jueves, 24 de agosto de 2017

Mi nombre era una ruina (Relato jocoso)

Mucho antes de encargarme, mi madre ya tenía claro que debía nacer una niña. Lo más natural, pensaba ella, es que dentro de una crezca aquello en lo que piensa, que espera con ansia y necesita más que el aire. Por entonces no se estilaba aquello de visualizar los  deseos, pero lo que ella puso en práctica era una versión muy personal de lo mismo. A fuerza de comprar mantillas rosas, gorros repletos de lazos y botitas bordadas con mimosas, de decorar la habitación en tonos malva y saturar las paredes de Alicias, Reinas de Corazones y Conejos presurosos, fue una clara precursora del pensamiento positivo, aunque ella jamás llegue a sospecharlo.
Imagínense el berrinche la primera vez que me puso un pañal. Hasta ese momento ni se le había ocurrido preguntar por mi sexo, mientras no se demostró lo contrario -día y medio después de mi nacimiento- yo fui para ella la hija que siempre había querido. Tenía muy claro que no se había embarazado para que le pusieran en los brazos a un chico, y desde que se convenció de que el próximo intento también podía frustrarse ni siquiera le pasó por la cabeza tener otro.
Lo peor del caso es que ya tenía pensado el nombre y, tozuda como es, se mantuvo en sus trece por encima de burlas y advertencias. Mamá había pensado poner a su hija, a esa niña que no quiso nacer, el bello nombre de Ana. Ustedes cámbienle el género y observen en qué se convierte.
El primero en negarse fue el funcionario del registro. A ese le convenció el guasón de mi tío materno cursando una petición en la que afirmaba tener un antepasado finlandés cuya sustanciosa herencia quedaría sin efecto si yo no llevaba su nombre. Parece que coló y, tres meses más tarde, lo que no era más que un apelativo familiar se convirtió en mi nombre oficial y con él se me identificó en todos los documentos.
Mi padre jamás se enteró de los motivos para que un nombre como Ano fuese admitido como patronímico por las muy competentes autoridades civiles. Mi padre tenía a nuestros representantes en muy alto concepto.
También hubo problemas para inscribirme en el colegio, en el club deportivo y hasta en las listas de invitados a los cumpleaños de mis compañeros de clase.
Todos querían pegarme por llevar el nombre de Ano. 
Para complicar más la cosa, ellos me llamaban Cara-Culo.
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Joan Miró
Los profesores decidieron referirse a mí como Anito cada que vez que pasaban lista, y castigaban al que hicise eco (-ito, -ito) bajándole un punto en el examen.
Mamá nunca se enteró de nada de esto, pero tampoco lo hubiese creído. ¿Para qué molestarse en convencerla de algo que, ya de antemano, no le cabía en la cabeza?
Entonces, y sin previo aviso, me hice mayor.
Tras la fiesta de graduación, en la que fui encargado del discurso de despedida (“Cara-Culo rebota, pelota Cara-Culo”), pasé el verano practicando navegación a vela. Allí fue donde se produjo el gran estirón, ni yo me reconocía cuando entré en la universidad dos meses más tarde. Las chicas de mi clase parecían casi adultas, eran a cual más guapa y me sonreían sin intención de burlarse. Antes, tuve la precaución de inscribirme como Anetto (“familia italiana”, alegué) y a nadie pareció sorprenderle.
Pero los documentos seguían acusándome, y si no le ponía remedio lo harían por siempre jamás. Desde luego, nada de echarse novia, ¿cómo explicarle una cosa así a una de aquellas bellezas?
Fue entonces cuando se me ocurrió cambiar de sexo. Pero tenía que hacerlo a mi modo. Nada de operarse. Estoy contento con mi cuerpo. (¡Cuidado, Anito! Te delata la desinencia masculina. Tienes que estar contenta. Tu cerebro es de mujer, pero no quieres dar el paso. Por ahora, siempre por ahora, tú no te mojes. Así que has decidido llamarte Ana). Naturalmente, soy lesbiana, estaría bueno renunciar a las mujeres, ¡si todo lo que estoy haciendo es por ellas! (Bien sabes que no te sobra ni falta nada, que estás muy bien cómo estás. Repásalo otra vez, debes ir muy seguro: tengo un cerebro femenino, soy lesbiana, por ahora no pienso operarme).
Y todo esto en secreto (que no se entere mi madre). Dicho así, parece enrevesado pero yo lo encontraba sencillísimo.
De todas formas, antes de meterme en ese embrollo decidí solicitarlo sin más. El tipo de la ventanilla no esbozó ni una mueca, desde que tenía cuerpo de hombre nadie se burlaba de mí. Me miró con sorpresa y algo de lástima, hizo un par de anotaciones e indicó que volviese a la semana.
-¿Para qué?
-Hasta entonces los documentos no estarán listos, pásese por aquí el próximo martes.
-Así que ¿van a atender mi petición?
-Naturalmente. Cuando un nombre tiene carácter denigrante u ofensivo se modifica automáticamente. Tiene que anotar en este recuadro cómo se quiere llamar a partir de ahora.
Quiero llamarme Alfonso.
Pensándolo mejor, ¿para qué cambiar el nombre que tuvo tan ilusionada a mamá? Acabará enterándose tarde o temprano y no la quiero matar del disgusto. Mi novia… que se acostumbre, puede que tampoco a mí me guste el suyo y no tendré más remedio que aguantarme.
Ya no quiero cambiar nada. La verdad es que me he sentido especial toda la vida. Nadie, nunca, tendrá la suerte de llamarse como yo.
-Espere –le digo al funcionario- ¿y si renuncio al cambio?
-No creo que se lo permitan, un nombre así suele ser fuente de conflictos.
-Pues llevamos veinte años juntos y todavía no he tenido ninguno.
-¿Está seguro? Si es así, ¿por qué había pensado en cambiárselo?
Ahora estoy empeñado en seguir llamándome Ano. Pediré ayuda al Defensor del Pueblo, al Tribunal de la Haya o adónde sea necesario, y si deniegan mi petición recurriré las veces que haga falta. El secreto está en no rendirse: tarde o temprano encontraré a alguien que me entienda, tampoco es tan difícil ponerse en mi lugar.

martes, 22 de agosto de 2017

Una piedra ha caído (Poema)

Una piedra ha caído en el lago,
Piedra sin ojos.
Cuerpo inerte
que no produce círculos concéntricos.
Cuerpo que zozobra.
A quien el cieno aguarda desde anoche
para atraparlo y modelarlo a su capricho.
El ser humano en la encrucijada de su vida
Piedra que no será luz hoy ni mañana
Inerte y sin conciencia.
Ciega y sorda.
Ajena a corrientes submarinas.
Cintas plateadas que oscilan
y siembran risas en lo hondo.

Cantos rodantes y cantos de sirena
custodiados por el  centinela del tiempo
y a merced de la astucia del
agua.

viernes, 18 de agosto de 2017

Túnel de lavado (de cerebros) y atentados no yihadistas

Por si algún extraterrestre tuviese la ocurrencia de leer esto, o algún lector de este mundo nuestro pasara por aquí dentro de algún tiempo, empezaré explicando que ayer 17 de agosto –el ayer del día en que me dispongo a escribir este artículo– se produjo un atentado en Barcelona, ciudad culta y cosmopolita que todos los españoles admiramos. En realidad, hubo dos atentados yihadistas en Cataluña en un plazo muy corto. El atropello múltiple, que se produjo a las cinco de la tarde y dejó un saldo de trece muertos (por ahora) y más de un centenar de heridos, en pleno paseo de las Ramblas atestado de turistas y autóctonos que disfrutaban de la tarde veraniega y se vieron perseguidos por una furgoneta durante unos seiscientos metros, en zigzag y a velocidad vertiginosa, con premeditación y alevosía evidentes; y la escaramuza que tuvo lugar unas ocho horas más tarde en Cambrils –bella ciudad costera de la provincia de Tarragona– entre la policía y cinco presuntos terroristas armados, a quienes se abatió para evitar males mayores. Pueden leer una relación de hechos –esquemática pero clara y completa– en este reportaje de La Vanguardia.



No creo en las señales. Si creyera las vería por todas partes, pero mi testarudo raciocinio me indica que se trata de meras casualidades, sin más significado específico que el que tenga a bien ponerle la mente que las observa. Pues bien, en este preciso momento tengo dos libros a medias, una novela de SalmanRushdie y una recopilación de conferencias del escritor israelí Amos Oz titulada Contra el fanatismo. Conocemos la atracción de  Rushdie por los mitos, su defensa de la razón en detrimento de la fe, su adscripción a ideales que impliquen tolerancia, civilización y diálogo, su condena del oscurantismo pero, sobre todo, su afán por convertir en arte los demonios heredados de sus ancestros.

“… le enseñó que el jardín era la expresión exterior de una verdad interior, el lugar donde los sueños de nuestras infancias colisionaban con los arquetipos de nuestras culturas y creaban belleza.” (Dos años, ocho meses y veintiocho noches, S.R.)

El mundo sería más habitable si abandonásemos la perversa costumbre de hacer un dogma de fe de cada historia inventada en un pasado remoto y las valorásemos como lo que son: los balbuceos poéticos del género humano, fábulas para soñar despiertos, hermosos cuentos para niños de todas las edades.
Oz, por su parte, disertando sobre la cuestión que nos ocupa, va directamente a la raíz:

“Se trata de una lucha entre los que piensan que la justicia, se entienda lo que se entienda por dicha palabra, es más importante que la vida, y aquellos que, como nosotros, pensamos que la vida tiene prioridad sobre muchos otros valores, convicciones o credos.” (Contra el fanatismo, A.O.)

Estoy de acuerdo con él en que lo prioritario es conservar la vida –la de todos– pero encuentro cierto maniqueísmo en la dualidad fanático-no fanático. A ese respecto, pienso que todos deberíamos hacer examen de conciencia, y cuando digo todos no estoy pensando en el sufrido ciudadano que trata de vivir lo más dignamente que puede con los recursos y circunstancias que le han tocado en suerte, sino a los que tienen alguna responsabilidad en el reparto de la violencia que se está produciendo en el planeta. Estoy hablando de bloques. No solo en Barcelona, ayer, a las cinco de la tarde, sino continuamente y en cualquier latitud se atenta contra la vida de inocentes. El hambre, las desigualdades sociales, las guerras y todos los desastres producidos por seres humanos proceden también del fanatismo –fanático y soberbio es el poder que se impone por la fuerza disfrazado de verdad objetiva– y también tiene en su haber millones de muertos. Occidente debería evitar su exceso de auto-indulgencia y contemplar la idea de fanatismo en su sentido más amplio. Además del fanatismo religioso, existe el de la codicia, la adoración por el dinero, el culto a la dominación, la fe en la manipulación de las mentes por medio de propagandas sibilinas. Creemos desear la paz, pero mientras se nos induzca a contemplar al otro como enemigo, mientras nadie intente acercar posiciones, comprender qué es lo que provoca el enfado y la desconfianza mutuos, mientras el poder no manifieste la menor intención de remediarlo, continuaremos en guerra permanente por mucho que cerremos los ojos.