El día que cumplí cuatro años mis padrinos
me regalaron un triciclo. No era lo habitual, toda mi familia tenía a ese
respecto los prejuicios propios de la época pero, como vivían en otra provincia
y eran bastante despistados, deduzco que no recordaban que su ahijada era niña.
Todavía recuerdo cómo disfrutaba con ese juguete, más que con ningún otro,
creo. Pedaleaba por el larguísimo pasillo –a mis padres jamás se les ocurrió
sacarlo de casa–, me detenía en la puerta de entrada, acto seguido hacía girar
el manillar, volvía a montarme y vuelta al salón. Fue mi padre quien me enseñó
a dar la vuelta para que no tuviese que bajarme del sillín. Me estaba
convirtiendo en una virtuosa del transporte motorizado, aquello no podía
consentirse, así que un buen mal día el maravilloso aparato desapareció para
siempre de mi vida. Se lo habían regalado a mis primos.
Poco después, ocurrió una
tragedia en la familia, un accidente de tráfico. El luto, además de afectar al
color de la ropa introdujo cierta fobia parental hacia los vehículos. Me
hicieron prometer que no conduciría nunca y lo hice de buena gana, pero nunca
me sentí obligada a cumplirlo. Aún así, quedó en mí una sombra invisible que
tomó la forma de fuerte aversión al motor. Juro que lo intenté, incluso llegué
a matricularme dos o tres veces en la autoescuela de mi barrio, pero me inventaba una excusa
tras otra para no tener que examinarme. Creo que el fantasma de aquel triciclo,
que alguien hizo desaparecer por "no ser adecuado para niñas",
se instaló en mi vida como una barrera insuperable durante muchísimo tiempo.
Giorgio di Chirico - El vidente |
Nuestro mundo ha cambiado bastante. Aún
así, la rancia mentalidad de antaño no
ha desaparecido del todo: los prejuicios se resisten a la tan necesaria
extinción aferrándose como garrapatas a la piel de esta sociedad nuestra. Y, lo que es más peligroso, muchas veces se
disfrazan de progresismo para seguir asignándonos a unos y otras los roles de
toda la vida. No hay más que ver lo argumentos que utilizan (o utilizaban)
quienes esperan un cambio de sexo, a saber: que de niños jugaban con muñecas, o
con coches, que se ponían los tacones de su madre o querían ingresar en el
ejército, que si la cocina, que si las labores, que si el camión de bomberos...
Perdonen que les diga, ¿todavía andamos así? Qué está pasando por la cabeza de
esas madres que reclaman una modificación en el registro civil porque a
Antoñito, de seis años, le gusta vestirse de rosa. A mí me parece estupendísimo
que Antoñito se convierta en Antoñita -o en Nuria, o en Elena- en cuanto tenga
edad para decidir, pero quede claro que
los roles no determinan el género. Mi vecina nació pegada a un camión (lo
conduce desde los veintiún años) y es la feliz madre de tres hijos, tan
femenina como cualquiera y a mucha honra.
Tras una larga temporada, para mí lamentable, de argumentar que se había
nacido con el sexo equivocado, parece que empezamos a ver la luz. Ahora se
flexibiliza un poco más, se dramatiza menos y se contemplan posibilidades
intermedias. Estamos inaugurando una era
mucho más tolerante, en la que un cambio de sexo comienza a dejar de ser un
drama para contemplarse con naturalidad. Todavía estamos en el camino, pero
está llegando el día en que cada hijo de vecino expresará sus deseos mucho más
libremente que hasta ahora, eso significa que empezamos a salir de ese
binarismo que lo invadía absolutamente todo. Por fortuna, hoy día se puede ser
del sexo contrario al que cada uno trajo de fábrica, mantener los dos o no
pertenecer a ninguno. Esa amplitud de miras es lo que hacía falta, pero aún
quedan dos manías que tardarán en erradicarse:
- La manía de clasificar a toda
costa. Tanto es así, que si queremos abarcar todas las posibilidades
corremos el riesgo de establecer tantas categorías como personas. Porque, entiéndanlo, cada
individuo es un mundo. Vean una muestra llena de buenas intenciones:
- La manía de mantener los roles
masculino-femenino. Las niñas cosen, los niños clavan clavos, ellas
son pasivas, el refugio del guerrero, ellos aventureros y valientes. No
señores, las habilidades y
caracteres no radican en la testosterona o en la ausencia de ella sino en
haber grabado a fuego en las mentes infantiles cómo hay que hablar y
comportarse, qué gustos nos corresponden, quién puede llorar, quién
debe buscar cariño y quién ejercer dominio sobre el otro.
¿Qué todo eso es cosa del pasado? En
absoluto. Hasta un periódico que presume de veteranía –pero quizá no tanto de
vanguardismo– incluye (no sé desde cuando, pero cuando me enteré casi me da un
síncope) un suplemento especial para lectores de sexo masculino. Como saben, estoy
hablando de El País y de la separata
denominada ICON. Supongo que contiene reportajes serios, de esos que las
mujeres somos incapaces de entender o por los que no estamos interesadas
(nótese la ironía). Reportajes sobre cultura, arte, política, esas cosas. Nada
sobre moda y cotilleos a los que, según parece, nos tienen predestinadas los
estrógenos. Lo peor es que este sesgo
por motivos de género se perpetúa en todos los sectores: en el techo de cristal
que padecemos las mujeres, en la culpabilización sistemática y falta de confianza
en nuestra palabra, en la sexualización o asignación de las tareas domésticas
dentro de publicidad y productos culturales, en la diferencia salarial, en el
acoso, condescendencia o simple desprecio a que nos vemos continuamente
sometidas, en la persistencia de los crímenes ante la indiferencia de la
sociedad en su conjunto…
Sobre el ICON no puedo hablar ya que su
sola existencia me produce urticaria, pero no puedo evitar toparme con El País
en las redes y fue, precisamente, en ese medio donde leí esta sorprendente y esperanzadora noticia:
Pero no cantemos victoria, esto no es más que una excepción en
forma de campaña de marketing. De momento, hablemos del presente. ¿Existe una confabulación
internacional (y atemporal) para que jamás saquemos la cabeza del gueto a
pesar de –o debido a– todo el empeño que hemos puesto en conseguirlo?
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