La
linterna de un ferroviario con visera barría el andén arriba y abajo. Me
acuclillé en el mismo borde intentando hacerme pasar por un bulto y, en cuanto
el tren se retiró y tuve espacio para hacerlo, me deslicé por las baldosas mojadas,
salté a las vías y me mantuve pegada al hueco del resalte sin perder de vista lo
que ocurría por encima de mi cabeza, hasta que me pareció que no había peligro.
Al rato, me acerqué al cristal de la oficina donde la luz del farol más cercano
me desveló un bulto oscuro adormilado sobre el jergón del fondo. Aún así no las
tenía todas conmigo. Caminé con la espalda en la pared hasta llegar a la sala
de espera, luego empujé un portalón y salí a una explanada solitaria. O no
tanto. Me inquietaba que alguno de los cuatro o cinco coches dispersos por el
recinto ocultasen a Dios sabe quién.
Notaba la piel
pringosa. Debía oler tan mal como los cubos de basura arrinconados contra la
tapia de la derecha. Me pareció nauseabundo aquel sitio, pero como era el
refugio más seguro que podía encontrar por el momento, me abrí paso entre recipientes
de zinc que me llegaban al hombro y aparecí
en el callejón, empedrado y rodeado por tres o cuatro puertas tapiadas, donde me
pareció estar a salvo por fin. Pasé toda la noche tiritando de frío y aguantando
un asco feroz, pero conseguí apartar el miedo y hasta echar algún sueño de más
de diez minutos.
No dormir
es bueno, proporciona tiempo extra para pensar en lo que importa. Y en aquel
momento solo podía pensar en comida, o en hambre, que para el caso es lo mismo.
Siempre creí que era el hambre lo que me había expulsado de mi pueblo, pero
hambre, lo que se dice hambre –ahora lo sabía– no había pasado nunca. Era
escasez, no hambre, lo que me transformó, de la niña dócil que había sido, en
la muchacha resentida, malhablada y soberbia que salió de allí sin mirar
atrás, hambre lo que me provocaba un continuo estado de nervios y me impulsó a
hacer lo que fuera para que cambiase algo. Confieso que en algún momento de
furia, influenciada por las películas de gánsteres que veía de gorra en el
casino del pueblo, llegué a considerar el asesinato, un crimen perfecto que me
proporcionase una vida digna. Pero no conseguía encontrar la relación entre
eliminar a alguien –el dueño de las fincas que cultivaba mi padre, el casero, algún
director de banco que imaginaba con puro y chistera– y la consecución de un
bienestar que creía merecer más que mis convecinos y, por supuesto, más que el
resto de mi familia.
El hambre
es un ratón que primero se acurruca en tu estómago, hace chillar a tus tripas
y luego se revuelve provocando dolor y rabia. Pero eso no es nada: el tiempo va
pasando y empiezas a sentir debilidad, te duele la cabeza, los hombros, se te
aflojan las piernas, sueñas con manjares de aromas exquisitos que humean sobre
fuentes enormes. Y esa fase todavía es tolerable, lo malo viene horas más
tarde, cuando dejas de soñar, no sientes la cabeza y las extremidades se han
convertido en unos trapos lacios que no te responderían suponiendo que quisieras
moverte. Pero tu voluntad se evaporado, ahora todo se reduce a un sopor continuo
unido a una fuerte punzada en la boca del estómago, como si el ratón se entretuviese en arrancarte las tripas.
Me
encontraron así, casi inconsciente, al alba, cuando los barrenderos entraron a llevarse
los desperdicios del día anterior.
(Continuará)
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