Me vi sobrepasado por la situación. Viví la semana
siguiente inmerso en un frenesí poco común, me había impuesto remediar aquel
desastre cuanto antes y eso implicaba actuar con rapidez. La idea de que un ser
humano dependía de mis decisiones para continuar en este mundo me llenaba de
inquietud, pero también de una satisfacción nunca sentida ni sospechada. Si
hasta entonces vivía instalado en el confort de la rutina, en un vegetar
trivial e insignificante por culpa de mi inveterado egoísmo, al fin la
precariedad y yo nos habíamos cruzado y debía recoger el guante sin la menor
vacilación. Ni un solo instante se me ocurrió ignorar el reto que la más feliz
de las casualidades había arrojado a mis pies..
Mi protegida hablaba poco y nunca me llevaba la
contraria. Compramos ropa juntos. Calzado. Un bolso de tela gris y rosada. Nos
reíamos. Le enseñaba palabras y frases. Ella me miraba con sus grandes ojos
miopes que no acababan de fijarse en ningún sitio. Comprendí que en su tierra
no se habían inventado las gafas. Cuando le propuse llevarla a una óptica,
aseguró que disfrutaba más mirándolo todo tal como lo había visto siempre, que así
el mundo parecía un poco más bello. Nunca se explayó de forma espontanea pero contestaba
a todas mis preguntas. Y lo que me contó fue realmente asombroso. Juzga tú
mismo.
Había nacido en un Valle profundísimo, un cañón
verde y sombrío al pie de un círculo de montañas escarpadas. El lugar estaba
plagado de grandes mariposas blancas. Sus habitantes le conocían como el Valle
de las Mariposas y la localidad se llamaba literalmente Astro que en
su lengua significa “crisálida”. La primitiva comunidad colonizó el terreno
allá por el siglo XVIII de nuestra era si los recuerdos de Adelaida no mienten.
Pero los datos que aportaba eran tan vagos que no iban a resultar de utilidad.
En la escuela le explicaron que los siglos comprendían en la actualidad cien
años, igual que los nuestros, pero que en una época anterior habían sido mucho
más cortos. Nunca hasta entonces habían mantenido contacto con el mundo exterior,
carecían de los conocimientos técnicos imprescindibles para horadar montañas y
el hueco que, según creían, habían atravesado sus antecesores fue obstruido por
un derrumbe hace muchísimo mucho tiempo. Por supuesto, ni siquiera conocían los
aviones ni ningún otro medio de transporte mecánico. Pero disponían, al
parecer, de una rudimentaria metalurgia, máquinas de vapor y una industria
incipiente. Astro era una población compuesta por cerca de 7.000 habitantes
censados y contaba con cuerpo de policía, jueces, un único periódico sostenido
con fondos públicos y junta de gobierno local. La gente se movía a caballo, las
mercancías eran cargadas en carretas arrastradas por diversos animales. Poseían
una ganadería floreciente y una fauna variadísima. Practicaban asiduamente la
caza con arco o escopeta.
Aunque todo
esto traza un panorama de autosuficiencia, puedo afirmar que Adelaida estaba
retratando una sociedad marcada por la nostalgia y no caía en la tentación de
ocultárselo.
En la frente llevaba esa señal grabada. Parecía
predestinada a perseguir las huellas de un pasado brumoso, una deuda que ella,
o su pueblo, se veían obligados a pagar. Cuando, sentada bajo la ventana del
comedor, se abrazaba las rodillas y daba rienda suelta a los recuerdos, hilos
de melancolía aleteaban por encima nublando una mirada revestida en sí misma de
sombra. En aquellos lapsos, inclinaba hacia atrás la cabeza y yo me esfumaba
sin ruido.
John Brett - Val d'Aosta (1858) |
En secreto, y tras darle muchas vueltas, decidí consultar
con un viejo compañero de instituto, arqueólogo aficionado en sus ratos libres.
Consumido por la idea de que Adelaida no estuviese en sus cabales, necesitaba
aferrarme a la posibilidad, más que remota, de que existiese un lugar semejante
en algún punto del planeta aún sin explorar. Félix confirmo mis sospechas
asegurando que una historia como aquella tenía que haber sido forjada por la
mente de un desequilibrado, o bien de un novelista. Me resistí a creer una
opinión tan tajante.
Por entonces ya le había conseguido un trabajo. El
charcutero de mi barrio se avino a contratar una indocumentada a cambio de un
sueldo simbólico. “¿Ni siquiera tiene pasaporte?”. Miré a un lado y otro
apretando la mano de Adelaida. Él nos miró como si acabase de entender y solo
dijo: “¡Ah!”.
Ella no dejaba de responder a mis preguntas. Los
habitantes del Valle perdido soñaban con salir de allí. Si en tiempos remotos
el enclave llegó a considerarse un paraíso cuyo aislamiento constituía una
bendición, ya nadie opinaba así. El minúsculo país progresaba, como todos, a
base de inventos, Pero aquellos me parecían de lo más rudimentario, tal como
avalaba el hecho de que ni los cerebros más aventajados encontraban la manera
de rebasar sus escarpadas paredes. Aún no habían conseguido fabricar un
vehículo ni aéreo ni terrestre pero sí máquinas repelentes de polvo, de lavar,
de eliminar malos olores, vagones a raíles que transportaban el material en las
fábricas... Adelaida estaba convencida de que en todos los pueblos vive un
científico loco. El de Astro se llamaba Dome-etccio (yo le conocía como
Demetrio) y soñaba con hacerse inmensamente rico en cuanto su fama hubiese
traspasado aquellas estrechas fronteras que, a él más que a nadie, amenazaban
con oprimirle hasta la asfixia.
El taller de Demetrio me trasladaba a esas
películas de Disney en las que los personajes bailaban entonando una balada,
siempre cogidos de la mano y se desplazaban volando por encima de amplias praderas
semejantes a lechos gigantescos. Inventores que nos introducían en estrechos
paraísos forrados de paneles de madera bruñida, repletos de cajones misteriosos,
hierros oxidados con fabulosas formas, multitud de relojes de todos las clases
y tamaños, y artilugios sorprendentes. Aquellas imágenes con sabor a rancio
ofrecían a los niños de mi edad la certeza de un futuro maravilloso en la que
excéntricos y divertidos personajes, –inventores de chaleco, tirantes y visera–
levantaban la tapa del puchero donde hervía la col tirando de una cadenita que
colgaba del marco de la puerta.
Me interesé por su escritura, solía curiosear sobre
su hombro cuando se sentaba a rellenar cuartillas. Casi siempre cartas dirigidas
a amigos que había dejado en Astro. Pero aquello duraba unos instantes: en
cuanto sospechaba que yo andaba detrás, se revolvía inquieta y, sin mirarme y
evitando darse por aludida, ocultaba las hojas con las palmas abiertas. Usaba
un alfabeto latino con caracteres tan irregulares que se reconocían muy
difícilmente. Igual ocurría con las palabras, tan saturadas de vocales que te
perdías entre ellas como en un bosque espeso. Una extraña e interesante
evolución fonética según el arqueólogo. A petición suya, Adelaida escribió
varias frases. “Este es un poema que compuse hace tiempo, habla de la lluvia
cuando cae en los sembrados”. ¿Me lo regalas” Sus ojos desconfiados se cruzaron
con los míos y fui incapaz de mentirle, pero él lo hizo por los dos. “Si me lo
permites, se lo llevaré a un colega mío que estudia la evolución de los idiomas.
Quizá él pueda ayudarte a encontrar el camino de regreso estudiando los rasgos
de tu escritura”. Entonces su cara se volvió una armadura y su “no” fue tan categórico que no admitía
réplica.
(Continuará)
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