No se me
escapa que lo que voy a decir resultará políticamente incorrecto pero, seamos
serios, ¿quién atenta contra el medio ambiente? ¿el sufrido ciudadano que se
limita a utilizar lo que le venden o los que aprovechan la comercialización de
los productos para generar envases a mansalva? Quien tenga la oportunidad de
acudir a una galería comercial –el mercado de toda la vida– se ahorrará una
buena cantidad de peso a la hora de la compra y, sobre todo, un volumen
apreciable de residuos. Pero muchos barrios, y hasta localidades enteras,
dependen de los autoservicios, donde se recubre innecesariamente todo lo que
está a la venta, y con material no
biodegradable la mayor parte de las veces.
Es un
negocio redondo. Quienes se encargan de comercializar los productos alimenticios
los embalan con un celo excesivo porque les interesa producir ese excedente. No
hay ninguna inocencia en ello. Ahora que el ciudadano está convencido de que
debe separar los materiales, interesa incrementar los desechos exponencialmente
para negociar con ellos hasta el infinito. No se engañen, cuanto más reciclamos
más residuos se producen, así que en lugar de limpiar el ambiente lo que
conseguimos es justo el efecto contrario. ¿Significa eso que debemos dejar de
separar el vidrio del plástico? Por supuesto que no.
Lo
hacemos. Y nos pasamos la vida regalando esa botella entrañable a las empresas
de reciclaje, que a su vez la vende con enormes beneficios… ¿a quién? A los
fabricantes de botellas, por supuesto.
Es así de
simple. Nosotros tiramos lo que sobra, alguien lo recoge (llevándose, de paso, un
buen plus) para que llegue (casi) gratis a las manos adecuadas. Y nosotros
pagando y pagando y volviendo a pagar.
Porque los
residuos no son solo una cuestión municipal, ese es el principio del proceso.
De ahí que las modernas empresas de chatarra manejen cifras de vértigo. Como
ven, aquí se forra todo el mundo menos el sufrido consumidor, que es quien lo
cede todo, trabaja gratis y pierde de todas las formas posibles.
Antes de
que empezase esta moda del reciclaje tal como lo entendemos –que no ha existido
siempre aunque lo parezca– éramos infinitamente más ecológicos. Nadie recordará
ya a los traperos, pero existían y pagaban por lo que recogían, el vidrio que
sobraba en la casa se llevaba al bar y se recibían unas monedas a cambio, se cogían
los puntos a las medias, nos pagaban por el viejo papel de periódico, las
cacerolas que se estropeaban se llevaban a reparar. Más tarde, cuando se
intentaba concienciar a la gente para que usase varios cubos de basura, mi
ayuntamiento premió a un matrimonio con un viaje al trópico. Si se utiliza un
incentivo así, pensé, esto del reciclaje debe ser un negocio mayúsculo. Alguien
más debió darse cuenta de que era fácil llegar a esa conclusión porque no hubo más
premios y a partir de entonces se empleó un argumento mucho más efectivo: la
culpa.
En lo que
concierne a la industria, no es posible volver a aquel estado de cosas porque
estamos a años luz de la de entonces, pero si los productos domésticos son más
o menos los mismos, la agresión medioambiental resultante podría ser muy
parecida. Por un lado, no hay motivo para embalar más de la cuenta, por otro,
lo lógico es que se retribuya a quien devuelve el material de desecho, sea del
tipo que sea. De acuerdo, se trata de una cantidad ínfima, pero si contamos
todos los envases que se utilizan en una sola vida y sumamos todas las vidas
que consumen cartones, bolsas y botellas, obtendremos una cifra millonaria.
Hace falta romper el círculo vicioso. Si las empresas que comercian con ello tuviesen que pagar por todo lo que devolvemos tal como ocurría tiempo atrás, el asunto de los residuos dejaría de ser un sustancioso negocio y ya no habría razón para fabricar esa ingente cantidad de basura en potencia. Y lo que no existe no hace falta reciclarlo, un quehacer menos para el ciudadano de a pie.
Hace falta romper el círculo vicioso. Si las empresas que comercian con ello tuviesen que pagar por todo lo que devolvemos tal como ocurría tiempo atrás, el asunto de los residuos dejaría de ser un sustancioso negocio y ya no habría razón para fabricar esa ingente cantidad de basura en potencia. Y lo que no existe no hace falta reciclarlo, un quehacer menos para el ciudadano de a pie.
¿Les
parece un asunto complicado? No tiene por qué serlo. Casualmente, mientras pensaba
cómo exponer mis ideas he descubierto que alguien más piensa como yo.
Quizá esa telepatía sea el síntoma de que algo está madurando en nosotros, que estamos dejando de asumir culpas ajenas, que podemos empezar a exigir.
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