Viajar no siempre es bonito. Se disfruta, claro, pero
solo si te puedes sentar cómodamente en la butaca frontera a la ventanilla y
ver cómo pasan los raíles, la mancha borrosa de los pueblos, picos, riachuelos,
nubes, árboles; solo si puedes permitir que el traqueteo te adormezca porque
sabes que no hay peligro de que el revisor te sorprenda, abofetee, agarre del
pescuezo y arroje a la vía por polizona. No negaré que levantarse del asiento
siempre fue un ejercicio doloroso por el poli-piel que se pegaba a mis muslos,
que la carbonilla y el humo de los andenes solían provocarme lágrimas, pero en
aquel tiempo no sentía nada de eso. No podía verlo, sencillamente. Comparadas con
mis vivencias anteriores, esas molestias debían parecerme insignificantes. Es
ahora, que sé lo que es llevar una vida confortable, cuando me doy cuenta de la miseria que
suponía viajar de aquel modo, rodeada de papeles grasientos con restos de
tortilla de patatas –y envidiando esa tortilla, esa fruta, esas ristras de
embutido que transportaban mis convecinos–, con pollos vivos, conejos y hasta
algún cordero camuflado en un cesto de mimbre, y las inevitables pulgas,
chinches, moscas procedentes de esos bultos. Nada de esto me importaba aquel
día. Me acurruqué mirando a la lejanía (y a mi propio horizonte) de frente, dispuesta
a aceptar cualquier pirueta que el destino tuviera a bien brindarme, presintiendo
que había puesto rumbo a una juventud, la mía, que parecía aguardarme en París.
Un pedazo de carbón tibio, como los que alimentaban el tren o sacaba mi madre del
hogar antes de ponerse al rojo, empezaba a calentarme el pecho.
El futuro, la vida, tenían que ser bellos ahora, pues a mí me temblaban los
párpados y el corazón se me encogía mirando aquellas briznas de algodón rojizo
agitarse sobre el azul de las cordilleras o las motas blancas sobre un tapiz
verdoso que, entornando los párpados, igual podían ser flores en el césped que
ovejas pastando al fondo del paisaje.
Los del diván de enfrente eran tres hombres con boina,
enormes orejas y un indudable aire de familia. ¿Padre, hijo y abuelo? Del
zurrón del más viejo sobresalía una cresta. Roja pero inmóvil. Imaginé ahí
dentro al gallo dormido. Los tres me observaban con fijeza excesiva. Me levanté.
Había una fila enorme delante del cuarto de baño, muchos abandonaban y se iban
al vagón contiguo, se rumoreaba que había una chica escondida allí. Noté un calambre
extraño resbalando por mi espalda. Yo era la chica que se escondía dentro de
los váteres, aquella intrusa no tenía derecho… Lo peor es que presentía algo
raro, el malestar me llegaba hasta las piernas y amenazaba con explotar dentro
como un globo que se pincha. Decidí quedarme el tiempo que hiciera falta y
cuando todos se fueron llamé:
-Hola. ¿Eres una chica? ¿Te puedo ayudar?
Silencio.
-Ya se han ido todos, estoy sola. No te preocupes.
Escuché un crujido, luego una especie de arcada.
-Pero van a volver enseguida. ¿Qué te pasa? ¿Necesitas
algo?
Una voz, como de bebé afónico, dijo:
-¿Quién eres?
-Pues… Me llamo Rosario.
Se produjo un alboroto suave: el grifo chorreante, chasquidos
metálicos, algún golpe en la pared; luego el crujir del cerrojo, un lento avance
de la puerta hacia dentro y el rostro de la mulata enmarcada por la rendija
minúscula.
-¿Tú? ¿Me has seguido?
Di media vuelta (y tropecé con un cordón suelto) para escapar
de una muerte segura. Si la había enviado el tal Alphonse –de cuyo prenom me enteraba entonces–, cumpliría
su encargo sin titubeos. Me preguntaba qué espíritu maligno había conseguido
empujarme hasta esa puerta, recordaba el gesto de odio de la chica, sus dientes
rechinando y reluciendo, las manos aferrándose a mis hombros para arrojarme de aquel
otro tren en marcha. Todo sucedía mucho más rápido de lo que tarda en contarse.
Cuando vi a la gente avanzando por el pasillo y, en milésimas de segundo, sentí
el discreto resbalar del quicio encajándose de nuevo, empecé a comprender que
la otra, atrapada y vulnerable, estaba en mis manos y no al revés.
-Necesito hablar con el revisor, mi amiga…
Pero el hombre ya
venía hacia mí, tan furioso como era de esperar, rezongando y agitando en mis
narices la máquina de picar billetes. Recordé que aún me quedaba dinero, ya más
bien poco, y caí en la cuenta de que aquel podía ser el talismán que limaría resquemores
y, quizá, hasta abriría alguna puerta. La del váter, en este caso. En un momento,
la fiera inventó un cólico inoportuno y yo ¡cómo no! acabé pagando su billete,
el recargo y la multa.
Cuando entré en el compartimento, seguida por cinco pares
de ojos, ya no era la misma, ese intervalo me había convertido en madre sin
comerlo ni beberlo. Y no eran palabras vacías: en lugar de una boca a mi
cargo, la mía, ahora tenía dos.
(Continuará)
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