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sábado, 10 de mayo de 2014

La escultura

Me desperté y no estaba sola. Una forma incierta parecía haber caído como un fardo en el lado izquierdo de mi cama. Con las persianas echadas no podía distinguir sus facciones pero, acostumbrada a las tinieblas, recorrí su borrosa silueta con la vista y al llegar al otro extremo, me asusté. Sus pies, muy juntos, sobresalían más de dos palmos del colchón. ¿Cuánto podía medir aquel hombre? La profundidad de su huella daba idea de su peso, era de suponer que la deformidad se mantendría mucho después de que su dueño se hubiese ido, puede que no desapareciese nunca.
El terror me mantuvo paralizada quién sabe cuánto. Luego, poco a poco, ensayé algún movimiento. Me fui animando al comprobar la profundidad de su letargo. Incluso me animé a rozarle la chaqueta, primero con aprensión, de forma más decidida a medida que pasaban los minutos. Después me decidí a palpar el hombro que tenía más a mano, luego más resueltamente, la barriga y las piernas. Ni un movimiento, ni un respingo, ni siquiera una respiración más profunda. Dormía como una manta. ¿O era yo la que soñaba? Pues, si no recordaba haber dejado entrar a nadie y no había forma de invadir mi territorio, ¿cómo había llegado hasta allí aquel ser humano gigantesco con todo el aspecto de haber sido narcotizado a conciencia?
Aunque había adquirido bastante confianza, aún no me decidía a levantarme. Me representé los cerrojos que, con seguridad, había ajustado a fondo, tres en total. Recordé que la puerta estaba acorazada, que vivía en un décimo piso. Aquello no tenía sentido, y como no encontré ninguna explicación si seguía dando por hecho que estaba despierta, me dormí.
Soñé que, sobrevolaba un volcán en erupción, que tenía el capricho de bañarme en la lava que corría por sus laderas, que me calcé una armadura para aislarme del fuego. El frío metal me heló de arriba abajo y volví a la vida con cabeza de plomo y un zumbido de avispas acribillándome las sienes. Tenía los párpados tan soldados a los ojos que casi chirriaron como bisagras oxidadas. Al abrirlos me encontré en la anterior situación. Mis tripas gruñían, ¿o eran las suyas? Iba siendo hora de comer algo, pero ¿de dónde venía tanto frío? ¿Quién o qué trasmitía ese halo invernal? ¿En aquel punto me di cuenta de que había dormido pegada a él, hombro con hombro, y, a pesar del pavor que me producía el misterioso inquilino o precisamente por su causa, me asaltó un respingo involuntario. A continuación me aparté con mucho tiento pues empezaba a comprender. Cuando alguien está completamente quieto, cuando no hay forma de que despierte, cuando su hielo congela a quién se acerca y su peso es excepcional ¿con quién nos estamos enfrentando? Sí, a mí también se me ocurrió.
Paradójicamente, esa idea me arrebató los últimos escrúpulos. Inclinada sobre su rostro en sombra, lo toqué. Estaba yerto, como las estalactitas de una cueva. Recorrí suavemente con el dedo la línea que iba de la frente a la barbilla y me pareció un perfil como cualquier otro. Si con el tacto era incapaz de leer nada ¿porqué no me decidía a levantarme, encendía la luz y contemplaba de una vez al fulano? Algo me mantenía paralizada, en realidad no tenía ninguna gana de saber qué era aquello con lo que, tarde o temprano, estaría obligada a enfrentarme.
No le veía ningún sentido al asunto. No podía creer que hubiera dormido al lado de una momia. No había forma de que nadie llegase hasta allí, ni grande ni chico, ni vivo ni muerto. Ni el ser más abyectamente bromista del mundo habría encontrado la oportunidad y jamás he creído en espíritus. Me aparté de él todo lo que pude, el frío cada vez era más intenso y su proximidad, ahora que sabía, comenzaba a repugnarme. Noté el filo de la cama demasiado próximo y comprendí que quienquiera que fuese se había –o lo habían– arrojado en el centro mismo del lecho, relegándome al mismo borde, sin importarle que me estrellase contra el suelo al darme la vuelta. Mi cama es bastante alta.
Imaginé que estiraba la mano, que palpaba le mesilla, que me ponía las gafas, que pulsaba las teclas del teléfono. No lo hice. Pensando en ello, me quedé clavada en mi sitio: el resplandor que debía proceder de la ventana no había llegado aún. Imposible que no se colara por los resquicios de las persianas el primer resplandor del amanecer. Y si aún fuese de noche ¿por qué no se arrastraban por la pared de la izquierda las tres o cuatro manchas de luz con las que las farolas iluminaban tenuemente el cuarto? El hueco aparecía completamente ciego, por eso mi compañero resultaba indistinguible.
Mientras tanto, él continuaba inmóvil, hundiendo mi somier, propagando su helada sinrazón, dejándome inerte.
Tras cuatro o cinco horas de obligada inmovilidad, una grúa sacudió brutalmente la pared derecha, la derribó y por poco no arrasa la caseta. Eran los obreros que venían a levantar la estatua del antiguo prócer de la provincia. A él representaba la mole de mármol que descansaba en la colchoneta que la tarde anterior habíamos colocado sobre la mesa de trabajo. No estaba en mi casa como había creído, me había quedado dormida blanqueando su superficie. Aquella ocupación extenuante había concluido en amnesia.
El caudillo había conseguido librarse del resol, de las palomas, de la erosión que le estaba amenazando, ahora, convenientemente aseado, podría aletargarse en el sótano del museo por toda la eternidad; por mi parte, no necesitaba más que siete u ocho horas de descanso, pero aún tenía que llegar hasta mi cuarto, ese donde, hasta un momento antes, creí estar sin acordarme de que aún me faltaba una jornada entera de avión.

2 comentarios:

  1. Un relato buenísimo muy bien escrito, que me ha mantenido en vilo hasta el final.

    Un final ingenioso.

    Menuda pesadilla, mientras iba sintiendo la angustia de la protagonista imaginaba una estatúa de bronce estilo Lenin o Sadam, porque a nuestro caudillo siempre lo he visto a caballo y no decías nada de compartir lecho con un equino.

    Un placer leerte. Un beso

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  2. Tu prodigiosa imaginación siempre va por delante, Tesa. Una estatua ecuestre debajo de la manta hubiese dado mucho juego para intrigar a los lectores, pero no he llegado tan lejos, ya ves.

    Había pensado en un héroe local, o antiguo como el Gran Capitán, o el Cid, iba a dar más pistas pero creo que la ambigüedad queda mejor.

    Besos

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