: 104
minutos
Premios: Goya 2012, 13 nominaciones incluyendo mejor
película y mejor director. Concha de Plata del Festival de San Sebastián 2012
al mejor director
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