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jueves, 8 de agosto de 2013

CUENTO DE VERANO: El adivino y la rubia (y V)

Su  compañera de asiento era transparente, una cualidad curiosa. Le impresionó saber que la gente podía ver a través de ella, como si no hubiese existido nunca. Mientras uno de los profesores le dedicaba un libro suyo, de pie, apresuradamente, en la puerta del aula que daba al jardín, comentó como de pasada:
 
-Me gustaría puntualizar un par de cosas antes de que lo leas, pero ya habrá tiempo. Ahora voy de compras, me está esperando mi mujer.
 
Y señaló a una rubia algo gruesa que Maite conocía de vista.
 
-Y yo he quedado con mi amiga para subir al castillo.
 
Él echó una ojeada, se fijó en el trozo de sombra donde la otra esperaba con la mochila al hombro.
 
-¿Qué amiga? – preguntó.
 
Pero no le dio mayor importancia. Esto se repitió alguna vez más. Ya os digo, su aspecto era insignificante, hasta que no la oías hablar no caías en la cuenta de que estaba allí.

No llegaron a subir del todo, pararon en una roca, con el furioso mar a sus pies, defendiéndose del viento como podían, arrebujadas en sus chubasqueros, muriéndose de risa, hasta que decidieron refugiarse en una gruta natural minúscula para poder hablar a gusto. Desde allí, la vista era imponente, podías creerte dueño del universo, Maite se  preguntó lo que sentirían los pájaros.
Por primera vez, oyó hablar a su compañera del muchacho elegante que había visto con ella en el cine. Su primer amor. Desahuciado por los médicos. Al que había prometido asegurar descendencia si algún día llegaba a faltar. Él ya era estéril desde hacía tiempo aunque, previsoramente, había guardado el semen años atrás, nada más recibir el diagnóstico. Quedaba poco para que caducase y ella aún no se quería inseminar, no se sentía preparada, se debatía en un mar de dudas. Etcétera.
 
Le contó el resto de la historia poco a poco, a retazos, dividiéndola en episodios como si procurase añadirle emoción. Eso era lo que escribía en clase, frenéticamente, en papelillos minúsculos, con letrujas que se enroscaban sobre ellas mismas. No quería publicarlo, solo dejar constancia para que su futuro hijo pudiese leerlo. A Maite todo aquello le pareció un culebrón de mediodía. No sabía si creerla. La chica se resistía tozudamente a concluir pero lo hizo. Fue el día que visitó el cuarto de Maite. Le admiró su pulcritud y armonía. No era más que un espacio agradable con vistas al jardín y a las montañas, pero ella no podía permitirse una plaza en la residencia aneja a la universidad y se tuvo que conformar con una pensión de tercera en el pueblo.
 
Maite reconocía que aquella demencial historia no tenía ni pies ni cabeza pero su esqueleto le pareció sugerente y decidió retocarla a conciencia antes de pasarla al papel. Nunca hubiese imaginado lo que pasó más tarde. Se la quitaron de las manos, se vendió como rosquillas. Se sentía borracha de éxito, no solo por la publicación de El hijo póstumo, además, el tribunal seleccionó casi todos sus proyectos y uno de ellos ganó el primer premio del concurso. Empezaba a ser una diseñadora reconocida y una promesa de la ficción.
 
Ahora ella está muerta y dicen que yo la he matado. La novela triunfa por su cuenta. Fue escrita por una tal María Teresa Cobo. No soy ella, no soy más que una delincuente. Un tribunal decidirá a quién pertenecen los derechos de autor. Recuerdo aquella fiesta, al adivino previniéndome. He pedido que lo busquen, y a Rafa, a Raúl, a mi hermano, mi cuñada, a toda mi familia. Pero nadie parece recordarme. Yo sí les recuerdo a todos. También las luces, el humo, mis diseños. Me acuerdo de los quebraderos de cabeza que tuve hasta dar con las medidas exactas. Y de todas y cada una de las fases por las que pasó la novela: catorce meses e incontables noches en blanco para encajar las piezas de aquel puzle.
 
Lo cierto es que vivo en la cárcel y ni siquiera estoy segura de quién soy.
 

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