Señor Director. (Rectifico. Me parece una payasada tratarte así. Cierto que se trata de
una ocasión excepcional y que te estoy presentando mi dimisión, pero acabo de
tomar tres vinos contigo en la tasca de Arcadio –ellos me han dado valor para ponerme
delante de la tecla– y ahora nos vamos a separar para siempre después de tanto
tiempo trabajando en lo mismo. Creo que voy a empezar otra vez)
Querido Carlos. (Este es el comienzo adecuado. Si quieres una carta más formal para
enviársela al presidente, no tienes más que pedirla. Isabel, o cualquiera de
las secretarias, la redactará según las fórmulas al uso. Como debe ser)
Perdona que no pueda aguantarme la risa. Te estoy
viendo con el papel en la mano, cada vez más indignado porque, según mi
costumbre, me estoy yendo por las ramas. Sé que estás pensando: “Al grano, Ildefonso, deja de calentarme el
caletre y suelta de una vez lo que tengas que decir.” Para ti es sencillo
porque eres un hombre sensato y de costumbres ordenadas pero a algunos nos
hicieron de otra forma. Tanto en las palabras como en la vida, lo mío es
divagar. Por eso, seguramente, he entrado en este estado de incertidumbre que
me obliga a abandonarlo todo y escapar a cualquier lugar del mundo que no sea
éste. ¿Otra locura de las mías? Es posible. Pero no me juzgues hasta que no
hayas oído mi historia, punto por punto y desde el principio.
¿Recuerdas el día que cerré mi despacho por dentro
y ordené que nadie me molestase? Ya hace un año de aquello. No abrí hasta estar
seguro de que la oficina había quedado completamente vacía. Como todos
sospechasteis, estaba acompañado. Aunque no por el motivo que imaginabais,
efectivamente ocultaba a una mujer. Una visitante muy particular.
Aquella mañana llegué a trabajar antes que nadie.
Todavía era noche cerrada y hacía frío; el invierno se había adelantado y nos
había pillado por sorpresa. Mientras abría la verja, todavía con la llave
escarbando en la cerradura, reparé en un bulto sobre el escalón, informe, casi
invisible, confundido con el color de las sombras. Al empujar la puerta el
bulto se movió, quedó sentado y, antes de que pudiese impedirlo, intento
escurrirse entre mis piernas y entrar a gatas en el vestíbulo. Al principio me
asusté, supuse que me atacaba un delincuente. Pero ella, que me había tomado la
delantera, se irguió a medias delante de mí y pude verla con claridad. Era una
mendiga, joven, demacrada, harapienta, que tiritaba de frío e imploraba un
hueco entre aquellas paredes: “nada más
que un rato, hasta que consiga entrar en calor”. Aunque ésas no fueron sus
palabras, es lo que entendí. Hablaba, con acento áspero una especie de dialecto
primitivo que acompañaba con gestos vehementes. Me apiadé de su aspecto y
permití que subiera al primer piso.
Edgar Degas - Oficina de la lonja del algodón en Nueva Orleans (1873) |
No sé por qué hice aquello. Supongo que me conmovió
su aspecto vulnerable y la consideré totalmente inofensiva. Sé que mi
comportamiento de ese día contradice las normas de la casa, pero no creas que
actué a la ligera. Desde que me enfrenté a sus ojos supe que no traicionaría mi
confianza y puedo asegurar que no lo hizo..
Te preguntarás qué es lo que vi en ellos. Recuerdo
que me parecieron dos charcos de agua turbia. Llevaba incorporada una sombra
que parecía duplicar cada uno de sus rasgos: en particular su boca, parecida a
un gajo de mandarina así como la piel y el pelo, albos, casi transparentes, un
abismo cuajado de secretos.
Sé lo que estás pensando. Si sospechas que me dejé
deslumbrar por su encanto, te equivocas. Aquella mañana no se diferenciaba gran
cosa de un perro callejero con la piel carcomida e infestada de pulgas.
La empujé hasta el archivo anexo a mi despacho.
Hace tiempo que nadie lo usa y está cubierto por un grueso manto de polvo, pero
no pareció importarle. Enseguida se durmió en el suelo, junto al radiador. Fue
entonces cuando pude contemplarla a mis anchas. Llevaba una falda de color lila
que le llegaba hasta los pies. Ninguna de las mujeres que he conocido se cubre
con un tejido tan tosco. Mejor dicho, jamás he visto una tela como esa envolviendo
el cuerpo de nadie ni en ningún otro sitio. Parecía... Sí, parecía ropa de otra
época. De una etapa muy lejana. Diría
incluso que a una distancia de siglos.
Calzaba zapatillas de deporte y se cubría con una
blusa a topos de esas que hicieron furor entre las chicas hace cuatro o cinco
años, abrochada por detrás con botones invisibles. Se notaba que la prenda
había sido linda alguna vez, pero estaba tan sucia y rota que apenas podía
sostenerse. La mugre se acumulaba en los pliegues del tejido, en las uñas, el
pelo, y las mejillas, hundidas más allá de lo soportable a la vista.
Me puse tan nervioso que no pude
dar palo al agua. Constantemente, cedía a mis impulsos y me quedaba en el umbral
de ese cuchitril con estanterías que tan bien conocemos y que, a juzgar por lo
profundo de su sueño, más bien parecía una suite regia. Estaba perplejo,
abrumado por la culpa. Aunque no me parecía saludable, permití que me invadiese
su aroma, dulzón y pegajoso, como si hubiese invadido una colmena de
dimensiones catedralicias.
Obligarme a regresar al despacho
resultó un esfuerzo inútil, no logré concentrarme en todo el día. Por algún
motivo que sólo ahora comprendo, mantuve mi propósito de mantenerla oculta. Ya
se había ido todo el mundo, ella seguía instalada en su letargo y yo velándola,
como un pánfilo, con el cerrojo bien encajado por si las moscas, preguntándome
qué iba a hacer a partir de entonces. En el bolsillo de mi chaqueta seguía casi
entero el bocata de jamón que
había sido incapaz de tragarme, se me ocurrió acercárselo a la nariz y, antes
de que pudiese darme cuenta, lo estaba devorando a mordiscos.
Su nombre sonaba como Aldea-ia-ia.
Decidí llamarla Adelaida.
Tú, Carlos, conoces bien mi piso.
Sabes que no es pequeño. Una vivienda probablemente diseñada para una familia
numerosa que ha servido de casa de acogida para jóvenes poco antes de que yo lo
comprase. Se entra por la cocina y acaba en el retrete. A un lado del largo
pasillo tres dormitorios, al otro dos. Todos con su cama y su armario, sin más
ornamento. Te habrás preguntado por qué nunca se me ha ocurrido cambiar nada.
Soy austero. Vivo solo. Llevo una existencia monacal. ¿Para qué gastar dinero,
en sillones, televisor, cortinas? Tengo lo que necesito y me sobra.
Así que la instalé en mi mejor habitación. Pensé
que era lo mínimo que podía hacer por ella. Por su parte, ni se opuso ni hizo
preguntas. En ese momento no era más que una pobre chica desamparada, y
salvarle la vida me costaba tan poco.
(Continuará)
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