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domingo, 25 de septiembre de 2016

La última jugada de Darwin

Creí que lo había matado, pero en la madrugada de ayer le descubrí arrastrándose fuera de la bañera y, a partir de entonces, el pánico se ha adueñado de mis horas. No encontraba la forma de librarme de él. Hace una semana lo partí en dos con un cuchillo de cocina, pero la parte correspondiente a la cabeza no tardó mucho en reproducirse y la otra anduvo dando coletazos sonoros dentro del cubo de basura durante media hora o más. El viernes creí haberlo ahogado colándolo por el sumidero y dejando el chorro correr a toda velocidad, pero tenía que haber girado hasta el tope el grifo del agua caliente, así se hubiese quemado evitándome el desagradable espectáculo. Verle arrastrarse desmañadamente me produjo escalofríos. De ira, de temor, de asco, de rabia. Di media vuelta pensando qué tipo de arma podría usar contra él y me encontré ante la caja de herramientas con un martillo en la mano, sopesando las ventajas de lanzarme sobre aquella forma repugnante con todas las consecuencias. Al fin y al cabo, parecía inofensivo, no le creí capaz de atacar. A no ser que fuera venenoso. Por si acaso, mejor eludir todo contacto directo o indirecto. Guardé de nuevo la herramienta, por precaución, pero también porque me faltaba valor para hacerlo: solo imaginar espachurrada esa viscosidad infecta me producía incontrolables tiritonas ¿Un veneno? ¿Qué podría envenenar a un ser así? ¿Insecticida? ¿Amoníaco? ¿Aspirinas machacadas? Su resistencia era tan evidente que, me temía, cualquier sustancia potencialmente mortal podía convertirle en un bicho más grande, más fuerte, más beligerante. En definitiva, en un auténtico monstruo.
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Jacek Yerka - El placer del dragón (1995)
Pero me estaba comportando como un verdadero ratón, con la colcha levantada hasta la barbilla como si el pobre animal pudiese llegar hasta mi cuarto, subirse a la cama y devorarme. Si lo pensaba bien, no tenía nada que temer. Todavía no era más que una insignificante sabandija de extremos puntiagudos y unos cinco centímetros de largo, que reptaba convulsivamente en los aledaños del inodoro. Pero cuando lo conocí, semanas antes, no medía más que el filo de una uña. No solo había demostrado su capacidad de sobrevivir a cualquiera de mis estratagemas asesinas, además se había robustecido y demostrado una inteligencia fuera de lo común en alguien de sus características.
Sobreponiéndome al asco y los temblores, me levanté y, con los pies embutidos en confortables (y protectoras) zapatillas, entré en el cuarto de baño y encendí la luz. El gusarapo me esperaba frente a la puerta y, aún careciendo de órganos de visión apreciables, parecía mirarme fijamente. Su boca, o lo que fuese, se abría y cerraba espasmódicamente, como si se hubiese puesto a hablar sin voz o tratase de respirar con avidez.
-¿Te estás ahogando? –pregunté, y enseguida caí en la cuenta de que estaba ante una forma de vida tan primitiva que ni siquiera podía comprender sonidos elementales, como hacen, por ejemplo, los perros. Pero antes de abochornarme del todo, de preguntarme si estaría enloqueciendo, Isi se me vino a la cabeza. Era la solución. No tenía más que bajar al jardín.
Lo encontré durmiendo profundamente. ¿Esa es la forma de actuar que tiene un perro guardián en plena noche? Le propiné una patada cariñosa, entreabrió un ojo y lo volvió a cerrar. “Ya sé que eres tú, no tengo de qué preocuparme” parecía darme a entender.
El pez picudo ya no estaba. Lo busqué por todo el cuarto de baño, recorrí el pasillo, encendí la luz del salón, incluso rastreé por debajo de la cama con una linterna de monte. ¿Cómo defenderse de alguien que no da la cara? Ya no me atrevía a cerrar los ojos. Agarré la linterna y salí a dar una vuelta por las apacibles veredas de mi barrio.
Hoy todo está más claro. Mi visitante ha adquirido el tamaño de una anguila –invertebrada y de color acero– y sisea enroscado en el grifo del bidet. Sé que me observa, que intenta hacerse entender. Aún no habla mi idioma pero solo es cuestión de tiempo. Por ahora, he decidido indultarle y espero ansiosamente que vayan pasando los días. Sé que va a desarrollar su inteligencia. Aún no estoy seguro de cuáles son sus intenciones, puede que no tenga nada que temer pero, hasta que podamos comunicarnos, no pienso volver a dormirme.

4 comentarios:

  1. Un relato buenísimo. Cada día escribes mejor. Me ha encantado.

    Te he leído en vilo hasta el final, con una media sonrisa imaginándome en el lugar del cazador, con otra media por la ironía de las mayoría de humanos de temer a seres tan pequeños y lo irracional que resulta temerlos.

    Un cuento de miedo y una metáfora de los miedos que nos habitan y que muchas veces, como el protagonista, dejamos que se enrosquen en algún lugar de nuestro interior y esperamos sin hacer nada a verlos crecer con las esperanza de que no acaben con nosotros.

    Un beso,

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  2. Hola Tesa. Es difícil saber el significado de algo que acabas de escribir, hasta que no transcurre un tiempo y empiezas a verlo como cosa ajena no sabes cómo se ve desde fuera. Quizá te pase también a ti con las fotos.
    Últimamente se me suelen ocurrir dos tipos de personajes: los que me producen empatía y los que considero objeto de burla. El que protagoniza este relato está entre los últimos. Para mí, el relato era sobre todo gracioso, pero si a ti te ha parecido de miedo, mejor que mejor. Desde luego, el bicho representa el peligro y el perro la seguridad, pero ¿no ha sido un poco tonto por no habérselo cargado antes? A veces, la curiosidad es traicionera, aunque lo que contemplamos esté dentro de nosotros.
    Muchas gracias por los elogios y por una interpretación que añade categoría al cuento.

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  3. Muy bueno. Entre Kafka y Repulsión. De hecho, podría ser el guión de una peli del primer Polanski.
    ¡Un saludo!

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  4. Hola Ethan
    Te agradezco las egregias comparaciones, pero nada más lejos. Aunque me inspiré en los dibujos de las baldosas, ese tipo de argumentos está en el aire y tanta influencia cultural nos quita la originalidad de raíz.

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