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jueves, 30 de marzo de 2017

La escapada (III) [Relato fantástico]

Como no podía ser de otro modo, me alegré. Empezaba a arrepentirme de haber recurrido a un sabio de pacotilla que, con la excusa de nuestra presunta amistad, pretendía reunir pruebas para ingresar a Adelaida en una institución y, de paso, salvarme a mí de su influjo maléfico.
A veces se acercaba de puntillas y me tapaba los ojos instándome a adivinar. Yo disfrutaba de una intimidad que siempre me pareció paradisíaca. Me gustaba imaginar que sus manos olían a perlas, pues si las perlas tuviesen aroma debería parecerse al suyo: sudor cristalino mezclado con jabón de azahar. (Excúsame, Carlos, por estas sandeces mías. No son más que delirios de solterón sin esperanza).
Cuando se detenía de repente como si se hubiese convertido en estatua, yo revoloteaba a su alrededor procurando parecer invisible.
Me consumía no estar enterado al detalle de unos sucesos que Adelaida conocía a medias. Nunca le preguntó a Demetrio cómo se le ocurrió aquella idea extraordinaria, pero de sobra conocía los motivos. El anuncio del periódico pedía diez personas mayores de edad para realizar un experimento apasionante. Ella se presentó en la dirección indicada a la hora convenida. Había tres hombres esperando. Entraban de uno en uno a un pequeño despacho, como si fuese la consulta del médico y al rato salían como hechizados por alguna  aparición. Ella conocía a Demetrio de vista, como a todos los del pueblo. Era el tipo excéntrico que todas las mañanas desayunaba, sin hablar con nadie, en el bar de la plaza, ajeno a los parroquianos que le tomaban el pelo con chanzas y chirigotas. Cuando le tocó el turno, el sabio le explicó en pocas palabras lo que se esperaba de ella y le rogó que guardase el secreto. Después de un concienzudo estudio del cuerpo de las mariposas, había conseguido aislar los elementos responsables de la facultad de volar y estaba dispuesto a probarlo con aquel grupo de voluntarios. Le estaba proponiendo que se convirtiese en mariposa humana y traspasase aquellas obstinadas fronteras. Una vez al otro lado, ya encontraría la forma de volver y abrir a sus convecinos nuevos horizontes.
Solo aceparon el trato ella y el anciano propietario de un terreno en la zona más alejada del río. Familia y novio se pusieron inmediatamente en contra, pero ella resistió estoicamente, no sirvieron gritos, amenazas ni súplicas. Una vez tomada la decisión, nada ni nadie iba a disuadirla.
Cada tarde al salir del taller de costura, se reunía con el viejo en el arranque del camino que conducía a la casa de Demetrio. Allí pasaban horas dejándose inyectar misteriosos mejunjes y sometiéndose a agotadoras sesiones de gimnasia. Transcurridos cuatro meses y medio, clareando apenas una madrugada de domingo, el mago les condujo a lo alto de una loma en el lado oriental del río y les dio las instrucciones pertinentes. Adelaida cerró los ojos, extendió los brazos en forma de aspa, tomó impulso, respiró hondo y esperó.
No ocurrió nada. Cuando calculó que el prodigio nunca iba a producirse, abrió los ojos y miró a su alrededor. No había nadie. Esperó un rato. Nada. Silencio. Un perro salió de detrás de un matorral y le olisqueó los pies. El río ahora quedaba más lejos, bajo un puente metálico que no había visto nunca. Divisó torres, una cortina de árboles, rocas desnudas y comprendió, alarmada, que nada de aquello estaba allí solo unos minutos antes, cuando había cerrado los ojos. No reconocía aquel paisaje. O habían cambiado el decorado o aquel era un escenario diferente.


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Durante meses vivió al aire libre. Prefería el campo a la ciudad. En cuanto anochecía se acercaba a las casas mendigando un poco de comida. Conversando con vagabundos y deportistas, con pescadores que la invitaban a comer truchas asadas, aprendió a imitar su acento. Se unió a una mujer que caminaba sin rumbo buscando a su niña, perdida cuando según ella no medía más de treinta centímetros. “Dime: ¿Abortaste? ¿Tu hija se fue antes de nacer?” “No sabría decirte. Ahora tiene seis años y sé que me busca.” La acompañaba un obeso y maloliente individuo, tocado con gorra de visera, que parecía ejercer de protector suyo. El hombre, que se apañaba bien robando y no le molestaba compartir, le enseñó toca clase de trucos para evitar a la policía. Kilómetros más adelante, conoció a tres jóvenes nómadas, una chica y dos muchachos, que al principio se burlaron de su forma de hablar. Con ellos aprendió chistes, términos vulgares que no había escuchado nunca y, lo mejor de todo, recordó lo que era la risa. Más tarde, anduvo algún tiempo en compañía de unos vendedores ambulantes, pero en cuanto comprendió que la regla del juego consistía en que ella sirviese de reclamo para colocar la mercancía y ellos se quedasen con las ganancias tuvo que poner tierra por medio. En una minúscula aldea, hizo amistad con dos hermanas que se impusieron la tarea de alimentarla. Metían en una tartera porciones del guiso a medida que su madre lo iba sacando del fuego, lo trasladaban a hurtadillas descolgándose por las peñas hasta plantarse en la orilla del río, con los zurrones colgados de la cintura y la contemplaban fascinadas comer. Era cuestión de tiempo que la autoridad se pusiese sobre aviso y la metiese en la cárcel, así que desapareció una noche, con alevosía, nocturnidad y un gran dolor de corazón.
Su táctica era tan simple como recorrer el curso de los ríos. Las corrientes de agua alimentan la vida y reflejan su flujo constante. No hubiese sido nada fácil sobrevivir en terreno seco.
Todo cambió al llegar el frío. Adelaida no conocía nuestro clima, en su Valle el tiempo permanecía invariable todo el año. Los ríos la empujaban con violencia lo más lejos posible. Tuvo que buscar refugio en las poblaciones, ampararse en los muros de las calles, dar tumbos de un lado a otro, sin un techo bajo el que refugiarse, recibiendo miradas de desconfianza, insultos, palabras feas, alguna denuncia. Más de una noche durmió en la comisaría. La mañana que me obligó a darle cobijo había llegado a tocar fondo y estaba empezando a comprenderlo.
Encargué carne de avestruz en la granja de mis paisanos para comerla con ella en Navidad. De regreso, conduje durante doce horas seguidas para que nos diese tiempo a cocinarla. Adelaida la rellenó de guindas y la embadurnó de licor y cardamomo. Sirvió aquel plato junto a un  sabroso mejunje a base de hierbas machacadas, –cultivadas por ella en  los tiestos del balcón– guindillas y un bastón de canela. Apetecía viajar a Astro, dondequiera que estuviese, solo para gozar de su gastronomía. En cuanto la cocinera se quitó los delantales, se enfundó un vestido color cereza de escote recto y alto por delante que formaba en la espalda un pico afilado. Ella misma se lo había hecho con un retal barato que encontró. Aprendí algunas canciones de su tierra, que cantamos y bailamos hasta el amanecer sin necesidad de ningún instrumento. Segundos antes de encerrarse en su cuarto, anunció que se mudaba al día siguiente.

(Continuará)

martes, 28 de marzo de 2017

La escapada (II) [Relato fantástico]

Me vi sobrepasado por la situación. Viví la semana siguiente inmerso en un frenesí poco común, me había impuesto remediar aquel desastre cuanto antes y eso implicaba actuar con rapidez. La idea de que un ser humano dependía de mis decisiones para continuar en este mundo me llenaba de inquietud, pero también de una satisfacción nunca sentida ni sospechada. Si hasta entonces vivía instalado en el confort de la rutina, en un vegetar trivial e insignificante por culpa de mi inveterado egoísmo, al fin la precariedad y yo nos habíamos cruzado y debía recoger el guante sin la menor vacilación. Ni un solo instante se me ocurrió ignorar el reto que la más feliz de las casualidades había arrojado a mis pies..
Mi protegida hablaba poco y nunca me llevaba la contraria. Compramos ropa juntos. Calzado. Un bolso de tela gris y rosada. Nos reíamos. Le enseñaba palabras y frases. Ella me miraba con sus grandes ojos miopes que no acababan de fijarse en ningún sitio. Comprendí que en su tierra no se habían inventado las gafas. Cuando le propuse llevarla a una óptica, aseguró que disfrutaba más mirándolo todo tal como lo había visto siempre, que así el mundo parecía un poco más bello. Nunca se explayó de forma espontanea pero contestaba a todas mis preguntas. Y lo que me contó fue realmente asombroso. Juzga tú mismo.
Había nacido en un Valle profundísimo, un cañón verde y sombrío al pie de un círculo de montañas escarpadas. El lugar estaba plagado de grandes mariposas blancas. Sus habitantes le conocían como el Valle de las Mariposas y la localidad se llamaba literalmente Astro que en su lengua significa “crisálida”. La primitiva comunidad colonizó el terreno allá por el siglo XVIII de nuestra era si los recuerdos de Adelaida no mienten. Pero los datos que aportaba eran tan vagos que no iban a resultar de utilidad. En la escuela le explicaron que los siglos comprendían en la actualidad cien años, igual que los nuestros, pero que en una época anterior habían sido mucho más cortos. Nunca hasta entonces habían mantenido contacto con el mundo exterior, carecían de los conocimientos técnicos imprescindibles para horadar montañas y el hueco que, según creían, habían atravesado sus antecesores fue obstruido por un derrumbe hace muchísimo mucho tiempo. Por supuesto, ni siquiera conocían los aviones ni ningún otro medio de transporte mecánico. Pero disponían, al parecer, de una rudimentaria metalurgia, máquinas de vapor y una industria incipiente. Astro era una población compuesta por cerca de 7.000 habitantes censados y contaba con cuerpo de policía, jueces, un único periódico sostenido con fondos públicos y junta de gobierno local. La gente se movía a caballo, las mercancías eran cargadas en carretas arrastradas por diversos animales. Poseían una ganadería floreciente y una fauna variadísima. Practicaban asiduamente la caza con arco o escopeta.
 Aunque todo esto traza un panorama de autosuficiencia, puedo afirmar que Adelaida estaba retratando una sociedad marcada por la nostalgia y no caía en la tentación de ocultárselo.
En la frente llevaba esa señal grabada. Parecía predestinada a perseguir las huellas de un pasado brumoso, una deuda que ella, o su pueblo, se veían obligados a pagar. Cuando, sentada bajo la ventana del comedor, se abrazaba las rodillas y daba rienda suelta a los recuerdos, hilos de melancolía aleteaban por encima nublando una mirada revestida en sí misma de sombra. En aquellos lapsos, inclinaba hacia atrás la cabeza y yo me esfumaba sin ruido.
John Brett - Val d'Aosta (1858)
En secreto, y tras darle muchas vueltas, decidí consultar con un viejo compañero de instituto, arqueólogo aficionado en sus ratos libres. Consumido por la idea de que Adelaida no estuviese en sus cabales, necesitaba aferrarme a la posibilidad, más que remota, de que existiese un lugar semejante en algún punto del planeta aún sin explorar. Félix confirmo mis sospechas asegurando que una historia como aquella tenía que haber sido forjada por la mente de un desequilibrado, o bien de un novelista. Me resistí a creer una opinión tan tajante.
Por entonces ya le había conseguido un trabajo. El charcutero de mi barrio se avino a contratar una indocumentada a cambio de un sueldo simbólico. “¿Ni siquiera tiene pasaporte?”. Miré a un lado y otro apretando la mano de Adelaida. Él nos miró como si acabase de entender y solo dijo: “¡Ah!”.
Ella no dejaba de responder a mis preguntas. Los habitantes del Valle perdido soñaban con salir de allí. Si en tiempos remotos el enclave llegó a considerarse un paraíso cuyo aislamiento constituía una bendición, ya nadie opinaba así. El minúsculo país progresaba, como todos, a base de inventos, Pero aquellos me parecían de lo más rudimentario, tal como avalaba el hecho de que ni los cerebros más aventajados encontraban la manera de rebasar sus escarpadas paredes. Aún no habían conseguido fabricar un vehículo ni aéreo ni terrestre pero sí máquinas repelentes de polvo, de lavar, de eliminar malos olores, vagones a raíles que transportaban el material en las fábricas... Adelaida estaba convencida de que en todos los pueblos vive un científico loco. El de Astro se llamaba Dome-etccio (yo le conocía como Demetrio) y soñaba con hacerse inmensamente rico en cuanto su fama hubiese traspasado aquellas estrechas fronteras que, a él más que a nadie, amenazaban con oprimirle hasta la asfixia.
El taller de Demetrio me trasladaba a esas películas de Disney en las que los personajes bailaban entonando una balada, siempre cogidos de la mano y se desplazaban volando por encima de amplias praderas semejantes a lechos gigantescos. Inventores que nos introducían en estrechos paraísos forrados de paneles de madera bruñida, repletos de cajones misteriosos, hierros oxidados con fabulosas formas, multitud de relojes de todos las clases y tamaños, y artilugios sorprendentes. Aquellas imágenes con sabor a rancio ofrecían a los niños de mi edad la certeza de un futuro maravilloso en la que excéntricos y divertidos personajes, –inventores de chaleco, tirantes y visera– levantaban la tapa del puchero donde hervía la col tirando de una cadenita que colgaba del marco de la puerta.
Me interesé por su escritura, solía curiosear sobre su hombro cuando se sentaba a rellenar cuartillas. Casi siempre cartas dirigidas a amigos que había dejado en Astro. Pero aquello duraba unos instantes: en cuanto sospechaba que yo andaba detrás, se revolvía inquieta y, sin mirarme y evitando darse por aludida, ocultaba las hojas con las palmas abiertas. Usaba un alfabeto latino con caracteres tan irregulares que se reconocían muy difícilmente. Igual ocurría con las palabras, tan saturadas de vocales que te perdías entre ellas como en un bosque espeso. Una extraña e interesante evolución fonética según el arqueólogo. A petición suya, Adelaida escribió varias frases. “Este es un poema que compuse hace tiempo, habla de la lluvia cuando cae en los sembrados”. ¿Me lo regalas” Sus ojos desconfiados se cruzaron con los míos y fui incapaz de mentirle, pero él lo hizo por los dos. “Si me lo permites, se lo llevaré a un colega mío que estudia la evolución de los idiomas. Quizá él pueda ayudarte a encontrar el camino de regreso estudiando los rasgos de tu escritura”. Entonces su cara se volvió una armadura y su “no” fue tan categórico que no admitía réplica.

(Continuará)


domingo, 26 de marzo de 2017

La escapada (I) [Relato fantástico]

Señor Director. (Rectifico. Me parece una payasada tratarte así. Cierto que se trata de una ocasión excepcional y que te estoy presentando mi dimisión, pero acabo de tomar tres vinos contigo en la tasca de Arcadio –ellos me han dado valor para ponerme delante de la tecla– y ahora nos vamos a separar para siempre después de tanto tiempo trabajando en lo mismo. Creo que voy a empezar otra vez)
Querido Carlos. (Este es el comienzo adecuado. Si quieres una carta más formal para enviársela al presidente, no tienes más que pedirla. Isabel, o cualquiera de las secretarias, la redactará según las fórmulas al uso. Como debe ser)
Perdona que no pueda aguantarme la risa. Te estoy viendo con el papel en la mano, cada vez más indignado porque, según mi costumbre, me estoy yendo por las ramas. Sé que estás pensando: “Al grano, Ildefonso, deja de calentarme el caletre y suelta de una vez lo que tengas que decir.” Para ti es sencillo porque eres un hombre sensato y de costumbres ordenadas pero a algunos nos hicieron de otra forma. Tanto en las palabras como en la vida, lo mío es divagar. Por eso, seguramente, he entrado en este estado de incertidumbre que me obliga a abandonarlo todo y escapar a cualquier lugar del mundo que no sea éste. ¿Otra locura de las mías? Es posible. Pero no me juzgues hasta que no hayas oído mi historia, punto por punto y desde el principio.
¿Recuerdas el día que cerré mi despacho por dentro y ordené que nadie me molestase? Ya hace un año de aquello. No abrí hasta estar seguro de que la oficina había quedado completamente vacía. Como todos sospechasteis, estaba acompañado. Aunque no por el motivo que imaginabais, efectivamente ocultaba a una mujer. Una visitante muy particular.
Aquella mañana llegué a trabajar antes que nadie. Todavía era noche cerrada y hacía frío; el invierno se había adelantado y nos había pillado por sorpresa. Mientras abría la verja, todavía con la llave escarbando en la cerradura, reparé en un bulto sobre el escalón, informe, casi invisible, confundido con el color de las sombras. Al empujar la puerta el bulto se movió, quedó sentado y, antes de que pudiese impedirlo, intento escurrirse entre mis piernas y entrar a gatas en el vestíbulo. Al principio me asusté, supuse que me atacaba un delincuente. Pero ella, que me había tomado la delantera, se irguió a medias delante de mí y pude verla con claridad. Era una mendiga, joven, demacrada, harapienta, que tiritaba de frío e imploraba un hueco entre aquellas paredes: “nada más que un rato, hasta que consiga entrar en calor”. Aunque ésas no fueron sus palabras, es lo que entendí. Hablaba, con acento áspero una especie de dialecto primitivo que acompañaba con gestos vehementes. Me apiadé de su aspecto y permití que subiera al primer piso.
Edgar Degas - Oficina de la lonja del algodón en Nueva Orleans (1873)
No sé por qué hice aquello. Supongo que me conmovió su aspecto vulnerable y la consideré totalmente inofensiva. Sé que mi comportamiento de ese día contradice las normas de la casa, pero no creas que actué a la ligera. Desde que me enfrenté a sus ojos supe que no traicionaría mi confianza y puedo asegurar que no lo hizo..
Te preguntarás qué es lo que vi en ellos. Recuerdo que me parecieron dos charcos de agua turbia. Llevaba incorporada una sombra que parecía duplicar cada uno de sus rasgos: en particular su boca, parecida a un gajo de mandarina así como la piel y el pelo, albos, casi transparentes, un abismo cuajado de secretos.
Sé lo que estás pensando. Si sospechas que me dejé deslumbrar por su encanto, te equivocas. Aquella mañana no se diferenciaba gran cosa de un perro callejero con la piel carcomida e infestada de pulgas.
La empujé hasta el archivo anexo a mi despacho. Hace tiempo que nadie lo usa y está cubierto por un grueso manto de polvo, pero no pareció importarle. Enseguida se durmió en el suelo, junto al radiador. Fue entonces cuando pude contemplarla a mis anchas. Llevaba una falda de color lila que le llegaba hasta los pies. Ninguna de las mujeres que he conocido se cubre con un tejido tan tosco. Mejor dicho, jamás he visto una tela como esa envolviendo el cuerpo de nadie ni en ningún otro sitio. Parecía... Sí, parecía ropa de otra época. De una etapa muy lejana.  Diría incluso que a una distancia de siglos.
Calzaba zapatillas de deporte y se cubría con una blusa a topos de esas que hicieron furor entre las chicas hace cuatro o cinco años, abrochada por detrás con botones invisibles. Se notaba que la prenda había sido linda alguna vez, pero estaba tan sucia y rota que apenas podía sostenerse. La mugre se acumulaba en los pliegues del tejido, en las uñas, el pelo, y las mejillas, hundidas más allá de lo soportable a la vista.
Me puse tan nervioso que no pude dar palo al agua. Constantemente, cedía a mis impulsos y me quedaba en el umbral de ese cuchitril con estanterías que tan bien conocemos y que, a juzgar por lo profundo de su sueño, más bien parecía una suite regia. Estaba perplejo, abrumado por la culpa. Aunque no me parecía saludable, permití que me invadiese su aroma, dulzón y pegajoso, como si hubiese invadido una colmena de dimensiones catedralicias.
Obligarme a regresar al despacho resultó un esfuerzo inútil, no logré concentrarme en todo el día. Por algún motivo que sólo ahora comprendo, mantuve mi propósito de mantenerla oculta. Ya se había ido todo el mundo, ella seguía instalada en su letargo y yo velándola, como un pánfilo, con el cerrojo bien encajado por si las moscas, preguntándome qué iba a hacer a partir de entonces. En el bolsillo de mi chaqueta seguía casi entero el bocata de jamón que había sido incapaz de tragarme, se me ocurrió acercárselo a la nariz y, antes de que pudiese darme cuenta, lo estaba devorando a mordiscos.
Su nombre sonaba como Aldea-ia-ia. Decidí llamarla Adelaida.
Tú, Carlos, conoces bien mi piso. Sabes que no es pequeño. Una vivienda probablemente diseñada para una familia numerosa que ha servido de casa de acogida para jóvenes poco antes de que yo lo comprase. Se entra por la cocina y acaba en el retrete. A un lado del largo pasillo tres dormitorios, al otro dos. Todos con su cama y su armario, sin más ornamento. Te habrás preguntado por qué nunca se me ha ocurrido cambiar nada. Soy austero. Vivo solo. Llevo una existencia monacal. ¿Para qué gastar dinero, en sillones, televisor, cortinas? Tengo lo que necesito y me sobra.
Así que la instalé en mi mejor habitación. Pensé que era lo mínimo que podía hacer por ella. Por su parte, ni se opuso ni hizo preguntas. En ese momento no era más que una pobre chica desamparada, y salvarle la vida me costaba tan poco.
(Continuará)

viernes, 24 de marzo de 2017

La Baronesa (XII)

Si te han arrebatado tres hijos sin darte tiempo a conocerlos, sin que sepas si están muertos o han desaparecido, sin que te den nunca ni una sola pista, por fuerza te tienes que sentir justificada para enredar un poco. Propagar bulos te proporciona un poder inimaginable y, casi mejor, te divierte tanto que llegas a olvidar tus tragedias. Solo hasta la noche, es verdad. En cuanto estás sola y a oscuras te agarran por el cuello y mientras la asfixia hace que se te salten las lágrimas, esperas que te lleven de una vez al otro barrio. Pero nunca acaban de matarte y, finalmente, tienes que hacerlo tú, aunque sea provisionalmente, cayendo en el sopor total de la forma más sencilla que sabes.
Veo frente a mí grúas, edificios amarillentos, nubes que los ocultan a medias y se propagan según avanza la tarde. O humareda o niebla o vapor que emborrona el aire o un velo que me tapa la visión y que, empiezo a sospechar, está en mis ojos. No soy yo quien lo ha puesto ahí, preferiría verlo todo tan claro como la aguamarina que me regaló Daniel en nuestro primer aniversario y que aún no me he quitado del cuello. Ni lo haré nunca: la exhibo, la toco, la paseo; es la pureza misma, oscura, transparente, dura y azul como mi propia alma. Tan frágil como ella.
La aguamarina. Un espíritu bueno que me acompaña y protege, no el único. Cuento también con mis talismanes secretos. Y con el tarot, los frascos, la botella, las milagrosas sustancias, un Basquiat del que no me desharé aunque me muera de hambre y, vibrando en el espacio, Warren Zevon que me susurra su maravillosa Turbulence. Son mis deidades protectoras y nunca podrán arrebatármelas.
También tú me protegiste, Rosario. Me salvaste de las garras de Alphonse ayudándome a querer huir de la banda en lugar de despreciarme por tratar de empujarte a las vías. En cambio yo te traicioné en cuanto pude, te sustituí por el primero que me miró fijamente. Lo mismo que hice con Daniel. Forma parte de mi trayectoria vital.
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Bruno se acercó a mí en la estación, me acarició el pelo, me envolvió en su gabardina al ver que tiritaba de frío y yo le seguí sin rechistar. Era amable y distante. Vivimos juntos casi cinco años y, en aquella época, no creí que pudiese quejarme de nada. Tenía un hijo dos años más joven que yo, de cuya madre no se hablaba nunca, y desde el principio me permitió jugar con él. A veces, hasta me explicaba lo que aprendía en el colegio. Con el tiempo aprendí a cocinar, a dirigir a las cocineras y al resto de los empleados, a vestir como es debido, a comportarme en las fiestas, a disfrutar de los conciertos, a amar el teatro, a mantener conversaciones con gente instruida. Tenía a mi disposición una hermosa biblioteca donde documentarme sobre literatura, arte, historia y música. Aprendí mucho gracias a los consejos del padre, aunque el lenguaje del hijo empezó a parecerme más digerible.
El lenguaje, los besos, las caricias. Antes de darme cuenta estaba compartiendo cama con los dos. Tristan y yo nos veíamos a escondidas, pero estuvo a punto de descubrirlo todo por culpa de sus celos insensatos.
Me hubiese enamorado de no haber sido por ellos, pero eran incontrolables y estallaban a todas horas. Se volvió irascible y maleducado, insultaba a su padre, provocaba peleas con cualquier excusa, se levantaba de la mesa, daba portazos, rompía objetos. Tanta brutalidad me obligó a rechazar las exigencias de Bruno. Durante todo un verano impedí que se acercase a mi cama. Se lo dije a Tristan pero no me creyó.
Por eso, el dueño de la casa nunca dudó de que no tenía nada que ver con mi embarazo. Acababa de cumplir los veintiuno, la mayoría de edad de entonces. Me quiso echar de su casa hasta que le confesé quien era el padre. Entonces me obligó a casarme con él. 

(Continuará)

miércoles, 22 de marzo de 2017

La Baronesa (XI)

Me matarías, Rosario, si supieses que fui yo la que acompañó a John a Thailandia en calidad de consejera y cómplice. No sé si servirá de algo, has de saber que le siguen atrayendo las mujeres, pero no, nunca he sido su amante si es lo que estás pensando. No es que se privase de insinuarme que estaba dispuesto cada vez que se le presentaba la ocasión, pero me gustan más varoniles y, por encima de todo, está la lealtad. El hecho de que, cada cual por su lado, nos hayamos desconectado de ti, no es excusa para traicionarte.
Me chiflan los folletines, Rosario. El hombre que me embaucó el día que decidí abandonarte me surtía de fotonovelas y de novelitas románticas compradas en quioscos de prensa. Yo misma, en cuanto me veía sola en la casa, me atiborraba de seriales radiofónicos. Por eso nunca podría llevarme mal con la prensa. Les comprendo tan bien. Si la vida me hubiese permitido trabajar en le papier couché,  traería y llevaría toda clase de chismes, fisgaría en las mansiones y los antros, airearía los trapos sucios de todos, propagaría bulos por acá y por allá, sería la correveidile perfecta. Tiemblo de emoción cuando imagino la posibilidad de elevar y destruir solo con el poder de la palabra. Nunca he entendido a los que defienden la prudencia o la discreción, son tan aburridas como beber agua cuando se tiene vino a mano. Quizá ese sea el motivo de que, al poco de conocernos, Daniel me prohibiese conceder entrevistas.
Visitamos hoy el hogar de los Legard, Madame Legard, ataviada con traje estampado en tonos salmón y reineta…”
Nada. Ni siquiera después del divorcio. Tuve que firmar una cláusula renunciando a hablar de mi vida matrimonial para poder cobrar la pensión. Habría preferido seguir casada, tenía olfato para comprar arte y, cuando despedimos a los asesores tras haberme enseñado todo lo que sabían, hice ganar mucho dinero a Daniel. La verdad es que soy una yonqui de los lienzos –sí, ni siquiera ellos acaban de saciarme – compro, compro y, por mí, no vendería nada nunca. Puede que sea porque odio el dinero: en cuanto me acerco a una cuenta corriente saneada, me empeño en vaciarla lo antes posible.
Solo por el arte y la verdad merece la pena vivir: la verdad es un arte y la muerte una forma de resignarse a su pérdida. Pero decir la verdad puede ser, en ocasiones, una forma de suicidio.
Aquella aventura no la emprendimos John y yo solos, nos acompañó Serafín Vergara, tu primo venezolano tan adulador como atractivo, que tu ex nos presentó a Daniel y a mí al poco de iniciar nuestra amistad. Por entonces todavía vivíamos juntos, no me abandonó por mi drogadicción ni por mi obesidad mórbida, ni siquiera por mi alcoholismo. Lo que le impulsó a dar el portazo definitivo fue la aventura tailandesa que mantuvimos Serafín y yo con la complicidad de tu británico de apellido español, ese que, por motivos de fuerza mayor, estaba a punto de pedir el divorcio.
Archivo:Hilda Fearon-La fiesta del té.jpg
Hilda Fearon - La fiesta del té (1916)
Acudimos a mister Carranza gracias a la recomendación de las Jennys, las Melissas y demás aspirantes a actrices que invadían nuestro despacho a diario. Por sus representantes, más que por ellas, supimos que era él quien sonaba en los círculos selectos como el mejor detective internacional, que muchos le hubiesen contratado de haber podido permitírselo, simplemente para fardar, aunque no tuviesen que buscar ni un alfiler, y menos aún a varios hijos desperdigados en algún rincón del mundo.
A la vuelta, los dos siguieron tratando a Daniel como si nada. Nadie habría podido sacarles ni una palabra. De haber sido preciso, se hubiesen dejado cortar la lengua. Fui yo, con mi reconocida incontinencia verbal, la que le confesó todo a los pocos días de regresar, solo porque seguía enfadado conmigo por culpa del viaje y me volvió la espalda la mañana de un 12 de enero. Una de las más depresivas y resacosas de mi vida, y juro que ha habido unas cuantas. Otros celebran los cumpleaños de sus hijos y yo me angustio cada día más. Mientras esos días continúen en el calendario, siento que me desuellan viva, me quedo mirando al ventanal –mi tentación constante y el mejor bálsamo para los nervios– y solo pienso en morirme.
Para ser un poco más feliz tendría que haber reunido la mitad de tu coraje y aún así me faltaría esa frialdad que tanto te reprochan. Suerte que tienes. Estoy segura que, de haber tenido ese carácter tuyo, aún seguiría entera, no me habría desintegrado como un balón que flota por el cosmos.

lunes, 20 de marzo de 2017

Comanchería [Hell or High Water] (2016)

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Adelanto que me gustó esta película pero, aparte de esto, ¿no les parece a ustedes que el cine de hoy anda algo perdido, que no arriesga y, por tanto, contenta a los espectadores, más o menos, sin llegar nunca a emocionarlos? ¿No les parece que el cine –denominado de autor para entendernos –se debate entre los esquemas de género (musical, western o el que sea) y los planteamientos éticos buscando un camino que no encuentra porque está demasiado ocupado en triunfar y no se pregunta a sí mismo qué es lo que le sale de las tripas?
Porque utilizar las tripas –es decir, la emoción del cineasta – es bastante más arriesgado que ir a lo fácil, pero también son las mejores consejeras, las únicas que conseguirán sacarnos del atolladero dando a luz productos novedosos, que nos sitúen en el aquí y ahora, que nos sorprendan y conmuevan de verdad, que hagan avanzar, una vez más, la historia del cine como lo hicieron las grandes figuras de todas las épocas. Más honestidad –con lo que conlleva de aventura, de necesidad de salvar escollos– y menos caminos trillados es lo que hace falta para que vuelva a despegar el que hasta ahora era el Séptimo Arte y que cada día que pasa se vuelve menos artístico.
Podría explicarlo así: dos hermanos llevan a cabo una serie de atracos a bancos con gran ingenio y arrojo mientras la policía les pisa los talones. Pero también de esta otra forma: una familia se ve abocada a la ruina y uno de sus miembros idea una estratagema para conseguir rápidamente el dinero que restablecerá su estatus y les librará de sobresaltos económicos. No añadiré mucho más, mejor sorpréndase.
Resultado de imagen de comancheriaComanchería pone en marcha un engranaje perfecto, unos personajes atractivos y creíbles –el dúo de hermanos con sus respectivos caracteres y su oponente: el policía veterano, tan justo que ni siquiera peca de exceso de celo–, un thriller con reminiscencias del western y el road movie, con todos los ingredientes que añaden interés a un relato: aventura, delincuencia, confrontación de caracteres, persecuciones, planteamientos éticos extraídos de la actualidad, drama, camaradería, suspense, violencia soterrada, personalidades fuertes, atractivas, polémicas y hasta cierta sorpresa final–. No se puede pedir más. O sí. Quizá necesitemos adelantar un paso o dos, toparnos con algo que no hayamos visto hasta ahora, que dejen de presentarnos el regalo perfecto encerrado en el perfecto envoltorio si envoltorio y regalo son los mismos una y otra vez, eso sí, ligeramente camuflados para dar el pego a primera vista.
Y si eso ocurre con una de las indiscutibles mejores películas del año, ¿qué podemos decir de las demás?


·         Director: David Mackenzie
·         Reparto: Jeff Bridges, Chris Pine, Ben Foster, Gil Birmingham, Katy Mixon, Dale Dickey, Kevin Rankin, Melanie Papalia, Lora Martinez Cunningham, Amber Midthunder, Dylan Kenin, Alma Sisneros, Martin Palmer, Danny Winn, Crystal Gonzales, Terry Dale Parks, Debrianna Mansini, John-Paul Howard
·         Guion: Taylor Sheridan
·         Música: Nick Cave, Warren Ellis
·         Fotografía: Giles Nuttgens
·         País: Estados Unidos
·         Duración: 102 minutos
·         Género: Drama