Parecía humo y
sin embargo era una suave niebla que se había condensado desde el alba
alrededor de troncos y ramas del bosque de Astandy, después de que los pastores
hubiesen apagado sus fogatas allá abajo, en la base de la ladera, un zócalo
rocoso desde el que, en los días más claros, se dominan todos los pueblos del
valle. La hija de la señorita Elena se miraba los zapatos. La señorita Elena
también. Estaban paradas al borde del andén mientras los castaños seguían
erguidos allá arriba. Dolía saber que no se moverían de allí y que ellas no
volverían a escuchar su rumor inconfundible en mucho tiempo, quizá nunca.
El suelo de la
estación se había cubierto de hojas frescas. Se diría que el viento nocturno
había depositado en él, precisamente, las briznas arrancadas de los árboles y
arbustos que coronaban el macizo de Ambra. Las pocas bombillas que seguían
enteras sorprendían con su luz de trecho en trecho sumándose a la amanecida
incipiente. Un bulto con gorra de empleado paseaba con los hombros encogidos. Emboscado
en un rincón, muy cerca de la entrada al vestíbulo, un amasijo de ropa olía a
vino, miseria, y mugre. La señorita
Elena apartó a la niña unos pasos. Los destellos de las vías brincaron un poco
más.
La
señorita Elena, cuando tuvo que excusar su marcha, había dicho que se sentía
perdida en el cerro.
–
¿Perdida? ¿En esa casa tan pequeña? – Replicaron algunos.
Notó un gesto
avinagrado en muchas caras, pero igual daba después de todo. Siempre, eso sí, que
la niña no se diese cuenta. Sólo ella sabía lo poco que había esperado de aquella
gente mientras vivió allí.
Y la mujer que
solía acercarse a la tahona a diario a pedir los mendrugos de pan sobrantes
había enseñado las encías, tan hostil como todos, aunque no entendiese palabra
de lo que se estaba cociendo.
La hija de la
señorita Elena se había vuelto más y más silenciosa a medida que los niños iban
abandonando la aldea.
Pero a veces
cantaba.
O decía:
–
Cuéntame una historia.
La casa de la
señorita Elena era, ciertamente, minúscula, pero por ella habían desfilado los
personajes más variopintos. Tahúres y anacoretas, viudas que habían colgado el
luto antes de estrenarlo, aparecidos, monstruos surgidos de las aguas,
alpinistas, echadoras de cartas, bailarines. Los relatos de la señorita Elena
no parecían muy adecuados, pero la hija vagaba por las palabras de su madre
como por una selva repleta de enigmas. Observando aquella multitud virtual, aún
sin comprender bien sus maniobras, sentía una euforia secreta, intraducible.
–
Mamá, cuéntame una historia.
–
Te hablaré del sitio a dónde vamos. Cuando lleguemos verás ríos de
gente.
–
¿Qué más?
–
Encontrarás tiendas y más tiendas y un arroyo seco en medio por el que
pasan coches en vez de agua. En los escaparates verás los juguetes y los
muebles y los vestidos más lindos del mundo.
–
No sé si me va a gustar.
–
Y aviones que pasan rozándote y tiendas con mostradores que contienen
cientos de libros, más aún, decenas de estantes de los que asoman lomos tersos
mostrando títulos, colores. No podrías leerlo todo ni en diez vidas que
vivieses.
Una vez la señorita Elena, Elenita entonces,
encontró un desconocido merodeando al borde de la barranca, junto a los peñascos donde nace el río. Tenía
la barba espesa y el hambre acuartelada en los huesos. Aunque sabía que la
censurarían, habló con él.
–
¿Quién eres? – le preguntó.
–
Uno que va de pueblo en pueblo. Vendo en un sitio lo que he comprado en
otro.
–
¿Y por qué te escondes?
–
¿Es que no te asustas de verme?
“¿Por qué tendría que asustarme” pensó ella. Era un
hombre alegre, la sonrisa le rebosaba por las comisuras y volaba a su alrededor.
–
Al contrario, mirarte me gusta.
Luego había vuelto casi todos los años en época de
ferias. Una noche, incluso, la sacó a bailar.
–
Sigues sin darme miedo- – dijo ella – ¿Ahora me crees?
Él paró en seco para verla.
–
Me cuesta creer que seas la misma. ¡Si entonces no podías tener más de
ocho años!
–
Catorce tenía, listo. Y ahora tengo ya veinte.
No se le apeaba el gesto incrédulo.
–
Pues frena de una vez, si sigues creciendo así de rápido, pronto
tendrás más años que yo.
–
Ja, ja.
Se llamaba Juan Garrido y tenía talento para
adivinar qué hacía falta y a quién. El comercio era, por tanto, su lugar natural en la tierra. No le hubiera
costado gran cosa ser rico, es más, había estado a un paso de conseguirlo una docena
de veces. A Elena le ofreció la luna y ella la aceptó.
Un mes más tarde, a
finales de octubre, cargaron unos pocos enseres en la destartalada furgoneta
que sustituía al camión de antaño, junto a alfombras rústicas, flautas talladas
en madera, una espuerta llena de quesos de cabra, tarros de miel de colmena y
silbatos fabricados con vidrio. En el quicio de todas las puertas había algún
gesto hosco mirándoles marchar. No les despidió nadie. El padre viudo vio el
cielo abierto, la ocasión que esperaba para casarse había llegado por fin.
Viajaban
constantemente. En poco tiempo Juan logró reunir una pequeña fortuna. Atraer el
dinero a sus bolsillos no le costaba ningún trabajo, fluía hacia él como el
agua por su cauce. Y con la misma facilidad que entraba volvía a salir. Él no
quería nada para sí mismo, era feliz poniendo el mundo a los pies de su mujer.
–
Qué quieres que te compre – solía preguntarle.
Al principio eran joyas, ropa cara, pieles. Era vivir
sin escatimar gastos, alojarse en los mejores hoteles y alquilar modelos de primeras marcas sólo por
divertirse, aunque la furgoneta estuviese más desvencijada que nunca. Para sus
mercancías no precisaba mucho espacio, era ligero lo que transportaba entonces.
Hasta el día que compró aquel libro.
Elena lo hojeó por mero aburrimiento, eran muchas las horas de tedio que pasaba
encerrada en el cuarto más lujoso del hotel esperando a que Juan volviese. Lo
devoró. Desde entonces cada nueva incursión por los pueblos suponía para ella
horas de lectura por delante. Por fin estaba tranquila y él creyó que habían
llegado a un acuerdo, pero al poco tiempo se volvió a quejar.
–
¿Para qué tanto libro si tengo que dejarlos cada vez que me obligas a
mudarme?
–
Pero ¿los lees o no?
–
De cabo a rabo. Por eso me duele que se queden. Es como ir perdiendo
amigos por todos los rincones del mundo y no volver a verlos nunca. ¿Por qué
no abrimos una tienda y nos estamos quietos de una vez?
–
Tienes razón, Elena; es lo que he querido hacer siempre. Aunque aún no
ha llegado el momento. Espera a que ahorre un poco más.
Pero el ahorro no
estaba impreso en su carácter. La mala racha, que les esperaba a la vuelta de
la esquina se llevó lo que tenían dejándoles fundidos a deudas.
Y si la prosperidad
les había animado a traer un hijo al mundo la pobreza repentina les hacía temer
por su suerte. Según Elena, había que olvidar los delirios de grandeza, pedir
un préstamo, poner un bar en su pueblo y sacar al niño adelante. Ahora que
sabía lo que eran los negocios no la iba a arredrar ningún obstáculo.
No hubo más que decir,
vendieron lo que tenían y se pusieron en camino. La pareja se emocionó al
divisar a lo lejos la aldea, el contorno peculiar de cada cima, los rebaños
varados en las rocas, el vaho enganchado a las laderas. El autobús les dejó en
un recodo, se cogieron de la mano y fueron saltando entre los árboles. Con
cuidado, evitando sacudidas para que el vientre de Elena no se bambolease más
de la cuenta. Cuando la pendiente se volvió abrupta, se deslizaron hacia abajo
como dos cachorros llenos de júbilo.
Y entonces, en mitad
de una carcajada, Elena escuchó un golpe seco a su izquierda y vio el cuerpo de
Juan tendido en la broza del bosque. Un chorro negruzco le manaba del cuello.
Fue un tiro perdido,
dijeron. Habían visto cazadores allí cerca. El asunto se enterró. Elena supo al
fin lo que era el odio, palpó la cruel hostilidad de la gente, sin ningún
motivo concreto, porque eran distintos de ellos, porque sí. Decidió abrir una
escuelita y enseñar a leer a quien quisiera, niños o grandes, pero no les dio
el gusto de verla llorar.
La señorita Elena nunca había contado esta historia
a su hija. No le había dicho:
–
Cuando me muera, si tengo los ojos abiertos, querría que él viniese a
cerrármelos.
Pero de haberlo hecho, hubiera añadido:
–
Tú fíjate cuánto amor.
Bajaba de las cumbres el relente. La señorita Elena
tiritó un poco, apretó aún más la mano de la niña pero no se movió de su sitio. Aún faltaba más de media
hora para que llegase el tren.
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