Salió del taller más pronto que de costumbre, dejó el bastidor y el saco con los ovillos sobre el velador de la cervecería mientras se fijaba en Makbara derribada bajo el taburete contiguo, precisamente la novela de Juan Goytisolo que estaba leyendo. Solo tuvo que agacharse para comprobarlo: se trataba del libro que por entonces solía llevar en el bolso. ¿Cómo habría llegado hasta allí? Al estirar cada página arrugada y sacudir el polvo de la acera cayó una tarjeta de visita.
Tristan Quehec
BOUTIQUE ZULEMA
90000 Tánger (MARRUECOS)
Y detrás, a mano:
“Busque el periódicos local de ayer martes. Sección sociedad, página 28, entradilla superior derecha. Siga instrucciones sin demora. Cuestión de vida o muerte.”
Desde el otro lado de la acera, Bruno esperaba turno para cruzar. Sonreía. Sin mirarle supo que llevaba puesta la gastada chaqueta de ante, que su incisivo superior continuaría partido a causa del reciente derrape de su moto. Esforzándose por actuar pausadamente y tras guardar el libro en su sitio, tiró de una costuras del forro hasta que cedió, luego desplegó los bordes cuidadosamente y ocultó en ese espacio la tarjeta. ¿Sería cosa de su novio? Imposible imaginárselo. Repasó algunos rostros conocidos. Residir en una ciudad cercana al estrecho y relacionarse con toda clase de gente, a veces, deparaba esas sorpresas.
Pidieron
el menú del día y comieron charlando alegremente, voceando para saludar a los
de la mesa del fondo, comerciantes del barrio que, como ellos, comían
diariamente en aquel local. Después del café, abandonaron la zona peatonal para
pasear por la orilla del río y estirar un poco las piernas. Sonia continuaba
inquieta pero, después de tantos años llevando dos vidas paralelas, dominaba
bastante bien sus nervios.
Aquella
tarde, en la biblioteca, rebuscó meticulosamente entre los rimeros de papel. Al
dar con el número indicado, leyó:
“Apenas falta
una semana para que el tesoro de los tartesios, descubierto el año pasado en la
bahía y oculto desde entonces en un punto muy concreto de nuestro recinto
amurallado, sea desenterrado y vendido a un potentado marroquí por una cantidad
exorbitante. Nadie más que tú puede impedirlo.”
Alguien se
había tomado la molestia de insertar aquello a dos columnas solo para que ella
pudiese leerlo. Como había sido meticulosamente entrenada, supo cual debía ser
el paso siguiente. Todo el domingo lo pasó conduciendo a lo largo de la costa. Tomó
luego el ferry hasta Ceuta y de allí, sin tiempo que perder, se dirigió a
Tánger. Cargaba con un pequeño tesoro oculto entre los hilos de un tapiz de
seda. Esa noche apenas durmió, de madrugada ya estaba haciendo guardia a la
puerta del almacén; tuvo que esperar horas en el escalón más bajo de una
callejuela vecina atestada de pequeños comercios que ofrecían abalorios, especias,
plantas, serpientes y refrigerios de fiambre con pan ácimo.
Al fin, mientras
rebañaba las legumbres que le habían servido en una escudilla de fibra vegetal,
descubrió una apresurada figura que se inclinaba bajo el alfeizar y extraía de
su cintura un manojo de llaves. En cuanto hizo amago de rozar la puerta, Sonia,
de dos saltos, ya se había situado a su espalda. El cuerpo de la otra dio un
respingo, le temblaron un poco los hombros pero se mantuvo en la posición de
antes.
-¿Quién es
usted?
Hablaba
con marcado acento francés.
-Cuando
entres hablamos. –Respondió Sonia.
Pero la
mujer hizo todo lo contrario, atrajo la hoja de nuevo hacia sí hasta que oyó
encajar la cerradura y se la quedó mirando secamente. Las llaves se perdieron
de nuevo entre sus faldas.
-¿Ha
traído lo nuestro?
-Ciento
veinticinco monedas fenicias que he ocultado en algún lugar de Tánger.
-Había más.
-Lo otro
forma parte de nuestro patrimonio y se ha puesto a disposición de mi gobierno.
Aceptad lo que os ofrecemos y será mejor para todos.
Ella
no la escuchaba ya. Grabó unas palabras con la uña en el yeso del muro y agitó
los brazos alrededor de la cabeza.
“Escapa. Estás en peligro.”
(Continuará)
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