Todo eso del respeto a los creyentes me
suena a música ratonera -una expresión que no uso desde mi infancia, por
cierto-. Empecemos por definir términos, ¿quiénes son, en realidad, los
conocidos como creyentes? Así, en
general, el término podría referirse a todos, porque todo el mundo cree algo:
que sus hijos son encantadores, que nunca le tocará la lotería, que ha subido
el precio del pan... Aquí, sin embargo, el ámbito significativo se ha
restringido hasta abarcar únicamente a aquellos que tienen una religión o
siguen algún tipo de doctrina de carácter sobrenatural o místico. Es decir, son
creyentes quienes están convencidos de algo que, en principio, la ciencia no ha
confirmado o rechaza. ¿Hay motivo para respetar a personas cuyas creencias no
están demostradas sino más bien todo lo contrario? Efectivamente, hay motivo
para respetar a esas personas, precisamente porque son personas, al margen de
las creencias que tengan. Esto es lo que se especifica en la Declaración de
Derechos Humanos, en la Constitución Española y en cualquier otro manual
legislativo que tenga en cuenta la dignidad
del ser humano, de todos, sin tener en cuenta su raza, sexo, religión etc.
¿He dicho que hay
que respetar a las personas? Pues voy a repetirlo por si acaso no ha quedado
claro: todas las personas merecen un respeto. Todas. Al margen de sus
creencias. En consecuencia, si estas personas no creen en ninguna religión, si
son ateos, agnósticos o mediopensionistas, incluso si creen que Bambi les
visita mientras duermen, hay que respetarlas igual. Porque, insisto una vez
más, son personas. Y sus pensamientos, así como su adscripción a un grupo
determinado, no las convierte en menos dignas. Los ateos en concreto sostienen la
hipótesis más avalada por la ciencia actual, no creo que eso sea motivo para
menospreciarlos. Ni a ellos ni a sus creencias que, en este caso como decimos,
más que creencias son hipótesis contrastadas con la realidad y confirmadas.
Llegados a este
punto, vamos a distinguir entre creencias y creyentes.
Los señores creyentes son seres humanos y, por tanto, respetables. La sagrada
orden de la hamburguesa a mí, permítanme, me da mucha risa. Respeto infinito a
quienes creen en lo que sea, en papa Noel, en las hadas de los cuentos, en que Maradona
es de naturaleza divina, pero tendrán que disculparme si las historias que me
cuentan me hacen gracia. Quienes las inventaron debían tener mucho sentido del
humor y yo soy un ser humano con capacidad de asimilar la vena cómica de las
historias y con todo el derecho a reírme
de lo que me hace gracia. He dicho “de lo que me hace gracia”, con el pronombre
en género neutro, es decir, “de las
cosas que me hacen gracia”, nunca de las personas.
Pero resulta que, igual que no tengo derecho a reírme “de los que no piensan como yo”,
tampoco tengo derecho a denunciarlos, ni a faltarles al respeto, ni a
divulgar sus comentarios si estos defienden sus creencias (ateas) y son, por
tanto, legítimos. Mucho menos a condenarlos o encarcelarlos. Los señores ateos
tienen el mismo derecho a que se respeten sus creencias que los señores
creyentes. Y mofarse de una creencia ataca solo a la creencia, pero calumniar,
divulgar contenido privado, procesar, imputar, condenar ataca directamente a la
persona de carne y hueso. A esa que, según toda la legislación occidental
aprobada en las convenciones internacionales tenemos el deber de respetar. El derecho a que se nos respete como personas es inviolable, aunque no creamos en seres
fantasmales, aunque nos chanceemos de esos seres –no de quienes creen en ellos,
que eso es cosa distinta–. Es cierto que las creencias de los no creyentes son mucho menos divertidas, pero da la casualidad
de que la ciencia les da la razón y eso molesta infinito. Sin embargo, y por
mucho que moleste, hay que recordar que también
los ateos son personas.
Una cosa está clara. Los legisladores
establecieron mecanismos de respeto a los creyentes porque, se suponía, estaban
discriminados en relación con el resto. No invirtamos ahora las tornas y
pensemos que los que no tienen una creencia de carácter sobrenatural merecen
menos respeto. Hay que respetar a todos, creyentes y no creyentes, paisanos y
foráneos, bebés y adultos, mujeres y hombres. A ver si empezamos a poner las
cosas en su sitio y no hacemos demagogia descarada para arrimar el ascua a la
sardina que más nos convenga en cada momento.
Mucho cuidado con no respetar a las personas. Si yo me mofase de una creencia, por mucho que moleste a sus
catecúmenos, estos siempre quedan incólumes, mi burla no les perjudica en
absoluto y, si tienen la piel especialmente fina, peor para ellos. En cambio,
imputar, detener, juzgar, condenar o, simplemente, impedir la libre expresión
de quienes piensan distinto es una persecución en toda regla. Se les expone en
la prensa, se les difama, se pone en tela de juicio su honor, se ataca su
dignidad, se les obliga a temer por su libertad, incluso se les puede privar de
ella. Esto sí es un ataque, eso es no respetar a todos los creyentes. A los que creen que dios no existe, a los que
creen que un dictador actuó de tal forma y tal otra, en una palabra, a los que
no piensan lo mismo que los cerebros dominantes. Atacar la libertad de
expresión significa atacar a la gente. Expresarse libremente es sinónimo de
atacar puras ideas, y son esas las que se pueden atacar, incluso deben
atacarse, para que circule el aire puro, se renueve la ideología y entre el
oxígeno a raudales. Que últimamente huele ya mucho a rancio.
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