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miércoles, 26 de junio de 2013

Los árboles azules 25: Confidencias

Imperceptiblemente nos fuimos alejando. Habíamos doblado la esquina quedando fuera del alcance de los servidores de  la ley. Entonces, en cuanto enfilamos la calleja empedrada, echamos a correr todo lo deprisa que podíamos. Ángel era el único capaz de dar grandes zancadas, el políglota me empujaba por la nuca igual que hacía yo con mi gato. Debido a la escasa libertad de movimientos y a pesar de que íbamos cuesta abajo, nos arrastrábamos los dos penosamente, tanto que mi agresor tuvo que desgañitarse para ordenar al otro que se detuviese y esperase lo que hiciera falta. Me dolía el cuello y empecé a toser. Por fin llegamos a una tasca mugrienta, entramos por una cortina de abalorios y, antes de acostumbrarnos a la oscuridad de la estancia y de poder distinguir claramente las caras de los que se nos quedaban mirando, salimos por la puerta de enfrente a una explanada de losetas, donde habían aparcado un coche gris. Sabino era quien estaba al volante, tenía una colilla pegada a su comisura izquierda pero me sonrió con el resto de la boca. Parecía estar imitando a uno de esos gánsteres que pululaban por Chicago en el cine de los años 40.

-¡Qué gusto verla, Molina! Por fin podemos hablar.

-Déjate de monsergas, Sabino. ¿No decían que estabas muerto?

-¿También a usted se lo han dicho? Jajajaja. Siéntese aquí delante, tengo que contarle muchas cosas.

-¿Es que crees que estoy loca? Yo en ese coche no entro.

Pero vi con el rabillo del ojo una pistola apuntándome.

-¡Venga, mujer! Usted nunca ha sido rebelde. Tengamos la fiesta en paz, ¿le parece bien?

Me acomodé en el asiento del copiloto, pero dejé la puerta abierta y la pierna derecha pisando el suelo con toda la firmeza posible. Nadie se molestó en impedírmelo. 

-Así me gusta. Enseguida se dará cuenta de que lo único sensato es hacerme caso a mí.

-Tú lo que tienes es mucha jeta,

Estaba furiosa. En ese momento me daba igual que me disparasen. No estaba dispuesta a aguantar ni un minuto más las mofas de aquella gentuza.

-Vamos a ver, ¿quiere que le ponga al corriente o no? Con malos modos no llegamos a ningún sitio.

-Lo que quiero es que me lleves dónde está Auko, solo quiero verla, hablar con ella...

-¡Ya! Y asegurarse de que está sana y salva.

Aquello era tan obvio que ni siquiera tuve que asentir.

-¿Verdad que es eso? Pues lo siento, sobre ese particular, no está en nuestra mano complacerla. Auko es muy lista, supongo que sabrá cuidarse, pero nadie puede garantizarlo porque ya no está con nosotros. Se escapó ayer.

-¿Que se escapó?

Me quedé estupefacta pero reaccioné pronto.

-Eso es mentira. ¿Qué habéis hecho con ella? ¿Os la habéis cargado? ¿Eh?

Mientras tanto, los otros dos habían ocupado los asientos de atrás.

-Sal de una vez de aquí, Sabino. Señora, cierre la puerta si quiere. Y, si no, es cosa suya, allá usted cuando se rompa la crisma.

-No seas animal, Saldaña. Tú y Ángel os quedáis aquí, que yo voy a hablar con ella a solas. Cierre usted la puerta, Molina, que nos vamos.
Juan Soriano - Ángel de la guarda
-¿A dónde?- Pregunté con un hilo de voz.

-Dónde usted quiera. A su casa, por ejemplo. Veo que todavía no entiende para qué la necesitamos. Creíamos que Auko se había refugiado en su domicilio y parece que no ha sido así. Hasta ahora. Pero deberíamos estar allí esperándola.

-Ni lo sueñes, chaval. -Tenía que disimular el pánico pero lo cierto es que me temblaban las rodillas.- Auko no es tan tonta, no se le ocurrirá ni acercarse. Tampoco yo voy a llevarte a mi casa, ¿esta claro? Por mucho que te empeñes.

Saldaña y Ángel habían salido del coche por fin, pero no se habían ido, estaban merodeando por allí sin quitarnos ojo ni un momento. Sabino bajó la voz, fingió sonarse la nariz para que no le viesen mover los labios.

-Ellos son los novios de las Tacón.

Me contuve, pero a punto había estado de soltar un improperio. Si teníamos que dar la impresión de estar callados no iba a ser yo quien desmontase la farsa.

En cuanto volvieron la espalda se explayó de una vez:

-El jovencito es un buen muchacho. Por cierto, también él dice ser hijo de Bernardo. Su madre trabajaba en un prostíbulo de Santa Marta. Ya murió. Hace tiempo. Al poco de llegar a España, cuando Ángel era un bebé aún.

-Y Auko ¿qué pinta en todo esto?

-Auko nada, Bernardo sí. Ella se metió en medio de todo. Sencillamente.

-¿Y tú?

-A mí me metieron. Podría salir si quisiera, pero ya es tarde: estoy enamorado de la chinita.

-¿Chinita la llamas? Parece filipina más que otra cosa, pero sus padres son de aquí.

-Lo sé. ¿Y qué con eso? Seguro que un antepasado oriental tiene.

No me podía creer que estuviésemos hablando así, como si fuésemos dos colegas. Desconfiaba de él, por supuesto, pero demostrarlo hubiese sido nefasto. Por otra parte, siempre quedaba un atisbo de duda. ¿Y si no estuviera mintiendo? No creo en espíritus pero estoy convencida de que la telepatía se convertirá dentro de poco en una rama más de la ciencia. La noche anterior había visto manchas de tinta entre las ramas de un árbol azul que flotaba en el fondo de un cántaro. Estaba segura de que el mensaje me lo enviaba la propia Auko: quería avisarme de algo y ese fue el medio que encontró. Me había quedado mirando al frente, donde los dos pasmarotes, sentados en el capó, miraban hacia atrás de vez en cuando para simular que nos vigilaban.

-Sabino, dime la verdad, ¿quién es el muerto?

-Pero bueno, ¿usted es bruja o qué?

(Continuará)

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