sábado, 20 de agosto de 2016

Sin despedirse

Parecía humo y sin embargo era una suave niebla que se había condensado desde el alba alrededor de troncos y ramas del bosque de Astandy, después de que los pastores hubiesen apagado sus fogatas allá abajo, en la base de la ladera, un zócalo rocoso desde el que, en los días más claros, se dominan todos los pueblos del valle. La hija de la señorita Elena se miraba los zapatos. La señorita Elena también. Estaban paradas al borde del andén mientras los castaños seguían erguidos allá arriba. Dolía saber que no se moverían de allí y que ellas no volverían a escuchar su rumor inconfundible en mucho tiempo, quizá nunca.
El suelo de la estación se había cubierto de hojas frescas. Se diría que el viento nocturno había depositado en él, precisamente, las briznas arrancadas de los árboles y arbustos que coronaban el macizo de Ambra. Las pocas bombillas que seguían enteras sorprendían con su luz de trecho en trecho sumándose a la amanecida incipiente. Un bulto con gorra de empleado paseaba con los hombros encogidos. Emboscado en un rincón, muy cerca de la entrada al vestíbulo, un amasijo de ropa olía a vino, miseria, y  mugre. La señorita Elena apartó a la niña unos pasos. Los destellos de las vías brincaron un poco más.
            La señorita Elena, cuando tuvo que excusar su marcha, había dicho que se sentía perdida en el cerro.
        ¿Perdida? ¿En esa casa tan pequeña? – Replicaron algunos.
Notó un gesto avinagrado en muchas caras, pero igual daba después de todo. Siempre, eso sí, que la niña no se diese cuenta. Sólo ella sabía lo poco que había esperado de aquella gente mientras vivió allí.
Y la mujer que solía acercarse a la tahona a diario a pedir los mendrugos de pan sobrantes había enseñado las encías, tan hostil como todos, aunque no entendiese palabra de lo que se estaba cociendo.
La hija de la señorita Elena se había vuelto más y más silenciosa a medida que los niños iban abandonando la aldea.
Pero a veces cantaba.
O decía:
        Cuéntame una historia.
La casa de la señorita Elena era, ciertamente, minúscula, pero por ella habían desfilado los personajes más variopintos. Tahúres y anacoretas, viudas que habían colgado el luto antes de estrenarlo, aparecidos, monstruos surgidos de las aguas, alpinistas, echadoras de cartas, bailarines. Los relatos de la señorita Elena no parecían muy adecuados, pero la hija vagaba por las palabras de su madre como por una selva repleta de enigmas. Observando aquella multitud virtual, aún sin comprender bien sus maniobras, sentía una euforia secreta,  intraducible.
        Mamá, cuéntame una historia.
        Te hablaré del sitio a dónde vamos. Cuando lleguemos verás ríos de gente.
        ¿Qué más?
        Encontrarás tiendas y más tiendas y un arroyo seco en medio por el que pasan coches en vez de agua. En los escaparates verás los juguetes y los muebles y los vestidos más lindos del mundo.
        No sé si me va a gustar.
        Y aviones que pasan rozándote y tiendas con mostradores que contienen cientos de libros, más aún, decenas de estantes de los que asoman lomos tersos mostrando títulos, colores. No podrías leerlo todo ni en diez vidas que vivieses.
Una vez la señorita Elena, Elenita entonces, encontró un desconocido merodeando al borde de la barranca, junto a los peñascos donde nace el río. Tenía la barba espesa y el hambre acuartelada en los huesos. Aunque sabía que la censurarían, habló con él.
        ¿Quién eres? – le preguntó.
        Uno que va de pueblo en pueblo. Vendo en un sitio lo que he comprado en otro.
        ¿Y por qué te escondes?
        ¿Es que no te asustas de verme?
“¿Por qué tendría que asustarme” pensó ella. Era un hombre alegre, la sonrisa le rebosaba por las comisuras y volaba a su alrededor.
        Al contrario, mirarte me gusta.



Luego había vuelto casi todos los años en época de ferias. Una noche, incluso, la sacó a bailar.
        Sigues sin darme miedo- – dijo ella – ¿Ahora me crees?
Él paró en seco para verla.
        Me cuesta creer que seas la misma. ¡Si entonces no podías tener más de ocho años!
        Catorce tenía, listo. Y ahora tengo ya veinte.
No se le apeaba el gesto incrédulo.
        Pues frena de una vez, si sigues creciendo así de rápido, pronto tendrás más años que yo.
        Ja, ja.
Se llamaba Juan Garrido y tenía talento para adivinar qué hacía falta y a quién. El comercio era, por tanto, su lugar natural en la tierra. No le hubiera costado gran cosa ser rico, es más, había estado a un paso de conseguirlo una docena de veces. A Elena le ofreció la luna y ella la aceptó.
            Un mes más tarde, a finales de octubre, cargaron unos pocos enseres en la destartalada furgoneta que sustituía al camión de antaño, junto a alfombras rústicas, flautas talladas en madera, una espuerta llena de quesos de cabra, tarros de miel de colmena y silbatos fabricados con vidrio. En el quicio de todas las puertas había algún gesto hosco mirándoles marchar. No les despidió nadie. El padre viudo vio el cielo abierto, la ocasión que esperaba para casarse había llegado por fin.
            Viajaban constantemente. En poco tiempo Juan logró reunir una pequeña fortuna. Atraer el dinero a sus bolsillos no le costaba ningún trabajo, fluía hacia él como el agua por su cauce. Y con la misma facilidad que entraba volvía a salir. Él no quería nada para sí mismo, era feliz poniendo el mundo a los pies de su mujer.
        Qué quieres que te compre – solía preguntarle.
Al principio eran joyas, ropa cara, pieles. Era vivir sin escatimar gastos, alojarse en los mejores hoteles y alquilar modelos de primeras marcas sólo por divertirse, aunque la furgoneta estuviese más desvencijada que nunca. Para sus mercancías no precisaba mucho espacio, era ligero lo que transportaba entonces.
Hasta el día que compró aquel libro. Elena lo hojeó por mero aburrimiento, eran muchas las horas de tedio que pasaba encerrada en el cuarto más lujoso del hotel esperando a que Juan volviese. Lo devoró. Desde entonces cada nueva incursión por los pueblos suponía para ella horas de lectura por delante. Por fin estaba tranquila y él creyó que habían llegado a un acuerdo, pero al poco tiempo se volvió a quejar.
        ¿Para qué tanto libro si tengo que dejarlos cada vez que me obligas a mudarme?
        Pero ¿los lees o no?
        De cabo a rabo. Por eso me duele que se queden. Es como ir perdiendo amigos por todos los rincones del mundo y no volver a verlos nunca. ¿Por qué no abrimos una tienda y nos estamos quietos de una vez?
        Tienes razón, Elena; es lo que he querido hacer siempre. Aunque aún no ha llegado el momento. Espera a que ahorre un poco más.
            Pero el ahorro no estaba impreso en su carácter. La mala racha, que les esperaba a la vuelta de la esquina se llevó lo que tenían dejándoles fundidos a deudas.
            Y si la prosperidad les había animado a traer un hijo al mundo la pobreza repentina les hacía temer por su suerte. Según Elena, había que olvidar los delirios de grandeza, pedir un préstamo, poner un bar en su pueblo y sacar al niño adelante. Ahora que sabía lo que eran los negocios no la iba a arredrar ningún obstáculo.
            No hubo más que decir, vendieron lo que tenían y se pusieron en camino. La pareja se emocionó al divisar a lo lejos la aldea, el contorno peculiar de cada cima, los rebaños varados en las rocas, el vaho enganchado a las laderas. El autobús les dejó en un recodo, se cogieron de la mano y fueron saltando entre los árboles. Con cuidado, evitando sacudidas para que el vientre de Elena no se bambolease más de la cuenta. Cuando la pendiente se volvió abrupta, se deslizaron hacia abajo como dos cachorros llenos de júbilo.
            Y entonces, en mitad de una carcajada, Elena escuchó un golpe seco a su izquierda y vio el cuerpo de Juan tendido en la broza del bosque. Un chorro negruzco le manaba del cuello.
            Fue un tiro perdido, dijeron. Habían visto cazadores allí cerca. El asunto se enterró. Elena supo al fin lo que era el odio, palpó la cruel hostilidad de la gente, sin ningún motivo concreto, porque eran distintos de ellos, porque sí. Decidió abrir una escuelita y enseñar a leer a quien quisiera, niños o grandes, pero no les dio el gusto de verla llorar.
La señorita Elena nunca había contado esta historia a su hija. No le había dicho:
        Cuando me muera, si tengo los ojos abiertos, querría que él viniese a cerrármelos.
Pero de haberlo hecho, hubiera añadido:
        Tú fíjate cuánto amor.
Bajaba de las cumbres el relente. La señorita Elena tiritó un poco, apretó aún más la mano de la niña pero no se movió de su sitio. Aún faltaba más de media hora para que llegase el tren.

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