Joaquín Sorolla - Niño en las rocas |
Se
arrancó el zurrón –que había llevado cruzado sobre el pecho siete días enteros
con sus noches– y lo volvió del revés para enjuagarlo en el agua del río. Le
dolían las narices de tanta peste a mugre acumulada, a pescado rancio y a la
sangre de todos los rasguños que le habían causado las zarzas mientras
correteaba medio a ciegas persiguiendo a las cabras que bajaban a escape campo
a través. Hasta olor a hambre le pareció que salía de la tela. El perrillo,
atento y servicial como siempre, empujaba al rebaño contra una cerca medio
derruida cobijándolo entre las piedras que, años atrás, habían servido de
cobijo a su abuelo. En aquellos años, se le consideraba aún lo bastante sólida
para proteger del viento al cobertizo –ahora inexistente– que lo mismo
custodiaba los aperos que resguardaba a un pastor de la lluvia. Había escuchado
toda clase de leyendas sobre aquella construcción mísera, desde asesinatos
perpetrados al abrigo de sus cuatro paredes hasta apariciones de vírgenes y
santos. Él ni creía ni dejaba de creer. Eso sí, de chico las historias habían
amenizado muchas y largas tardes de tormenta, cuando hombres y viejas ser acurrucaban
en torno al fuego a reparar pucheros desportillados, frotarse las grietas de
las manos y cocer patatas. Él, tras colarse con los otros chavales por una
rendija de la parte trasera, se arrastraba entre los huecos que dejaban tantas
piernas dobladas para aproximarse a la hoguera todo lo posible.
La
corriente también olía a miasmas, o era él quien guardaba el hedor en lo más
hondo. Se miró con aprensión el cuerpo. Tiró de la camisa –un trapo incoloro que
le colgaba de los costados y casi le envolvía por completo– dejando al
descubierto las costillas, el escuálido torso y mucha roña adherida a la piel.
Con parsimonia, se bajó los pantalones. Ya en cueros, hizo una pelota con todo,
lo arrojó con fuerza sobre el polvo y se zambulló en el remanso cercano a la
orilla.
Comenzaba
a refrescar. El sol se ponía entonces por detrás de los picos más altos dejando
una sensación de abandono, no solo en el campo sino en cada una de sus
vísceras. Como si la noche en el monte fuese todavía más solitaria. Como si no
llevase solo la semana entera en esa su primera salida como pastor. Como si no
le esperasen décadas de la misma o parecida soledad –quizá más insidiosa e inmensa
por la mera acumulación de minutos– ahora que a padre, el pobre, se lo había
llevado la parca.
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