Hoy
tengo algo que contarles. Pero antes deben imaginar al mítico vagabundo que camina
con el hatillo de ropa al hombro, sostenido por una caña y rematado por un lazo.
Se parece mucho a la idea que guardo de mí misma, cruzando los Pirineos con solo
quince años, en un vagón antediluviano, sentada sobre listones de palo sin
desbastar, con mi maleta sobre las rodillas pues todavía no llegaba hasta el
soporte de hierro.
Tras
décadas de pasar de un continente a otro me cuesta recordar aquella valija.
Nada tan sofisticado como un artilugio de ruedas, eso puedo asegurarlo. Tampoco
debía de ser muy grande. Probablemente, una apolillada caja de cartón sin color
definido, con dos sogas por asas y cantos de latón. Es de suponer que, si por
aquel entonces hubiese poseído alguna cosa, no hubiese empleado tres días en
cruzar la península dentro de destartalados carricoches, llevando por toda
provisión dos hogazas, un puñado de nueces y una tartera llena de huevos duros,
que compartían espacio con mi único par de mudas y el vestido de recambio. En
aquella época todo era sencillo. Para el más elemental aseo bastaba con la
pastilla de jabón que invariablemente encontraba sobre el lavabo de los andenes.
Después
de aquello ¡he prosperado tanto!
Tampoco
había probado más vino que el que mi padre compraba a granel en la bodega, ni
otro café que la malta de la tienda de ultramarinos, y el chocolate siempre fue el
sucedáneo con sabor a serrín que nos daban en la escuela por las tardes.
La
noche que atravesamos la frontera la pasamos en vela, con el tren detenido
durante horas, esperando a que los gendarmes atravesaran los pasillos
abarrotados de gente, con el fin de revisar nuestra documentación. Cuando me
llegó el turno, presenté el carnet que le había quitado a mi hermana mayor minutos
antes de escaparme y, aunque estaba muy flaca, algo debió de valerme el estirón
que había dado con la última inflamación de amígdalas, ya que me lo devolvieron
sin apenas fijarse en mí. Antes de eso, habían sacado a una mujer a rastras a
pesar de sus alaridos, de que se tiraba por el suelo y se agarraba a las
manijas y a los hombros de la gente. Aquello me mantuvo en vilo hasta el último
minuto. Estaba convencida de que el hombre de la gorra retrocedería para
agarrarme del pescuezo y dejarme sola al borde de la vía; no obstante, comprobé
satisfecha que no le importaba a nadie. En cuanto avanzamos de nuevo, me
acurruqué en mi rincón tiritando y me puse a contar hasta mil.
(Continuará)
Me quedo a la espera de la continuación de este relato emocionante.
ResponderEliminarParece que lo haya vivido y no puede ser... aunque sí tuve una maleta de cartón con cantoneras y me escapé con muy poco años...Y alguna vez viajé en trenes de asientos de madera aunque sin fronteras de por medio...
Me gusta mucho como escribes, tienes talento para narrar y sabes crear ambiente poniendo de relieve los pequeños detalles.
Un beso, y prometo que mi trajín ya se queda sólo entre el Almacén y El Nadador. Soy un culo inquieto.
No me importa ¿eh? El trajín es divertido, además, creo que la palabra está en desuso y revitalizarla nunca viene mal.
ResponderEliminarTe seguiré por la red de blog en blog :)
A todo esto, gracias por el apoyo. El relato no es autobiográfico pero sí está inspirado en hechos reales. No sé si te gustará -os gustará- pero sorprender seguro que sorprende.