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martes, 6 de agosto de 2013

CUENTO DE VERANO: El adivino y la rubia (IV)

El vestíbulo del restaurante se le apareció repleto de gente. Tenía que presentar el bono que le facilitaron en las oficinas y allí no había nada que se pareciese a una fila. Decenas de personas se apelotonaban como podían en torno a una mesa donde dos administrativos se afanaban en dar entrada a  todo el mundo con la mayor celeridad posible. Las caras eran de hambre, las bocas charlatanas. Lo que abarcaba su vista eran grupos y más grupos de gente de todas las edades, a lo lejos distinguió a un antiguo profesor suyo y a más gente que reconocía de otros eventos. Todos habían ido acompañados menos ella. Un rato antes, una vez hubo tomado posesión de su cuarto, se había sentido feliz. En cambio ahora se descubría desorientada, le abrumaba aquella marabunta y tenía más ganas de dormir que de comer. Desde la fiesta de la semana anterior le parecía estar en la piel de otra persona. ¿Qué le habría dado aquel faquir? Mejor ni pensarlo, ese era el momento de aprovechar una oportunidad que no conseguía todo el mundo. No iba allí para hacer amistades y, desde luego, encontrar una rubia con quien charlar tranquilamente en medio de aquel galimatías, hubiese sido como buscar una aguja en un océano de paja.
 
Comió sola, frente al ventanal que daba a la playa, en una mesita para dos. Olas enormes barrían sin piedad la arena arrojando una lluvia residual sobre los macizos de azaleas que tenía delante. El jardín de la residencia universitaria era su reclamo más conocido, figuraba en todos los folletos y entraba por los ojos sin necesidad de leer los motivos de su excelencia académica. Mojó la última uva en el lavafrutas y salió de allí mordisqueándola.
 
Le decepcionó encontrarse en un aula con cabida para centenar y medio de personas dónde no cabía un alfiler. Encontró sitio en la penúltima fila, cerca del muro izquierdo, junto a una mascadora de chicle con cara de haberse caído de la cuna el día antes. A partir de ahí, todo fue muy deprisa. Después de esa primera charla introductoria comenzó un ritmo de trabajo de vértigo. Por la mañana, clases teóricas, a la tarde, instrucciones, ejecución de trabajos y presentación de estos en público. Había que trabajar duro y afilar el ingenio, aprovechar los paseos entre los pinos para oxigenarse y recargar pilas, convocar sueños fructíferos que la colmaran de inspiración cada noche. No le fue mal. Era de los pocos que exhibían sus creaciones diariamente y los profesores parecían muy satisfechos con ellas. Logotipos, distribuciones de espacio, la base de un papel pintado, un parterre, la ubicación de una carpa discotequera… Su portafolios echaba humo, poco a poco se iban apilando en él láminas y más láminas llenas de creatividad, sudor y también –por qué no decirlo– de un poco de miedo. Se estaba barajando su futuro.
Mientras tanto, su vecina de asiento llenaba frenéticamente páginas y páginas de un bloc que tenía en las rodillas. Su tablero de dibujo estaba intacto: como la mayoría de sus compañeros, ella no presentó una sola obra. En los descansos, salían a tomar café al taciturno quiosco del parque. Pagaba ella. La chiquilla no parecía tener ni para el chicle que no se caía de su boca, siempre con los mismos vaqueros raídos y ese aspecto de estar allí por caridad.
A veces la veía a lo lejos hablar con un muchacho, parecían imprecarse, se atropellaban el uno al otro. Maite solía pasear sola, hacía turismo por la ciudad, una chica del sector de humanidades cenó en su mesa una noche y luego la invitó a la fiesta que un médico chiflado y malhablado daba en su habitación. Otra vez acudió con toda la tropa a una sesión de cine que se proyectaba en uno de los colegios mayores. En una conferencia sobre publicidad creyó ver a la asténica e incolora muchacha sentada en la fila de delante junto a un hombre muy guapo, bien vestido y con un impecable corte de pelo. Nada que ver con aquel zarrapastroso del pabellón de los becarios, el grupo al que, sin duda, también pertenecía la chica. Ellos eran mayoría, no tenían derecho a ser evaluados y, en consecuencia, ninguno de ellos se molestaba en empuñar el rotulador.
 
No obstante, y aunque sin duda pertenecían a mundos opuestos, estaban cogidos de la mano y, de vez en cuando, cruzaban unas pocas palabras.
                                                                                                                 (Continuará)

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