“En
el arte solo se expresa bien lo que fue asimilado ingenuamente. No les queda a
los artistas más que volverse hacia la época en que no eran artistas e
inspirarse en ella, y esta época es la infancia.”
Cesare
Pavese
Sentada en
el avión, junto a su ex haciéndose el dormido para evitar la incomodidad del
momento, continuó con sus divagaciones. Sabía que él depondría su actitud, como
siempre, en cuanto pisasen el aeropuerto de Barajas: le juraría otra vez fidelidad
eterna, reanudarían sin remedio su eterno diálogo de sordos y aquellos
preciosos silencios se interrumpirían por una buena temporada.
Tomás era
un buen técnico, pero no tenía imaginación ni para poner excusas cuando le daba
por ausentarse. Era comprensible. Cuando le preguntaba por sus recuerdos
infantiles se quedaba en blanco, algo perplejo incluso. No había nada que
recordar. Padres, hermanos, una ciudad y la escuela. ¿Gente extraña a mi
alrededor? Pues no sabría decirte.
No era su
caso. Había nacido sobre un polvorín, un filón de maravillas, y había sabido
aprovecharlo.
¿Qué niño
era capaz de atesorar esos recuerdos? Ella. Y los había agitado en su coctelera
interior para crear decenas, cientos de desvaríos. Alucinados, obsesivos, desquiciantes,
de factura reconocible y personalísima.
De noche
les custodiaba un ladrón. Según las malas lenguas, el sereno se introducía en
las casas cuando las familias estaban de viaje para robarles joyas y pieles.
Escuchando la punta de su chuzo y el tintineo de aquel llavero inabarcable, una
se dormía figurándose como se deslizaba por los pasillos, desvalijaba armarios,
raptaba al perro, al gato o a los niños de la casa. La portería nunca había
sido el lugar acogedor que cabría suponer sino un cubículo inmundo que hubo de
cerrarse a cal y canto para sustituirlo por un mostrador en la planta baja,
bien despejado para que ninguna pareja furtiva sintiese la tentación de hacer
cochinadas allá dentro.
Alusiones
de adultos tal vez mal interpretadas por la niña de la casa. Pero lo
emocionante no eran las certezas sino dejarse arrullar por el tropel de
fantasías que la asediaban a todas horas. ¿Quién podía negar que entre el 2º C,
su casa, y el 2º A –habitada por la viuda (o repudiada) de un militar ario cuya
hija había sido concebida mientras él luchaba en las estepas– se encontraba el 2º
B, un nido de mujeres solas que recibían visitas a horas discretas hasta que la
policía lo clausuró?
¿Habladurías?
En el 2º D había una soltera entrada en años, con férreas convicciones
cristianas, cuya única expansión consistía en jugar al tute con la peña los
jueves por la tarde. Pero a su lado, en el 2º E, una pareja de bailarines –cincuentones
por entonces– habían vivido en pecado durante la década de posguerra, enclaustrada
ella a la fuerza, a pesar de su aire garboso y el cuerpo cimbreante, para
evitar ser denunciados. Águeda hubiese dado cualquier cosa por conservar a
perpetuidad la figura frágil y esbelta de aquella mujer.
Justo
encima de ellos, el lisiado del tercero era el que más pena daba. Los domingos
recorría, apoyado en su madre y el pizpireto hijo mayor –y aún así a paso de
tortuga– los escasos cincuenta metros que les separaban de la parroquia. A la
tarde, se entretenían viendo pasar gente tras los cristales del café Soria a no
ser que hubiese toros. Parece ser que la madre, además de cuidar en el
domicilio matrimonial a los otros cinco niños, ejercía de taqui-meca en algún
oscuro despacho por cuatro perras mal contadas. El mundo al revés: mujeres que mantienen
a sus hombres. Se aproximaba el juicio final, de ahí que la primogénita del 5º
F tuviese el pelo cuajado de canas con tan solo nueve años.
La del 4º
H, doña Emérita (monja durante la guerra, casada más tarde y viuda prematura
por un ajuste de cuentas de un paisano que le descerrajó al marido un tiro en
la nuca mientras andaban cazando los dos) autorizada a llegar, jeringa en mano,
hasta el fondo de las alcobas con permiso de los médicos, amenizaba la tarde
con jugosas anécdotas en cuanto acababan de rezar el rosario. Según ella, sarna,
pulgas y demás tropa infecciosa traspasaría pronto las paredes de sus vecinos
del I –donde convivían tres perros, cinco gatos, una decena de pájaros, un par
de cobayas y que solo se limpiaba con serrín– para abalanzarse sobre ella y el
huraño, calvo y esquelético individuo al que durante más de treinta años
arrendaba un cuarto sin derecho a cocina.
El flanco
derecho se inclinaba. Tenía a Tomás ligeramente encima, aparentando que estaba dormido mientras apretaba puños y párpados. Si se cayesen ahora, se haría papilla al
instante tras solo unos segundos de vértigo. Desintegrarse, el final perfecto. Se
ahorraría los malos tragos que ya veía venir: ceremonias, galardones, falsos
elogios, chismorreo a raudales, zancadillas. El amargor de un triunfo que no le
correspondía, pura chiripa inmerecida tras lustros tragando sapos a la espera
de una recompensa que nunca llegó.
Al amanecer, la calle se inundaba de olor a pan recién cocido; como cada mañana, el
carpintero elevaría su persiana metálica de golpe; comenzaría el trinar en las
acacias; las primeras luces, filtradas por el ramaje, alcanzarían la acera. Faltaba
que saliese el enano del primero a sentarse allá enfrente con su cesto de pipas;
su vecina, la niña cuarentona, rebasaría la esquina a pasos cortos sujetándose
el velo del brazo de su madre; les seguirían las hermanas de labios frambuesa,
tan apergaminadamente maquilladas que ya no parecían de este mundo. La corpulenta
y veinteañera sobrina se habría fugado la noche pasada con su insignificante
novio de casi diecisiete para escapar, antes que a la mofa y el desprecio del
vecindario, de su trasnochada y tiránica tutora.
Más
historias en la recámara. Cuando empezaban a alcanzar la península, les despertaron
las turbulencias.
He leido de un tirón todo el relato, me ha gustado mucho, pero este último capítulo es una pasada..., intenso, muy visual, una maravilla.
ResponderEliminarSólo con el recuerdo de este vecindario tiene material literario para el resto de vida.
Y un mundo interior tan rico que puede relativizar desde que no la valoren como merece su creatividad, al éxito del momento y hasta tener un marido anodino e infiel.
Gracias por tus comentarios sobre la historia del abuelo, sí, es una pincelada de un capítulo de mi novela.
Muchos besos, escribes de cine. Ya quisiera yo.
Muchas gracias por leerte los cuatro de golpe. Esa es la idea: una pareja y dos mundos opuestos.
ResponderEliminarEn tus fotos y tus historias me metería de cabeza. Siempre me ha fascinado esa cosecha imaginativa que se trae de la infancia y hasta ahora encontraba eco en Elena Fortún (Encarnación Aragoneses) -que en mi familia hemos leído tres generaciones de niñas- y que encuentro también en tu cuento y tus post.
Termina pronto esa novela que ya estoy deseando comprármela.