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sábado, 26 de abril de 2014

Jacarandoso Polito

-¿Es usted Rosario?
 
- Rosario Ibáñez. Sí.
 
-¿Sabe escribir?
 
-Sí, señor.
 
-Pues tiene que rellenar esta ficha. En cada casillero tiene que poner lo que le pregunten.
 
-Ya, ya.
 
-¿Lo ha entendido bien?
 
-La verdad, no me parece muy difícil.
 
-De acueeerdo. Ahora vaya a aquel mostrador de enfrente y rellénelo todo. Puede usar el bolígrafo que cuelga de la cadenita.
 
-Ya llevo el mío, gracias.
 
La mujer miró por encima de su hombro y vio una sala completamente vacía, veinte hileras de sillas de tijera y al fondo, junto al tablero para escribir, una gruesa barra metálica con un gancho en la punta de donde colgaba la jaula del loro, es decir, mi jaula. Llevaba sin parlotear un buen rato y la garganta me escocía un poco pero me contuve para escuchar mejor. Aquella escena prometía, así que me contuve y seguí observando.
 
Era evidente que la mujer ya había cumplido los sesenta. Llevaba un ancho blusón de color esmeralda que le tapaba las caderas, leggins en tonos tierra muy ceñidos, pelo caoba, tres vueltas de perlas en el cuello y zapatos de salón bastante altos. Titubeaba. Sin duda, no se las había tenido que ver nunca con Hipólito, el empleado más cenutrio de la oficina. Tanto es así que, antes de calibrar mis capacidades, sus compañeros le homenajearon bautizándome con un pedazo de su nombre. Él nunca lo sospechó y yo me sentí solo parcialmente ofendido. Rectificar es de sabios, y me consta que, a día de hoy, todos reconocen que soy mucho más listo que él.
 
-Disculpe. –la pobre mujer seguía confundida– ¿Para qué tengo que ir hasta la pared del fondo?
 
-Porque estará mucho más cómoda, señora. Hay un taburete por si quiere sentarse. Y una lamparita, ¿la ve?
 
-Muy amable. Oiga, ¿no le parece que tardo menos si lo relleno aquí mismo?
 
-Pues… -Hipólito se rascó el cogote como hacía siempre que no sabía qué decir- ¿Cuánto tiempo tardará en rellenarlo?

-¿Mi nombre, dirección y DNI? Unos treinta segundos.

 
Hipólito se revolvió en su silla.
-Es que… Verá, si mientras tanto viene alguien, yo tengo que atenderlo. No puedo perder tanto tiempo. ¿Verdad que lo comprende?
La mujer del blusón esmeralda tampoco estaba dispuesta a perderlo. Se levantó de la silla con cara de querer asesinar a alguien. No se fije en mí que no soy más que un pobre loro, pensé.
-Como quiera. –añadió mientras recogía su bolso– Pero tardo más en ir hasta allá que en rellenarlo.
-¿Va a tardar treinta minutos en recorrer diez metros? Venga, no me haga reír.
-Minutos no, segundos. –La escuché rezongar entre dientes– Para entonces ya había llegado al mostrador. No se molestó en sentarse, apoyó el trasero en la pared y garabateó rápidamente unas palabras utilizando el boli de la cadenita. A los veintidós segundos, se incorporó y agitó el formulario en el aire.
Yo, que estaba al tanto (o sea, al loro, pero no quería decirlo para no inducir a confusión) contemplé como doblaban la esquina, cruzaban la puerta y entraban en la sala un hombre y una niña.
-Buenas tardes. –Dijo él con voz potente.
-Buenas, señor. –Respondió el empleado. ¿En qué puedo servirles?
-¡Ya está! ¡Ya he acabado! ¿Se lo entrego? –dijo la mujer del pelo caoba.
-Lorito real, lorito real. –Dije yo. Con un poco de suerte, podía distraer a Hipólito.
-¡Imposible! Tiene que rellenar todas las casillas.
Pero ella había conseguido abalanzarse sobre la ventanilla adelantando a los otros unos metros.
-¿Está completo o no está completo? –Preguntó con cara de triunfo.
-Pues es verdad. –Respondió Hipólito sin poder creer lo que estaba viendo.
Rascándose, una vez más el cogote, se vio obligado a tramitarlo. Plantó encima tres sellos diferentes, estampó su propia firma en la esquina inferior derecha, arrancó la copia y se la entregó a la mujer de los tacones. Cuando el hombre y la niña alcanzaron la ventanilla ella se estaba levantando.
 
-Lorito real. –Volví a decir. Aunque supuse que no repararía en mí, que ni siquiera se daría cuenta de que me estaba despidiendo. Pero me había caído bien, así que insistí un poco más.

-Hipólito es más bruto que un arao, Hipólito es más bruto que un arao. –Murmuré bajito para que no me oyesen los otros. Se paró, me lanzó una ojeada distraída y siguió andando hacia la puerta. Me gustaría creer que aquella fue una mirada cómplice pero he de suponer que solo fue casual.
 

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