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jueves, 15 de octubre de 2015

Don Rufo bufa: Reciclaje y desobediencia civil

No se me escapa que lo que voy a decir resultará políticamente incorrecto pero, seamos serios, ¿quién atenta contra el medio ambiente? ¿el sufrido ciudadano que se limita a utilizar lo que le venden o los que aprovechan la comercialización de los productos para generar envases a mansalva? Quien tenga la oportunidad de acudir a una galería comercial –el mercado de toda la vida– se ahorrará una buena cantidad de peso a la hora de la compra y, sobre todo, un volumen apreciable de residuos. Pero muchos barrios, y hasta localidades enteras, dependen de los autoservicios, donde se recubre innecesariamente todo lo que está a la venta, y con material no  biodegradable la mayor parte de las veces.

Es un negocio redondo. Quienes se encargan de comercializar los productos alimenticios los embalan con un celo excesivo porque les interesa producir ese excedente. No hay ninguna inocencia en ello. Ahora que el ciudadano está convencido de que debe separar los materiales, interesa incrementar los desechos exponencialmente para negociar con ellos hasta el infinito. No se engañen, cuanto más reciclamos más residuos se producen, así que en lugar de limpiar el ambiente lo que conseguimos es justo el efecto contrario. ¿Significa eso que debemos dejar de separar el vidrio del plástico? Por supuesto que no.

Hablando de vidrio, tengo un vecino que habla con sus botellas. En serio. Cada vez que sale con el carro repleto rumbo al contenedor verde se despide amorosamente de ellas. Su excusa, que como siempre son las mismas ha acabado por cogerles cariño. Y puedo asegurar que está en sus cabales. Solo se comporta así cuando alguno de nosotros aparece en el rellano, es su forma de expresar su descontento. Porque, piénsenlo bien, ¿les parece que no tiene razón mi vecino? ¿no es cierto que compramos la misma botella miles de veces?

Lo hacemos. Y nos pasamos la vida regalando esa botella entrañable a las empresas de reciclaje, que a su vez la vende con enormes beneficios… ¿a quién? A los fabricantes de botellas, por supuesto.

Es así de simple. Nosotros tiramos lo que sobra, alguien lo recoge (llevándose, de paso, un buen plus) para que llegue (casi) gratis a las manos adecuadas. Y nosotros pagando y pagando y volviendo a pagar.

Resultado de imagen de autoservicio
Lo que cuestiono no es el reciclaje en sí, sino la gratuidad del proceso precisamente en su punto más débil, nosotros. Es nuestro plástico, porque lo hemos pagado, pero cuando nos molestamos en devolverlo nadie nos da nada por él, ni por su valor como materia prima ni por el esfuerzo que supone clasificarlo, almacenarlo, trasladarlo y devolverlo. Sin embargo, quien lo recoge sí va lucrarse, y las manos a las que va a llegar nos lo venderá de nuevo obteniendo más ganancias por algo que le ha costado muy poco.

Porque los residuos no son solo una cuestión municipal, ese es el principio del proceso. De ahí que las modernas empresas de chatarra manejen cifras de vértigo. Como ven, aquí se forra todo el mundo menos el sufrido consumidor, que es quien lo cede todo, trabaja gratis y pierde de todas las formas posibles.

Antes de que empezase esta moda del reciclaje tal como lo entendemos –que no ha existido siempre aunque lo parezca– éramos infinitamente más ecológicos. Nadie recordará ya a los traperos, pero existían y pagaban por lo que recogían, el vidrio que sobraba en la casa se llevaba al bar y se recibían unas monedas a cambio, se cogían los puntos a las medias, nos pagaban por el viejo papel de periódico, las cacerolas que se estropeaban se llevaban a reparar. Más tarde, cuando se intentaba concienciar a la gente para que usase varios cubos de basura, mi ayuntamiento premió a un matrimonio con un viaje al trópico. Si se utiliza un incentivo así, pensé, esto del reciclaje debe ser un negocio mayúsculo. Alguien más debió darse cuenta de que era fácil llegar a esa conclusión porque no hubo más premios y a partir de entonces se empleó un argumento mucho más efectivo: la culpa.

En lo que concierne a la industria, no es posible volver a aquel estado de cosas porque estamos a años luz de la de entonces, pero si los productos domésticos son más o menos los mismos, la agresión medioambiental resultante podría ser muy parecida. Por un lado, no hay motivo para embalar más de la cuenta, por otro, lo lógico es que se retribuya a quien devuelve el material de desecho, sea del tipo que sea. De acuerdo, se trata de una cantidad ínfima, pero si contamos todos los envases que se utilizan en una sola vida y sumamos todas las vidas que consumen cartones, bolsas y botellas, obtendremos una cifra millonaria.

Hace falta romper el círculo vicioso. Si las empresas que comercian con ello tuviesen que pagar por todo lo que devolvemos tal como ocurría tiempo atrás, el asunto de los residuos dejaría de ser un sustancioso negocio y ya no habría razón para fabricar esa ingente cantidad de basura en potencia. Y lo que no existe no hace falta reciclarlo, un quehacer menos para el ciudadano de a pie.

¿Les parece un asunto complicado? No tiene por qué serlo. Casualmente, mientras pensaba cómo exponer mis ideas he descubierto que alguien más piensa como yo.


Quizá esa telepatía sea el síntoma de que algo está madurando en nosotros, que estamos dejando de asumir culpas ajenas, que podemos empezar a exigir.

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