miércoles, 10 de agosto de 2022

Schum, el hombre transparente (Relato inquietante)

 


Él no se consideraba invisible, le parecía que transparente era la palabra que mejor definía su condición; tampoco había hecho nada para conseguirlo ni le molestaba demasiado. Tenía un trabajo creativo y un puñado de amigos fieles, sus clientes confiaban en él y se encontraba en una etapa poco receptiva a la exposición personal, los lugares demasiado concurridos o las grandes ceremonias. En suma, vivir relativamente aislado no le suponía un conflicto insuperable. La causa fue una explosión de gran impacto, a raíz de la cual quedó enterrado en el sótano de un edificio de oficinas durante horas hasta que recuperó la consciencia. Despertó con un ligero mareo, encontró un agujero practicable al final de un montón de escombros y salió a la noche desierta. Relativamente, pues a ambos lados del solar habían colocado a dos vigilantes, cada uno con su linterna, que por fortuna le daban la espalda. No tenía el cuerpo para dramas, así que se deslizó entre las sombras, evitando los grandes huecos que formaban los bloques caídos donde la luna brillaba en todo su esplendor. Aquella prevención, luego se daría cuenta, fue un acierto absoluto aunque en aquel momento no podía ni imaginarlo.

Lo supo cuando se miró al espejo y no encontró su cara, tampoco sus manos, ni un solo fragmento de su cuerpo se reflejaba en la superficie, Se miró y no vio más que la ropa. Desnudo era como una masa de aire, un poco más densa que el resto pero de forma casi inapreciable, como vidrio acabado de lavar. Se acostó rendido y decidió no dar más importancia a esa sensación tan desagradable. Había vivido un suceso traumático y su desconcierto no era más que un síntoma, al día siguiente se encontraría de maravilla y aquello quedaría olvidado como una pesadilla de tantas.

Pero su cuerpo no apareció nunca. Ni ante sus ojos ni para las autoridades que le buscaron día y noche, infructuosamente, durante más de una semana. No le sirvió de nada llamar a varias comisarías, el registro civil y los principales periódicos. Todos le decían lo mismo: si es cierto que se ha salvado, preséntese con los documentos y nosotros daremos fe de que sigue vivo, ¿cómo podemos saber que no está usurpando la personalidad de un fallecido? Muy sencillo, argumentaba, porque no se ha encontrado mi cuerpo Pero multitud de desaparecidos en anteriores catástrofes atestiguaban que el hecho de no ser encontrados podía obedecer a mil causas. Tenía que presentarse en persona o todos le darían por muerto. Bien, en ese caso estaba muerto, imposible presentarse así en sociedad.

Le llevó tiempo convencer a sus padres. Al fin, y tras muchas conversaciones, le creyeron. Incluso se mostró en la pantalla del ordenador ante toda su familia con guantes, la cara bien cubierta con gafas de sol y un pañuelo y una visera bastante ancha que encontró en algún cajón. Dando gracias a El hombre invisible que le inspiró la estratagema, recreó para su clan el mito del cuerpo monstruoso. Al principio se empeñaron en que acudiera al hospital para sanar aquellas quemaduras tan graves, pero el aseguró que las heridas eran soportables, que le bastaba con lo que guardaba en su botiquín ya que, insistió, el daño era meramente estético, un caso muy similar al que se mostraba en El fantasma de la Ópera. ¿No la habéis visto? Pues os recomiendo que lo hagáis, es magnífica y entenderéis mejor lo que me pasa. El recurso frívolo surtió efecto ya que apartó las mentes del aspecto más truculento y disipó su estado de alarma. Un monstruo que habla de cine, un quemado que bromea, no parecía que fuese para tanto. Ya entraría en razón con el tiempo y comunicaría oficialmente que continuaba en este mundo.

Y lo hizo, pero solo a ese puñado de personas que le honraban con su amistad, también a su editor, al dueño de una galería donde exponía de vez en cuanto y a su médico de confianza.

Ahora tenía que firmar con otro nombre y aguantar que los críticos le acusaran de plagiario o, en el mejor de los casos, de alguien cuya influencia era tan mimética que no se diferenciaba gran cosa de Arturo Sanz, el genuino. Quedaba el recurso de cambiar de estilo, pero llevaba su tiempo para seguir teniendo la misma aceptación de antes tenía que pensarlo despacio. Por otra parte, no se hubiese encontrado a gusto con otro nombre real, cuando ya tenía uno, le habría parecido que se suplantaba a sí mismo, así que decidió adoptar una interjección a efectos exclusivamente comerciales, una especie de estornudo que no comprometía a nada ya que era lo que parecía, nada más que un simple pseudónimo.

Encontró algunas compañeras sexuales que, una vez informadas con tiento, superaban por completo la impresión inicial y hasta disfrutaban de aquella sensación irrepetible. Alguna, incluso, hubiera disfrutado desvelando el misterio y exhibiéndose como la novia del hombre de vidrio. Pero, fuera de fetichismos y deseos de notoriedad, no pudo llegar mucho más lejos ya que, aseguraban, sin saber qué pinta tenía les resultaba imposible enamorarse.

Pasó el tiempo, notó que envejecía, perdió a gran parte de su gente, le invadió una amargura que no había conocido hasta entonces. Con el tiempo descubriría que un organismo tan particular como el suyo escondía otras sorpresas: no sangraba cuando se cortaba al afeitarse, nunca le dolía nada, es más, empezaba a sospechar que era eterno. Esto puso en marcha todas las alarmas. ¿Cómo que no iba a morir nunca? Estaba a punto de cumplir ochenta y cinco y se encontraba sospechosamente fuerte, con una salud a prueba de bomba. Sus cómplices y allegados habían muerto, sus familiares más jóvenes jamás le habían visto, de forma que para ellos no era más que una leyenda. Un día decidió inyectarse veneno, se bañó en alquitrán, se vistió, y recorrió la ciudad hasta el edificio destruido que habían vuelto a levantar convertido en museo contra la violencia. Merodeó por los pasillos evitando las miradas, descubrió un patio con una fuente y al fondo un cuartito que resultó ser un cobertizo para herramientas. Se acostó sobre una colchoneta no muy limpia que encontró por allí, y confiando en que le harían una prueba de ADN para averiguar su identidad, espero pacientemente hasta que perdió el conocimiento.

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