Entre Catalina y yo se estableció una
asimetría involuntaria. La llevé pegada a mis talones cuando nos acercábamos al
taller de costura, un sótano que limitaba con el aparcamiento de la plaza. La
prueba consistió en tomar medidas a la figurante que hacía las veces de clienta,
inquieta ya antes de pasar al probador, manifiestamente alterada cuando la tuvo
a menos de dos pasos y quejándose repetidamente de sentir el frío de sus palmas
desde que aproximó a su piel la cinta métrica. No me tragué el cuento del
manoseo y me presté a hacerlo en su lugar. Me ofrecieron el puesto, como no
podía ser de otro modo, pero mi iniciativa solo había sido una pose. Estábamos
seguras de que Henriette se negaría firmemente a que ella se ocupase de los
niños.
Convertirme en la criada de la criada (nuestra
patrona trabajaba de pinche en una de las desvencijadas taberna del barrio) con
Catalina a mi cargo ante la imposibilidad de encontrar un trabajo para ella, no
fue sencillo pero me ayudó a madurar rápidamente.
Cuando el quinto embarazo empezó a
hacerse evidente conocimos a una Henriette nueva. Se sobresaltaba al menor
ruido, nos despertaba ululando como una sirena y una tarde, mientras los chavales
merendaban en el descampado dando patadas a un viejo neumático, descubrí que
era epiléptica. Su compañero de entonces no solía servir de mucha ayuda, al
contrario, disfrutaba avivando el fuego con sus berridos de borracho, pero
aquel día me ayudó a estabilizarla aconsejando pacientemente sobre cada uno de
los pasos a seguir. En cuanto conseguimos calmarla y acostarla, bajó a la calle
y la emprendió a pedradas con los cristales de las farolas. Los vecinos se
arremolinaron en los alfeizares. Antes de que se plantase allí la policía,
había que salir por pies.
Joaquín Sorolla - La otra Margarita (1892) |
Me di de bruces con Catalina que volvía
cabizbaja de llevar el pan a los niños. En lugar de explicarle nada, le arrojé
uno de los hatos de ropa y tiré de ella con todas mis fuerzas hasta que se
convenció de que tenía que seguirme.
El último tren acababa de salir. Si
dormíamos bajo techo, no nos quedaría gran cosa para viajar al día siguiente.
En el andén había un tipo que no nos quitaba ojo, Catalina se acercó a él. Vi
como la apretujaba con sus manazas y me negué a seguir vigilando. Estaba harta
de hacer de ángel de la guarda. Ella sabrá donde se mete, no es la primera vez
que lo hace pensé, además, ya es mayorcita, cumplió los dieciseis hace mucho tiempo.
A lo largo de esos meses, me imaginaba
sacudiéndome el polvo de los zapatos minutos antes de abandonar París, una
ciudad, por lo demás, tan hostil como todas con aquellos que no tienen suerte.
Pero ni siquiera pude darme un gusto tan sencillo. Cuando salí, aterida, de la
cabina donde me había acurrucado para dormir un par de horas, la nieve mediría más
de dos palmos. Me acerqué a la taquilla contando las monedas. Odiaba con todas
mis fuerzas aquella imponente blancura, toda la belleza de aquel amanecer
nevado me estaba marchitando por dentro, más llevadero hubiese sido arrastrar
mi precariedad –física, mental, económica – por los aledaños de lo feo, rebozarme
en detritus, barrizales, escombros, muros desconchados, basura.
A Catalina no volví a verla hasta muchos
años después.
(PUEDES LEER EL RESTO DE LOS EPISODIOS DE LA BARONESA, AQUÍ)
(Continuará)
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