
Solo el ulular de la ambulancia consigue tranquilizarme; escucho
los plácidos ronquidos de Fátima y llego a creer que seré capaz de dormir.
Sigo sin moverme del saco. La inquietud va y viene, a
sacudidas, como si la luz anaranjada y los sonidos de la noche se turnasen para
alterarme el ánimo. Barrunto algo. Con piel, ventanas nasales, orejas, ojos. Huele
a ropas percudidas por el sudor, a vino rancio, a mugre indefinida y a miedo. Es
el olor que más conozco, puedo rastrearlo a kilómetros, aislarlo de cualquier
otro, clasificarlo, determinarlo y luego, ¡zas! atraparlo entre mis fauces convertido
en algo tan sólido como un fémur de liebre. No se escuchan pasos pero detecto
una vibración en el aire y, en seguida, también en el suelo de tarima. ¡Peligro!
Algo se arrastra hacia nosotros en plena oscuridad, al otro lado de la cuchilla
luminosa, que deja de ser solo amenaza para convertirse en faro ante cualquier
fuente de mal que sobrevenga.

Ahora lo entiendo. Eso que se acerca no es un animal vivo,
husmeo una sanguinolenta red de vísceras. Acres, asfixiantes, putrefactas. El rastro
encarnado que puedo adivinar en la madera lleva la firma de Ricardo y es la
secuela siniestra de la última trifulca.
Tengo que zampármelo enseguida. Una inmundicia como esa puede
impresionarla hasta el infarto y estoy obligado a impedirlo, aunque por culpa
de ese asno me exponga a convertirme en caníbal.
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