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jueves, 26 de diciembre de 2013

No hay camino

Todavía en el avión, envueltos en andrajos de nubes y asomados a un precipicio luminoso, mi padre señaló un punto microscópico allá abajo. Simulaba que podía apreciar con nitidez cada parcela del terreno, identificar lindes y territorios sin equivocarse. Eché una ojeada distraída y volví a refugiarme en mi universo. Con Los Cacharros Abollados, mi formación musical favorita por entonces, sonando en mis oídos y aquellas guedejas flotando a mi alrededor me sentía la guerrera invencible: no estaba dispuesta a que nadie me arrancase de aquel nirvana que, parecía, iba a prolongarse para siempre.
 
En cambio, a la mañana siguiente, todavía con las sábanas revueltas, acodada en la barandilla del mirador principal de la casona, comprendí que lo que se extendía ante mi vista no era otra cosa que la palpitante vida real. Nada de brumas y reflejos: el mundo consistía en la vaca que paría en el establo lanzando unos bramidos terribles, el arroyo derramándose por la pendiente, el hayedo o el olor acre del asfalto recién apisonado en el sendero lateral por el que solo alguna moto y la furgoneta del reparto se aventuraban muy de tarde en tarde.
 
Mi tío sugirió que saliésemos de excursión por la montaña. Entré en la cocina. La casera tenía las dos manos inmersas en una masa blancuzca. Un olor a leche agria y jugosa me impregnó las narices. Aquello me cautivó.
 
-No quiero alcanzar ninguna cima –anuncié bruscamente a mi padre– prefiero quedarme aquí.
 
Lucía y Carlos llenaban las tarteras que luego colocarían en la cesta.
 
-Todavía está cansada del viaje.– La nueva mujer de mi padre me disculpaba lo mejor que podía. Estaba deseando ganarse mi confianza y se lo agradecí en mi fuero interno porque era de justicia, pero no por ello consiguió caerme mejor.
-No es por el cansancio. No pienso salir de aquí esta mañana ni nunca. Voy a hacer quesos. Cuando crezca quiero ser quesera como Fátima.
 
Pero cuando salí a despedirles y contemplé el sol que asomaba por detrás de los picos allá al fondo cambié rápidamente de idea. Trepar entre las rocas fue un entrenamiento excelente. En adelante, recorrería ese camino miles de veces, casi siempre acompañando al ganado. Nunca me moví de aquella casa. Acabé convertida en una aprendiza entusiasta, con el tiempo me hice profesional y solo atravesé el espacio aéreo una vez cada tres meses para ver a los míos.
 
Años más tarde, mi padre ha vuelto a enviudar y busca afanosamente una joven novia que le devuelva las ganas de vivir, mis hermanos continúan encadenados, cada uno a su propio engranaje que les ha convertido en dos personas tristes. Por mi parte, lo que necesito es recorrer mundo, atravesar todas las montañas que se interpongan en mi camino, escuchar lenguas diferentes, probar las cocinas más exóticas. No sé qué ocupación escogeré. Por ahora, lo único seguro es que he terminado aborreciendo el queso, ese manjar que me proporcionó un modo de ganarme la vida y me convirtió en una persona feliz.
 
Aún no es tarde para empezar otra vez. Imagino cúpulas doradas adquiriendo un tinte tornasolado en el crepúsculo, olas enormes rompiendo contra un muelle desierto y el olor a pescado y la sal irritándome las córneas, el cruce de vías del ferrocarril, una plaza pequeñita con la imagen ecuestre del prócer del pueblo en bronce, una gran muchedumbre con armadura, cascos y escudos en el rodaje de una batalla medieval cuerpo a cuerpo. Y después, un buen día, sabré que he encontrado el lugar donde aterrizar de nuevo y me quedaré allí, para siempre o durante un buen tramo de vida, lo que dure el multicolor reflejo de mi nube de algodón.

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