Nunca llegamos a París si por París se entiende la que
conocemos como Ciudad de la Luz. Esa que aparece en los folletos turísticos
mostrando orgullosamente su esplendor, sus vicios y hasta sus vergüenzas, la de
la Tour Eiffel, le Moulin Rouge, la Bastille, le Quai d’Orsai o les Champs
Elysees, me sería mostrada por John, mi marido de nombre inglés y sangre
española, casi una década más tarde. Un comisionista cualquiera nos señaló el
andén de más abajo, donde aguardamos el atestado y decrépito tren de cercanías que
debía trasladarnos a la casa de huéspedes sita en un suburbio roto, opaco y
amarillento; quizá igual de pobre, pero incomparablemente más feo que mi
pueblo, el humilde enclave de la sierra extremeña que seguía aferrado a mi
espalda como un fardo de mil toneladas, y de cuya huída no sabía si empezar a
arrepentirme.
La casa estaba llena de niños, no había más cuarto que el
dormitorio familiar; lo que alquilaban era el sofá cama del comedor, a un
precio abusivo por cierto, pero no nos importó demasiado pues, ni entendíamos
de negocios ni habíamos tenido cuarto propio nunca. Cuando la patulea en
pleno se retiró a sus aposentos y nos vimos solas, nos entró la juerga a las
dos. Sin saber por qué, no podíamos aguantar las carcajadas. Ni eso ni el
hambre. Nadie se había ocupado de darnos de cenar. Por suerte había un patio y,
al otro extremo, una cocina con su fresquera repleta de fiambre y, sobre la
mesa, un atadijo de arpillera que guardaba dos o tres hogazas no demasiado resecas.
Lo sacamos todo afuera y, sentadas sobre el empedrado, entre geranios y
aspidistras, nos miramos por primera vez cara a cara.
Casi atragantándose con los enormes trozos de salchichón
que tragaba sin masticar, Catalina me contaba cómo huyó en cuanto pudo porque
estaba más que harta de golpes. ¿Quién la pegaba? Todos. ¿Qué hacía?
-Lo normal. Yo era su sirvienta.
-¿Cómo que lo normal? ¿Guisabas?
-Sí.
-¿Limpiabas?
-También.
Incapaz de distinguir, creyó que debía cumplir todas las
órdenes y había pasado, de ser solo la chacha, a convertirse en el saco que
recibía todos los golpes y, por si eso no fuera bastante, en la puta de todos.
-¿Cuánto cobrabas por todo eso, Cati?
-¿Cobrar? ¿Palizas?
-Palizas no, dinero. ¿Cuánto te pagaban a la semana?
Hacías muchos trabajos distintos.
-Cobrar no cobraba, tenía comida y techo, ese era mi
pago.
-Te violaban entonces.
-No. Ellos decían que era lo justo.
-Pero ¿a ti te gustaba?
Me miraba como si le hablase en Morse. Días después me
explicó que cerraba los ojos y se apretaba las orejas mientras cantaba por
dentro una tonada bonita para hacer más llevadero el peso del que le tocase esa
vez en suerte.
-Decían que necesitaban más chicas para el sexo, pero yo
nunca vi a ninguna.
-¿No te das cuenta de que has sido su juguete?
-¿Qué quieres decir?
No estaba muy segura. Repetía frases que había escuchado
no sabía dónde, tenía una vaga idea de que aquello estaba mal pero no habría
sabido explicárselo.
-Alphonse estaba buscándote una compañera; si me descuido,
habría acabado como tú.
-También yo quería que te atrapase, estaba harta de estar
sola y cargármelo todo encima.
El miedo era un manto tan amplio como el cielo y tan
cercano que en cualquier momento se podía desplomar sobre nosotras, la
sospecha, algo absurda, de que Alphonse nos había seguido e intentaba
capturarnos de nuevo me obligaba a pedir un vaso de agua, cada día en un bar
diferente, para hojear la prensa en busca de pistas. No recuerdo qué esperaba
encontrar, posiblemente una foto suya, detenido, esposado y rodeado de policías
para quedarme tranquila al fin.
Nos dormimos allí mismo. Sobre guijarros puntiagudos,
pero al aire libre, rodeadas de gatos y flores, respirando el fresco de la
noche y con el estómago lleno a rebosar.
Los niños eran cuatro y otro que venía en camino, la mujer
era gritona pero nos daba bien de comer. A la siguiente semana cambiamos el
estatus. De huéspedes a sirvientas. Fui la elegida para sacar al parque a la
tropa cuando el taller obligaba a prolongar el horario a Henriette. Ella pagaba
cuando podía y nos proporcionaba alojamiento.
-He recortado esta hoja para que mires los anuncios por
palabras. ¿Adónde vas? ¿Pero tú no sabías francés?
Catalina era dócil, puede que demasiado, pero hacerla
entrar en razón cuando se le metía algo en la cabeza era como apartar a un
ternero de madre. Me costó darme cuenta de que no sabía leer, como intérprete
oral no tenía precio pero eso no servía para buscar trabajo en una ciudad tan
grande. Le propuse ir de bar en bar preguntando si necesitaban una camarera,
pero no parecía tener gran confianza en sí misma, tal vez por su aspecto aniñado,
su color, su condición de extranjera. Y lo peor es que me estaba empezando a
contagiar de sus prejuicios.
-¿Tú crees que aquí, si se cobra barato, aceptarán
hacerlo en la calle?
-¿Es que piensas meterte a puta?
-¿Qué quieres que haga, dejar que me sigas manteniendo?
Miedo a que la policía descubriese a Catalina merodeando
por el barrio con intención de golfear y nos metieran a las dos en chirona,
miedo a perder la poca estabilidad que habíamos conseguido, a que mi padre me
encontrase y tuviera que volver al pueblo, miedo a ser robada, violada,
acuchillada, agredida, muerta de inanición, abandonada a mi suerte. A que Henriette
nos echase a la calle por indocumentadas y vagabundas. A perder a Catalina. Terror al propio miedo. Miedo al propio
terror.
(Continuará)
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