Pocos de mi especie han vivido una noche como esta. El
resplandor, salpicado de motas de polvo, que se cuela por la puerta de la carpintería
amenaza con quebrar, no solo la paz del momento, incluso este plano de la
realidad, partirlo en dos como si fuese un serrucho y dejarme fuera, aferrado
al borde del tiempo con las patas balanceantes, suplicando al azar que no me abandone
en el vacío astral, en el limbo de los nonatos, en cualquier esfera de una
realidad paralela o, aún peor, en la nada más absoluta, donde no existe
presente ni pasado.
Solo el ulular de la ambulancia consigue tranquilizarme; escucho
los plácidos ronquidos de Fátima y llego a creer que seré capaz de dormir.
Sigo sin moverme del saco. La inquietud va y viene, a
sacudidas, como si la luz anaranjada y los sonidos de la noche se turnasen para
alterarme el ánimo. Barrunto algo. Con piel, ventanas nasales, orejas, ojos. Huele
a ropas percudidas por el sudor, a vino rancio, a mugre indefinida y a miedo. Es
el olor que más conozco, puedo rastrearlo a kilómetros, aislarlo de cualquier
otro, clasificarlo, determinarlo y luego, ¡zas! atraparlo entre mis fauces convertido
en algo tan sólido como un fémur de liebre. No se escuchan pasos pero detecto
una vibración en el aire y, en seguida, también en el suelo de tarima. ¡Peligro!
Algo se arrastra hacia nosotros en plena oscuridad, al otro lado de la cuchilla
luminosa, que deja de ser solo amenaza para convertirse en faro ante cualquier
fuente de mal que sobrevenga.
Escudriño la oscuridad buscando el bulto del hombre y me
fijo en que no tiene forma humana. Es pequeño, redondo, como una ardilla
enroscada o un grueso ratón de campo. Fátima, ajena a todo, gruñe y se remueve
arrancando crujidos a los muelles. No puedo evitar que indique así su posición proporcionando
al atacante una brújula sonora que le guiará hacia ella inexorablemente. Si me
deslizo ahora hacia la cama indicaré al extraño mi presencia. Sin contar que el
contacto de mi hocico húmedo contra su piel o un empellón de mis patas pueden provocar
que no despierte, que caiga fulminada con los ojos abiertos.
Ahora lo entiendo. Eso que se acerca no es un animal vivo,
husmeo una sanguinolenta red de vísceras. Acres, asfixiantes, putrefactas. El rastro
encarnado que puedo adivinar en la madera lleva la firma de Ricardo y es la
secuela siniestra de la última trifulca.
Tengo que zampármelo enseguida. Una inmundicia como esa puede
impresionarla hasta el infarto y estoy obligado a impedirlo, aunque por culpa
de ese asno me exponga a convertirme en caníbal.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Explícate: