Lo primero que echamos en falta fue el maná, esos panecillos crujientes, con un regusto dulce, que caían en láminas finas al amanecer y en el ocaso. Los propietarios de aquellos enormes depósitos que los acumulaban y conservaban calientes para luego distribuirlos a precio de oro se arruinaron y, a su vez, tuvieron que pagar por el alimento.
Después, se secó el agua de los depósitos, mirábamos al cielo pero no volvió a caer ni una gota. Agonizámos junto a los acaudalados constructores de las cisternas, que no solo habían perdido la fortuna acumulada a costa de nuestra sed, sino que se arrastraban junto a nosotros por los caminos arañando el suelo desesperadamente.
Perdimos también el sol. La tierra se volvió lóbrega y fría. Se secaron los mares y los ríos. Nadie volvió a percibir un céntimo por el consumo de rayos solares, ni por permitir fletar un barco, nadar por placer o refrescarse.
Nos aventurábamos por aquel desierto oscuro, bajo la amenaza de los traficantes de cuerpos, siempre en busca de un hierbajo o un charco conservado entre las rocas, disputándoselo a los animales que, mucho más perspicaces que nosotros, nos guiaban hasta ellos y, carentes de armamento, eran ajusticiados por cientos de rifles, cuchillos y hasta piedras. Nos habíamos convertido en fieras salvajes los escasos supervivientes. Estábamos aniquilando vacas y gaviotas, los únicos seres civilizados que habían logrado sobrevivir. No hubo resurrección posible, el mundo había llegado a su fin y los charlatanes que auguraban este desenlace desde hacía decenas de siglos, no se percataron de las verdaderas señales y sucumbieron como todos. Ni uno solo de ellos quedó en pie para contarlo, permanecemos sepultados todos los seres humanos del primero al último. Yo mismo, a pesar de mi vocación de testigo, fui derribado por la hambruna y no soy más que un mero concepto o, si lo prefieren, un cadáver con conciencia.
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