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domingo, 10 de julio de 2016

La mascota

Pocos de mi especie han vivido una noche como esta. El resplandor, salpicado de motas de polvo,  que se cuela por la puerta de la carpintería amenaza con quebrar, no solo la paz del momento, incluso este plano de la realidad, partirlo en dos como si fuese un serrucho y dejarme fuera, aferrado al borde del tiempo con las patas balanceantes, suplicando al azar que no me abandone en el vacío astral, en el limbo de los nonatos, en cualquier esfera de una realidad paralela o, aún peor, en la nada más absoluta, donde no existe presente ni pasado.
Solo el ulular de la ambulancia consigue tranquilizarme; escucho los plácidos ronquidos de Fátima y llego a creer que seré capaz de dormir.
Sigo sin moverme del saco. La inquietud va y viene, a sacudidas, como si la luz anaranjada y los sonidos de la noche se turnasen para alterarme el ánimo. Barrunto algo. Con piel, ventanas nasales, orejas, ojos. Huele a ropas percudidas por el sudor, a vino rancio, a mugre indefinida y a miedo. Es el olor que más conozco, puedo rastrearlo a kilómetros, aislarlo de cualquier otro, clasificarlo, determinarlo y luego, ¡zas! atraparlo entre mis fauces convertido en algo tan sólido como un fémur de liebre. No se escuchan pasos pero detecto una vibración en el aire y, en seguida, también en el suelo de tarima. ¡Peligro! Algo se arrastra hacia nosotros en plena oscuridad, al otro lado de la cuchilla luminosa, que deja de ser solo amenaza para convertirse en faro ante cualquier fuente de mal que sobrevenga.
Escudriño la oscuridad buscando el bulto del hombre y me fijo en que no tiene forma humana. Es pequeño, redondo, como una ardilla enroscada o un grueso ratón de campo. Fátima, ajena a todo, gruñe y se remueve arrancando crujidos a los muelles. No puedo evitar que indique así su posición proporcionando al atacante una brújula sonora que le guiará hacia ella inexorablemente. Si me deslizo ahora hacia la cama indicaré al extraño mi presencia. Sin contar que el contacto de mi hocico húmedo contra su piel o un empellón de mis patas pueden provocar que no despierte, que caiga fulminada con los ojos abiertos.
Ahora lo entiendo. Eso que se acerca no es un animal vivo, husmeo una sanguinolenta red de vísceras. Acres, asfixiantes, putrefactas. El rastro encarnado que puedo adivinar en la madera lleva la firma de Ricardo y es la secuela siniestra de la última trifulca.
Tengo que zampármelo enseguida. Una inmundicia como esa puede impresionarla hasta el infarto y estoy obligado a impedirlo, aunque por culpa de ese asno me exponga a convertirme en caníbal.

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