Tengo que imaginar un
lóbrego túnel cada vez que rememoro aquel dormitorio inmenso. Camas a ambos lados
presididas por otra, enorme, oculta tras un muro de cortinas blancas, la de la
monja encargada de vigilar nuestro sueño. Yo solía aprovechas sus ronquidos,
que escuchaba desde mi cama –la quinta según se entra a la derecha, frente a
los ventanales del fondo–, para arrastrarme como una serpiente aunque más
atemorizada que un ratón, hacia la cama de Carmela, la sobrina mayor de sor
Margarita, nuestra sevillana y septuagenario profesora de español y antigua
novia, o amante –según las malas lenguas– de don José María Pemán, el ínclito
prócer de las letras españolas si nos atenemos al ideario del régimen.
Carmela me hablaba de
su pueblo, tan blanco como si la nieve hubiese cubierto para siempre sus
casitas, o así lo imaginaba yo. Ella no había visto nevar hasta que llegó a
Madrid, y había que verla, boquiabierta, detrás de los cristales del ropero,
siguiendo con la mirada la trayectoria de cada copo, absorta en el manto
inmaculado que cubría por entero el jardín. Aquello no solía durar mucho. En cuanto
notaba que sus susurros comenzaban a cerrarme los ojos, tenía que pellizcarme
las mejillas si quería emprender el viaje de vuelta. Reptaba, una vez más,
sobre las losetas heladas del invierno madrileño, con el vientre helándoseme
bajo los techos abovedados y altísimos, de aquel recinto inclemente, y las
mandíbulas entrechocándose por culpa del pánico.
Luke Fildes - El médico (1891) |
Bajo la lámpara del
comedor –con su pantalla de porcelana verde flanqueada por festones puntiagudos–
el rostro de mi padre, tan pálido que, se diría, pertenecía a un espectro y no
a una persona viva, me sonreía con amor infinito. Elevó la mano como gesto de
despedida y, aunque alargué las mías en inútil intento de retenerle a mi lado,
se levantó rígido como una tabla, y continuó levitando y desplazándose hacia
atrás hasta desparecer filtrándose por los intersticios de alguna fachada
cercana, como el cuerpo glorioso que era, en la negrura de la noche.
Desperté a medianoche,
con toda la cara empapada y los hombros tableteando sobre el colchón debido a
las sacudidas, entre desesperadas y furiosas, de Carmela.
-Perdona, Pili. Gritabas tanto… Pensé que podías despertarla.
-Perdona, Pili. Gritabas tanto… Pensé que podías despertarla.
Contuvimos la
respiración unos segundos, luego nos echamos a reir. Era un alivio escuchar los
silbidos de sor Matilde tan fuertes y regulares como siempre.
Pero aquella misma
mañana, hacia las siete, cuando acabábamos de asearnos para asistir a la misa
diaria, vimos aparecer en la galería, inesperadamente, a sor Isabel, la jefa de
estudios. Tintineaba el rosario en su cintura por el galope de los andares.
Me vi empujada hacia el
vestíbulo, donde nos esperaba la superiora. Bajamos la gran escalinata. Frente
a la verja, el taxista y la hermana portera entretenían la espera con
insustanciales comentarios. Por fin, instaladas ya las tres en los asientos,
sor Catalina se fijó en mí.
-Pili, no te asustes.
Vas a pasar unos días con tu familia. Nos han avisado esta noche de que papá ha
caído en coma, pero no hay que preocuparse, reza mucho a la virgen para que se
ponga bien cuando te vea. ¿De acuerdo?
El hilo de voz con que
asentí no lo escuché ni yo misma.
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