lunes, 30 de noviembre de 2015

Romper con todo

Pierre-Auguste Renoir

Esa misma mañana pronunciará el "sí, quiero", con el sol de este extraño noviembre colándose, resplandeciente y cálido, por las vidrieras de la capilla. Se comprometerá a vivir con ese hombre hasta que la muerte les separe, recitará todos los votos imaginables. Esa noche se montará en el avión que, tras dos escalas de varias horas, les depositará en Australia. Miguel se reía cuando lo decidieron:
-Ya puestos a viajar, ¿para qué nos vamos a ir a Palencia?
-Si pudiésemos excavar un tunel largo, largo, con un taladro gigantesco -le explica ella a Ana, su hija- y viajar por el interior de la Tierra, llegaríamos a...
-¿A Melbourne?
-No exactamente. -Siempre le ha fascinado esa ausencia de asombro, esa disposición a suponer que todo es posible. Le recuerda a ella misma a los siete años- Pero si nadásemos unas cuantas horas atravesaríamos este cachito de mapa y...
-Casi sería mejor que fuésemos en globo, saldríamos en Sydney. -supone pensativa- ¿Se puede viajar en globo hasta allí?
No le dice que no, ¿para qué? Sería una crueldad arrebatarle la ilusión ahora. Dentro de poco estudiará geografía, entonces se le caerá ese velo compuesto de fantasía y hambre de aventuras.
Vuelve la vista. Allá dentro todo parece oscuro, como una cueva, solo los chupones de la lámpara reflejan cada rayo de sol con una arco iris danzante. Esos brillos le recuerdan a su infancia. El aparador estaba en el rincón de enfrente y al lado, junto al marco de la puerta, el severo teléfono negro pegado a la pared. "Cierra la puerta que se escapa el gato", le decían. Pero no había gato en aquella casa y su ingenuidad la obligaba a perseguirlo por debajo de los muebles. Ya no hay teléfono negro. Ni tarima de madera atravesada por los rodales del triciclo. Hace mucho que no juegan a la brisca, desde que alguien tiró aquel mantel de hule de un blanco amarillento y un rojo tan descolorido que casi parece naranja. Detrás de la cristalera se adivina una sombra masculina, pero no es el padre, que viene a cargarla en sus hombros sino el novio, el flamante novio que ese día no va a desayunar.
-Venga. ¿Estáis preparadas?
-¿Para qué? ¿Para irme a Australia o para casarme?
-Elvira, no bromees con eso.
-No. Si me puedo ir sin tenerlo asumido. Es que está tan lejos aquel dichoso continente...
La niña sale corriendo y se tumba en la hamaca de golpe cerrando las puertas a tanta indecisión. Miguel se impacienta. O lo finge.
-Ya es un poco tarde para ponernos dramáticos, además, ¿no somos nosotros tu país? 

miércoles, 25 de noviembre de 2015

El lobo-hombre y dios


Gustave Klimt - Death and Life (1916)

Hablemos de luchas por el poder más que de guerras de religión. Y el poder se impone con terror, de otra forma habría que convencer a los potenciales dominados, y no parece viable que ningún país se coloque bajo yugos espurios por voluntad propia.
Pero el poder es una cosa y sus ejecutores otra. Escucho constantemente que es muy difícil combatir a quien no tiene ningún problema en inmolarse. Existe una falacia en esa afirmación, pues quienes se inmolan no son el origen, mucho más atrás hay un foco muy potente que es quien les lava el cerebro con argumentos religiosos y quien les envía a una muerte segura. Es decir, la raíz del asunto se encuentra más allá, en esos responsables refugiados en la lejanía, el anonimato y un espacio seguro y honorable. Estos, en caso de peligro, claro que tendrían miedo a morir. Y a ellos hay que dirigir nuestras miradas. Quienes tengan la responsabilidad y el poder necesarios deben estudiar sus movimientos, cortar sus fuentes de financiación, lograr en lo posible que sientan el peso de la justicia internacional. No hay acción más efectiva que cortarles las alas.
Aún así, mientras la ignorancia y la miseria campen a sus anchas por oriente y occidente siempre habrá cabezas de turco para utilizar interesadamente. Solo ilustrando a esas personas vulnerables suprimiremos su vulnerabilidad. Solo facilitándoles algo parecido a una existencia acomodada conseguiremos que tengan algo que perder. Hace unos siglos también aquí nos lanzábamos a luchar con entusiasmo, el que vive a salto de mata está mucho más dispuesto a morir por la causa que sea, la solución pasa por suministrar una cantidad suficiente de confort y bienestar, de aprecio por los placeres de la vida, de reconocimiento de la propia dignidad y respeto por la ajena para que el caudal de los dispuestos a inmolarse disminuya drásticamente. Y esto solo se consigue disminuyendo las desigualdades económicas. Si falta la convicción de que estamos ante una causa justa actuemos por puro y simple egoísmo: para no sentirnos amenazados ahora o más tarde.
En cuanto a la ignorancia, no se trata solo de democratizar la cultura, además tanto respeto por el hecho religioso me parece una exageración. Cuando la lógica y la ciencia han demostrado que las creencias surgen de la mente humana y que de existir algo insospechable no tendría nada que ver con lo espiritual ni con la moral ni con la otra vida sino con realidades puramente materiales, aunque imposibles de demostrar con los actuales instrumentos científicos. Ya es hora de que consideremos las creencias una cuestión subjetiva, cuyas prácticas todo el mundo tiene derecho a realizar en público o en privado, pero que no es recomendable alentar pues la posibilidad objetiva de que esas doctrinas posean una base real es inexistente. No nos engañemos, la única explicación para tanta tolerancia es eliminar de cuajo las consabidas preguntas incómodas manteniendo así sometida a una multitud de individuos. Fomentar el oscurantismo a grupos enteros les impide rebelarse y es la garantía de que el poder dictatorial siga perpetuándose.
Hace falta explicar desde la escuela que los fundamentos religiosos no se sostienen ni mental ni experimentalmente. Tolerar no es fomentar: la libertad de creencias, la no persecución no impide señalar que están equivocados. La actual situación no es solo tolerante, también da a entender que, de alguna manera, los creyentes están en lo cierto.
Frida Khalo
(Entronizarse a uno mismo)

Un saludable realismo produciría sociedades más igualitarias, implantaría democracias auténticas y no esa suerte de remedo en el que vivimos hoy. Y, por encima de todo, impediría que ciertos caudillos se erigiesen en los mensajeros de dios en la tierra, en los únicos facultados para interpretar consignas que nadie puede escuchar, porque eso significa otorgar un poder infinito –el que se supone que merece la deidad– a seres tan humanos, tan susceptibles de corromperse y abusar, tan colmados de defectos, vicios y ambiciones como cualquier hijo de vecino.
Si alguna vez conseguimos convencer a cada ser humano de que es él quien debe ocupar el trono pues no existen fuerzas invisibles sobrevolándonos, que no debe temer a fuerzas sobrenaturales ya que más allá de la naturaleza no hay absolutamente nada, que lo que debe evitar es el hambre, las inclemencias del tiempo, la barbarie, el pillaje o el abuso de quienes ponen sus peores instintos en marcha, este mundo será mil veces más habitable.

domingo, 15 de noviembre de 2015

Mar o mármol

Cuando amanece entre brumas, sin vientos ni mareas, ¿alguien se ha fijado en el mar? Es como una lápida.
Una superficie veteada, infinita, campo de batalla que oculta sus trofeos bajo una masa de agua indiferente.
¿Es cómplice el océano que inunda barcos atestados, lo es la arena que sepulta esos cuerpos?
No son de mármol todas las tumbas.
Absolvamos al mar y a los campos porque rezuman inocencia, a los alimentos pues no son culpables del hambre de los pueblos y a las armas porque no se fabrican a sí mismas.
El hombre lobo está en París. En Siria. En Arabia Saudí. En Washington. Cualquier rincón es bueno para él.
Un camposanto infinito se extiende por oriente y occidente. Y tan verdugo es  el compulsivo acumulador de riquezas como el que decide comprar y dispersar las bombas en algún punto concreto del planeta, ese que más conviene a su bolsillo.
Solo las víctimas son asesinadas, unas a la fuerza, otras convencidas de hacerlo por propia voluntad. El que sale a cenar, a escuchar un concierto o al cine y acto seguido se convierte en rehén o en palpitantes restos que albergan aún sueños felices; el que se tienta la cartuchera con manos temblorosas por el pánico, el odio, la miseria, el fanatismo inducido, la ignorancia; los que, seducidos por engañosos cantos de tritones, se hunden en el cieno abisal del Mare Nostrum; los que atraviesan caminos y tierras de labor, o languidecen esperando un ferrocarril que no arrancará nunca, sucios, exhaustos, ateridos, con la conciencia intranquila por haberse dejado estafar a costa del pan de sus niños.
Amanece y somos muchos menos. Menos jóvenes viviendo en París por culpa de las bombas, menor censo en los campamentos por culpa de hambre, plagas, clima inmisericorde, menos nómadas atravesando Europa por culpa del hambre y la fatiga, menos desembarcados en las costas mediterráneas por culpa de la tempestad y del hambre.
Y la tragedia se perpetuará por los siglos siempre que el privilegiado siga designando como "esa gente" al pobre que nació allá lejos –sea inmigrante, refugiado o ciudadano de un país cuyas costumbres es incapaz de entender– e incluya en un tranquilizador "nosotros" a aquellos que, refugiados (en este caso de élite) en cómodos, lujosos y protectores despachos, pulsan el botón que inicia la batalla. Sean dirigentes que envían drones y misiles, caudillos que producen autoinmolaciones en cadena, fabricantes de armas –masivas o no– perpetuados en el poder por décadas gracias a sus mafiosas tácticas o especímenes de cualquier calaña dedicados a esparcir dolor.
Un océano de lágrimas, extenso pero no tanto, se extiende entre un confín y otro. Para salvarlo a nado no hacen falta más que un par de brazos vigorosos, sólidas cabezas a prueba de insidias y una mano tendida al inocente, de aquí o de cualquier lugar el mundo.