No podía sospechar lo que me había caído encima, para
bien y para mal, todo hay que decirlo. Teníamos una conversación pendiente y a
continuación otras muchas. Aún no sabía ni cómo se llamaba, aunque me importaba
un pito, la verdad, no así la razón que la había llevado hasta el tren. Si el tal
Alphonse había decidido usarla como espía, estábamos perdidas las dos. Aunque a
alguien con esa pinta, desvalida y hambrienta, ni yo le encargaría algo como
eso. Lo que provocaba, en todo caso, eran ganas de invitarla a un bocadillo, arrojarle
unas monedas o una mirada de lástima. Y muy despistada tenía que estar en caso
de que fuese una ladrona; desde luego, si lo que pretendía era robar algo, conmigo
iba lista.
Me volví y allí estaba, enmarcada por el dintel, sin atreverse
a entrar en aquel tugurio asfixiante con olor a pies y a picadura, borroso por
el humo, donde no había ni un solo asiento libre. Pero estábamos delgadas: en el
mío, estrechándonos un poco, podíamos caber las dos. Fue entonces cuando,
detrás de ella, abriéndose paso entre el gentío del pasillo, una avalancha de
risas, colorines, pelos rubios y largas piernas se abalanzó sobre Catalina y se
la llevó por delante como un trofeo. Me apetecía tanto como ametrallarme una
teta, aún así me levanté para ir en su busca porque, y hasta años después no
pude explicármelo, acababa de convertirme en su mentora.
Alguien se la echó a los hombros evitando así que la
arrollasen las decenas de pies que iban y venían buscando espacio donde asentar
las posaderas. Veía la coronilla negra y rizada de Catalina dando tumbos en
zigzag hasta que llegó al compartimentos 26, el penúltimo. En cuanto asomé la
cabeza, me acogió un coro de voces dulcemente desabridas que nosotras
bautizaríamos después como Les blondes.
De hecho, así es como mi compañera se refería al grupo y esa fue la primera
palabra francesa que aprendí.
Ils sont arrivés./
Se tenant par la main,/ l’air émerveillé/ de deux chérubins/ portant le
soleil./ Ils ont demandé/ d’une voix tranquille/ un toit pour s’aimer/ au cour
de la ville,/ et je me rappelle/ qu’ils sont regardé/ d’un air attendri/ la
chambre d’hôtel,/ au papier jauni/ et quand j’ai fermé/ la porte sur eux/ y
avait tant de soleil/ au fond de leurs yeux/ que ça m’a fait mal.
Dos tocaban la guitarra y todas cantaban a grito pelado.
Me extrañó la sonrisa cómplice de Catalina cuando me senté a los pies de las
chicas junto a ella. Resultó que comprendía la letra. “Es una canción
pecaminosa, cuenta la historia de dos amantes que se acuestan juntos y el sol
les castiga dejándolos ciegos.” Todavía no he podido entenderlo, pero después tuve que escuchar la canción cientos de veces hasta
caer en la cuenta de que lo que decía era otra cosa. Claro que en aquel
instante, atónita como estaba yendo de sorpresa en sorpresa, me traía al fresco
lo que podía significar.
-¿Sabes francés?
-Claro, soy de Guinea.
-¿Y dónde está eso?
-En España, creo que cae por el sur.
-¡Ah!
Jamás habíamos visto aquellos pelos tan rubios. Todavía no
aparecían más que en el cine y al cine habíamos ido más bien poco. Catalina
nunca, yo solo a ver producto nacional, que era el que traían a mi pueblo, en
blanco y negro y rebanado por la censura.
-¿Cómo os llamáis? –La que preguntaba era madrileña.
Había otra española, del norte, asturiana o santanderina si no recuerdo mal.
-¿Os gusta la música española?
-A mí sí, el flamenco.
-Nosotras la odiamos, es más chic la chanson française.
-No pensamos volver nunca, allí nos aburrimos como ostras.
-¿Dónde vivís? ¿Conoces la calle Goya, cerca del Retiro?
Allí están mis padres, en París aún no tengo casa fija.
Catalina bajó la cabeza. Dije que no había pisado Madrid,
tampoco había visto el mar.
-Pues no sabéis lo que os perdéis.
Eso sí lo sabíamos. Ser como ellas, rubias, desenvueltas,
elegantes, viajar por placer, reírse con el estómago lleno, haber aprendido a
cantar…
Les acompañábamos como podíamos, yo trataba de imitar a
Catalina, que berreaba más que cantaba: «Quand
on n’a que l’amour/ pour vivre nos promesses/ sans nulle autre richesse/ que
d’y croire toujours./ Quand on n’a que l’amour/ pour
meubler de merveilles/ et couvrir de soleil/ la laideur des faubourgs...»
Nos invitaron a sardinas en lata y, de postre, chocolate
Chobil con galletas María. Todo un festín para ambas. Ellas se reían todo
el rato mirándonos, no sé si por burla o porque les hacíamos gracia. Daba
igual. Aquel era el rato más alegre que había pasado en mucho tiempo. Bebimos
cerveza –tenía que pegar la boca al gollete de la botella de litro para que
pasase aquella masa pastosa–, nos mareamos, intentamos cantar y nos reímos con
ellas como locas. Catalina hablaba por las dos, con tanto desparpajo que
parecía conocerme de siempre, traducía las frases que podía y así descubrí su incalculable
valor como intérprete.
Aunque allí no hacía falta entender el idioma, entre la
niebla cervecera sentía las vibrantes cuerdas de la guitarra y me veía envuelta
en un halo feliz. Como si vivir consistiese en escuchar esos rasgueos y esas
notas, emocionarse entre el humo y las canciones, como si el corazón se pusiese al rojo vivo y el pulso se acelerase con el empuje de las cuerdas
invitándonos a empezar una nueva ronda. Otro trago, un pitillo más, el
penúltimo.
Al despedirse, la más alta me regaló un pañuelo empapado
en perfume. Caminamos hasta el compartimento sorteando rodillas y espaldas; nos
sentamos a duras penas, pues los vecinos se habían repantingado a su gusto, y
dormimos, por fin, la borrachera, entrelazadas una con otra para no ocupar
más que una plaza, la mía, agitadas por nuestras respiraciones, las patadas y
codazos mutuos, y los destellos ocasionales que atravesaban el sueño más
accidentado y lleno de sobresaltos que he vivido nunca hasta que di a luz.
(Continuará)
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