PRIMER ACTO
“Los mayores progresos de la humanidad se han obtenido a
golpe de talonario. Nada es ajeno a la economía, hasta la propagación de la
especie se consigue dotando al sexo débil de regalías materiales para que se
avenga a reproducirse.”
-Frase polémica donde
las haya, y la firma un tal Bledo. ¿Qué significa “bledo”? Objeto insignificante,
¿no? Algo que no importa nada en absoluto, nunca lo he oído en otro contexto. Eso
da a entender que solo quiere polemizar, que no nada es sincero y…
-O sincera.
-¿Cómo? ¿Supones que
algo así se le puede haber pasado por la cabeza a alguien del sexo femenino?
-A estas alturas,
Angélica, me puedo creer cualquier cosa.
-Ya salió el pedante.
Que me lleves ocho años no significa que…
-Admito que es más que
probable que lo haya escrito un hombre, lo que quiero decir es que no hay que
descartar nada.
Era un buen arranque para
lo que, según proyectaban, sería un magnífico trabajo de campo
-¿Le harías una entrevista?
-¿Y que conseguiría con
eso? Creo que, en este caso, la más indicada eres tú.
-A ver… “Bledo”. Aquí
está. ¡Anda! Si es una planta, mira.
-“De tallos rastreros”. Algo rastrero sí parece el tío.
-Dijiste que era una
tía.
-Para nada. Lo que dije
es...
SEGUNDO ACTO
Angélica y Julio, que
además de ser pareja trabajaban en el mismo periódico, habían pasado semanas
buscando un tesoro oculto para utilizarlo en una investigación sociológica. Convencidos
de que derribarían tópicos con su genial idea, habían llegado a planear, solo
en el caso de que el reportaje llegase a tener éxito, publicarlo por extenso en
forma de libro. Pero ninguno de los foros consultados (sociológicos, políticos,
de género, BDSM, LGTB etc.), había producido una perla lo suficientemente
polémica. Por eso ahora, tras dejarse las pestañas delante de la pantalla
durante horas, echaban espuma por la boca de puro deleite. Él
exhibía su trofeo, encontrado en un oscuro rincón dedicado a movimientos
artísticos recientes, con el mismo orgullo que si hubiese ganado un óscar.
Ella consiguió, por fin,
arrastrar al susodicho a un privado donde
habían podido hablar a solas de asuntos más o menos personales. Naturalmente,
le había dado un nombre supuesto, ocultaba profesión y estado civil y se había
visto obligada a iniciar un discreto coqueteo. Por su parte, el tal Bledo
seguía en sus trece, aferrándose a aquel absurdo apelativo y no facilitando
ninguna pista sobre su verdadera identidad. Pero intercambiaron teléfonos y
llegaron a hablar cinco minutos. Definitivamente, era varón.
Lo reconoció entre
montones de viandantes porque, entre todos ellos, parecía el único digno de
lástima: a unos diez metros del célebre Monumento
a las Musas, se había encasquillado en la aglomeración de una parada de
taxis sufriendo estoicamente los empujones de unos y otros sin lograr avanzar
un solo paso.
Le llamó.
-Te estoy viendo. Te espero
delante de la estatua. Esa acera está imposible, no pretenderás que me acerque.
-No sé qué estatua
dices.
¿El monumento más
aclamado de la localidad y no era capaz de dar con él? ¿De verdad era un
experto en arte aquel hombre? Recordó las palabras de Julio: “No te fíes un
pelo de él, hazme caso, que tú eres muy confiada.”
-La estatua a las Musas,
Bledo. Conocidísima. Además, la tienes al lado, menos mal que no es un tigre.
-¿Ya me has reconocido? ¿Tan
pronto? ¿Qué quieres decir con lo del tigre?
TERCER ACTO
Tras comprobar que todo
un doctor en Historia del Arte era incapaz de reconocer los edificios más
señeros del centro histórico, Angélica se había dejado conducir a las tascas
más cochambrosas que haber puede. Había que reconocer que, de garitos, el
fulano entendía, ¡vaya que sí!
Acabaron sentados en un
mesón que preparaba unas raciones estupendas.
-Te recomiendo la de
ensaladilla. Muy buena. Podemos compartir, si quieres.
Julio, ella, los
compañeros, también eran asiduos de aquel sitio, el único recomendable de todos
los que habían visitado
-No sé. A mí, lo que me
gusta de aquí es la tosta de morcilla con manzana.
A Bledo le quedaban solo
unas greñas que se había teñido de rubio, tenía ojos saltones y muchas venitas
coloradas transparentándose en sus mejillas. Se preguntó cuántos chatos de vino habrían caído ese día aparte de
los que habían tomado juntos.
Modigliani - Jacques and Berthe Lipchitz |
CUARTO ACTO
Decidió pasar al ataque.
Si no preguntaba cuanto antes por el significado de la frase de marras, corría
el riesgo de resbalar entre una voz cada vez más estropajosa y un estado mental
mucho menos claro de lo que el otro intentaba aparentar. O lo que es lo mismo,
como no espabilase no iba a sacar nada en limpio de aquello.
Su teléfono vibró, Julio
le mandaba un mensaje preguntando si todo iba bien.
-Ok, ok.
Un momento poco oportuno
para interrupciones. No había tiempo que perder, se daba cuenta.
-Sobre lo que comentabas
en aquel foro…
-¿En el foro dices?
-Sí. Escribiste que
absolutamente todos nuestros actos tienen un fundamento económico y que
nosotras…
-Para, chica. ¿Te vas a
poner filosófica ahora? ¡Venga ya! ¿No ves que no es el momento?
-Ya. ¿Y quién decide
cuándo es el momento para algo? ¿Tú, yo, el camarero, los clientes, el
limpiabotas, la mujer de los servicios?
Él masticaba ávidamente.
Cuando acabó con la ensaladilla, la emprendió con la tosta, no paró hasta dejar
el plato reluciente. Angélica casi se había resignado, si buscaba teorías
demenciales iba a tener que inventárselas. Empezaba a plantearse si no sería
buena idea acordar una retribución, aunque fuese simbólica. ¿Cuánto podría
cobrar un individuo como ese por manifestar sus pensamientos más peregrinos? Sería
cuestión de planteárselo, por lo que llevaba visto no le parecía que fuese a
pedir un dineral.
-Ahora vengo– dijo.
Y se encaminó hacia la
puerta.
Angélica creía no haber
visto nunca un WC en aquella dirección. Habría jurado que en todo el local solo
tenían dos, uno en el lado opuesto y otro en la planta de arriba.
QUINTO ACTO
A los tres minutos, cuando
la sospecha de que el fulano la había dejado plantada comenzaba a convertirse
en certeza, sonó el teléfono.
-Hola. Soy yo. Bledo.
-Lo sé. Dime.
-Mira... Es que he visto
a mi ex, ¿sabes? Y me resulta muy violento volver a la mesa, no me gustaría
tropezármela. En la puerta te espero. Haz el favor de pagar lo que hemos tomado
y ahora mismo te lo doy ¿De acuerdo? Oye… y recoge el chubasquero que he dejado
en la percha.
¿Todo tiene un
fundamento económico? ¿Quedas con una contertulia de la red solo para que te
invite a cenar? Bah! Angélica, aparta telarañas mentales, seguro que el pobre
hombre te espera como un clavo a la salida.
Pero no estaba allí, ni
en ningún otro lugar de la terraza, ni fuera, en la calle, ni en los alrededores
del bar.
Se había hecho de noche.
Ahora sí que tenía mala pinta aquello. Comenzó a alejarse rápidamente, casi
corriendo entró en una calle lateral sin dejar de mirar a su espalda. De repente
se fijó en que llevaba una parka en la mano, la más barata del mercado pero completamente
nueva, y casi le da un patatús. Mientras buscaba una papelera, palpó a
conciencia por todos los lados. Solo un paraguas, también recién comprado por
cuatro perras, en el bolsillo derecho. Ninguna cartera, afortunadamente. Nada
personal.
El teléfono vibraba en
su bolsillo. Ojalá fuese Julio, se dijo, pero no iba a tener esa suerte. El tal
Bledo dejó sonar el timbre hasta que se cortó solo, envió un mensaje: “Palmira,
¿por qué no sales? te estoy esperando”, luego volvió a telefonear.
Pero ella ya no era
Palmira, había recuperado su personalidad y, sintiéndolo mucho, aquel era un
hecho irreversible. Nunca debía haber venido, Julio lo hubiese hecho mucho
mejor, al menos no tenía motivos para temer nada. ¿A cuál de los dos se le
había ocurrido semejante estupidez?
Cuando se disponía a
atravesar el puente atisbó, a la luz de las farolas, una figura muy parecida a
Bledo. Creyó ver que trastabillaba, al borde de la barandilla, con una botella
en la mano. ¿Es que a partir de ahora cualquier sombra que se me cruce me va a
recordar a ese infeliz? Dio la vuelta y, sin pensarlo dos veces, se escabulló por
un callejón contiguo. Le picaba la curiosidad, ¡cómo no! pero la tentación está
para hacerle frente. Hay muchos motivos para hacer lo que hacemos –pensó mientras
se subía las solapas–uno es el dinero, sí, otro el miedo, y por supuesto, la
ambición profesional que es lo que me ha traído hasta aquí. Seguro que se me
ocurren muchos otros, pero mejor seguir cavilando más tarde, cuando haya
llegado a la avenida.