Aquel
mediodía de agosto encontré la plaza de Santa Águeda convertida en un desierto
hediondo. Habían dedicado toda la mañana a extender asfalto sobre los viejos
adoquines y ahora este relucía como el azabache debajo de un sol de justicia.
Titubeando, avancé a pasos cortos por el estrecho pasillo de tablas con la
intención de resguardarme bajo la techumbre del quiosco. Una vez clavado como
un poste sobre la exigua plataforma de granito, tuve que sufrir el acoso de un
rayo hiriente que, rebotando sobre el escaparate de la tienda de modas Cadeau, se hundía con saña en mi calva
y, cómo no, en el vidrio de las lentes. Por suerte, olvidado junto a la
puertecilla, había quedado un botijo blancuzco, lleno a rebosar de agua fresca
que rezumaba por sus poros y que apuré en unos cuantos tragos ávidos. El par de
enjutos maniquíes del color de los pollos desplumados que me contemplaban
melancólicamente desde el otro lado del cristal me recordaron a mi novia.
Escuché
el rodar del tráfico por las calles contiguas mientras sentía las reservas de líquido
escapar a chorros de mi cuerpo. Elvira vendría cuando le viniese en gana, como
siempre, sin importarle si me consumía de calor allí, parado en el único metro seco
de terreno de la vieja plaza de la iglesia, con las fosas nasales reventadas
por el olor a alquitrán. Ni siquiera podía ver la hora que marcaba el reloj pues
este ardía en mi muñeca como una pequeña hoguera reluciente. Justo entonces,
como si me hubiese adivinado el pensamiento, el reloj de la torre dio la una y,
tras una hora entera de tortura, la vi aparecer, bien protegida bajo una
gigantesca pamela color malva, al fondo de la plaza, doblando la esquina de El Trapecio. Avanzaba por la acera sobre
sus tacones de cigüeña dando saltitos de vez en cuando según su costumbre. Lo
absurdo del asunto es que miraba constantemente a todos lados, como si pudiese
encontrarme en cualquier lugar de la calzada, como si ese engrudo maloliente
pudiese ser pisado, como si hubiese alguien más aparte de nosotros dentro de aquel
perímetro. Siempre había sido mucho más miope que yo, pero ¿acaso se había
quedado sin olfato de pronto? Recordé su nariz, pequeña y afilada como pico de pájaro,
que alargaba y encogía sin parar con un tic permanente, muy útil para acomodar
las gafas en su sitio.
Tras
uno de esos inconcebibles giros de cuello miró casualmente hacia el quiosco.
Supe que no me veía y la odié por eso también. Nadie tenía derecho a
emparejarme con aquella mujer, ni mi propia madre, por mi forrada que estuviese
su familia. Sin contar que, después de aquellos ocho años terribles, no había
que ser un lince para saber que eran todos más agarrados que un chotis. Si alguien
todavía era capaz de soñar con que después de la boda esa gente me ayudaría a
prosperar en alguna de sus empresas, simplemente no formaba parte de este
mundo. De pronto, creí divisar el final del túnel. Quizá hubiese una forma de librarse
de Elvira sin que a los míos se les derrumbase del todo su mágico castillo de
naipes.
Agité
los brazos, la llamé, solté unas carcajadas algo tétricas que retumbaron en aquel
vacío sólido. Necesitaba que me viese enseguida, que no dudase, atraerla hacia
mí sin que le diese tiempo a pensar nada. Algo muy simple pero que, con un poco
de suerte, me garantizaría no volver a verla jamás.
Mi
novia, la pobre, era alérgica al sol. Le salían erupciones por todo el cuerpo y
se le cerraba la glotis en apenas cinco minutos. A los pocos pasos se quedó
atrapada en la pringue y miró hacia mí con ojos de terror.
-Tírame
la pamela, corre, tírala. ¡Venga! Yo te arrastro.
La
vi dudar un par de segundos, luego se decidió y la dejó caer blandamente. El
gorro quedó a sus pies, no avanzó ni medio metro. Su aspecto era tan blando,
soso y cursi, estaba tan atrapado en el alquitrán como ella misma. Era el
momento de retroceder. Muy lentamente. Aún podía aparecer alguien y, de una ojeada,
hacerse cargo de lo que estaba ocurriendo. Bordeé palmo a palmo el quiosco
escuchándola gemir. En cuanto llegué al pasillo de tablas, lo atravesé todo lo deprisa que pude; ya en la acera, me dirigí a la bocacalle más cercana y eché a
correr.
¿Todavía queda alguien que niegue la existencia del crimen perfecto?
Inquietante y muy bien traído relato con sabor a historias para no dormir. Se siente el calor abrasador a lo largo de todo el texto, con una magnifica mención a esa pequeña hoguera ardiendo en la muñeca que es el reloj (qué gran imagen.)
ResponderEliminarMuchas gracias, me halaga aún más viniendo de usted. Su prosa me parece excelente y en breve intentaré reseñar algo suyo. Si no lo he hecho aún es solo porque se me acumulan los proyectos.
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