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martes, 20 de septiembre de 2016

Una premonición

Tengo que imaginar un lóbrego túnel cada vez que rememoro aquel dormitorio inmenso. Camas a ambos lados presididas por otra, enorme, oculta tras un muro de cortinas blancas, la de la monja encargada de vigilar nuestro sueño. Yo solía aprovechas sus ronquidos, que escuchaba desde mi cama –la quinta según se entra a la derecha, frente a los ventanales del fondo–, para arrastrarme como una serpiente aunque más atemorizada que un ratón, hacia la cama de Carmela, la sobrina mayor de sor Margarita, nuestra sevillana y septuagenario profesora de español y antigua novia, o amante –según las malas lenguas– de don José María Pemán, el ínclito prócer de las letras españolas si nos atenemos al ideario del régimen.
Carmela me hablaba de su pueblo, tan blanco como si la nieve hubiese cubierto para siempre sus casitas, o así lo imaginaba yo. Ella no había visto nevar hasta que llegó a Madrid, y había que verla, boquiabierta, detrás de los cristales del ropero, siguiendo con la mirada la trayectoria de cada copo, absorta en el manto inmaculado que cubría por entero el jardín. Aquello no solía durar mucho. En cuanto notaba que sus susurros comenzaban a cerrarme los ojos, tenía que pellizcarme las mejillas si quería emprender el viaje de vuelta. Reptaba, una vez más, sobre las losetas heladas del invierno madrileño, con el vientre helándoseme bajo los techos abovedados y altísimos, de aquel recinto inclemente, y las mandíbulas entrechocándose por culpa del pánico.
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Luke Fildes - El médico (1891)
Una noche de febrero me quedé dormida antes de tiempo y no pude visitar a Carmela. Las seis mantas aplastando mi cuerpo adolescente para sustituir la inexistente calefacción fueron, quizá, el motivo de mi pesadilla.
Bajo la lámpara del comedor –con su pantalla de porcelana verde flanqueada por festones puntiagudos– el rostro de mi padre, tan pálido que, se diría, pertenecía a un espectro y no a una persona viva, me sonreía con amor infinito. Elevó la mano como gesto de despedida y, aunque alargué las mías en inútil intento de retenerle a mi lado, se levantó rígido como una tabla, y continuó levitando y desplazándose hacia atrás hasta desparecer filtrándose por los intersticios de alguna fachada cercana, como el cuerpo glorioso que era, en la negrura de la noche.
Desperté a medianoche, con toda la cara empapada y los hombros tableteando sobre el colchón debido a las sacudidas, entre desesperadas y furiosas, de Carmela.
-Perdona, Pili. Gritabas tanto… Pensé que podías despertarla.
Contuvimos la respiración unos segundos, luego nos echamos a reir. Era un alivio escuchar los silbidos de sor Matilde tan fuertes y regulares como siempre.
Pero aquella misma mañana, hacia las siete, cuando acabábamos de asearnos para asistir a la misa diaria, vimos aparecer en la galería, inesperadamente, a sor Isabel, la jefa de estudios. Tintineaba el rosario en su cintura por el galope de los andares.  
Me vi empujada hacia el vestíbulo, donde nos esperaba la superiora. Bajamos la gran escalinata. Frente a la verja, el taxista y la hermana portera entretenían la espera con insustanciales comentarios. Por fin, instaladas ya las tres en los asientos, sor Catalina se fijó en mí.
-Pili, no te asustes. Vas a pasar unos días con tu familia. Nos han avisado esta noche de que papá ha caído en coma, pero no hay que preocuparse, reza mucho a la virgen para que se ponga bien cuando te vea. ¿De acuerdo?
El hilo de voz con que asentí no lo escuché ni yo misma.

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