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lunes, 24 de junio de 2013

Charlas con Paco Tella: El piloto automático



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-¿Quién dijo qué...?

-Ya sabes, el caracol...

-Calla que se oye.

-¿Quién juega ahora?

-Este.

-Ni hablar, te tocaba a ti.

-Sal.

-Entro.

Brutales golpes del cubilete en la mesa. Tapetes verdes. Charla incongruente. Es la primera vez que acompaño a Cris a la taberna donde Paco juega a no sé qué con sus amigos.

-¿Cuántas veces tienes que aguantar esto?

Ella se apoya en el borde del respaldo, estira las piernas y se masajea las sienes con suavidad.

-La verdad es que no vengo nunca.

-Es insoportable, ¿no?

Entonces me fijo en Paco, con su camiseta blanca, el enorme corpachón inclinado hacia delante y un mechón de pelo flotando sobre su cara. El foco de una alacena rebota en sus ojos que ahora parecen verdes, aunque sé de sobra que siempre han sido castaños Nunca lo he visto así. Mejor dicho, hace muchos años que no tenía esa pinta; pero hoy, por alguna extraña razón, se parece bastante al muchacho que fue. Me doy cuenta de que le estoy mirando con demasiada intensidad, siento un poco de vergüenza y aparto la vista. Ha sido un lapsus tonto y espero que Cristina no se haya dado cuenta.
Está tan interesada en la conversación que mantienen, a nuestra derecha, dos hombres acodados en la barra que no atiende a otra cosa. Tiene la cabeza inclinada y mantiene la vista fija en el suelo, pero yo sé que les está escuchando. Esa noche no podrá dormir, ni ella ni Paco. Los dos me lo contarán después, por separado, seguros de que el otro ni siquiera estaba atendiendo.

El más alto y delgado tenía un cigarrillo en la oreja, el otro sostenía un archivador sobre las rodillas y a veces se tapaba la boca con la mano. Entre eso y el ruido de las fichas, no resultaba fácil seguirles, pero intentaré reproducir la conversación con la mayor fidelidad posible.

-... Sí, el proyecto de boxeador ese. ¿Te has fijado?

-¿El que ha entrado tapándose la boca como si los demás le diésemos asco?

-¡Justo! Eso es lo que digo. Algunos deben de mear agua bendita. Venía tan campante hasta aquí y, en cuanto nos ha visto fumando en la puerta ha pasado como un rayo. Ni que le estuviesen apuntando con un rifle.

-¡Es una auténtica vergüenza! A esos tipos yo les prohibiría entrar en sitios donde hay gente. Por principio. A mí me parecen contagiosos. La mala baba y la prepotencia son como un mal virus, de lo peor que puede haber.

-Y que lo digas.

-Me dan ganas de tropezarme con él, así, como quién no quiere la cosa, y darle una buena hostia en los morros.

-No lo hagas. Dicen que antes combatía, seguro que tiene una mala leche que flipas.

-Pero dicen que está enfermo. ¿Por qué no pruebas tú que eres alto? Así, como si te cayeras encima de él.

-¿Enfermo ese? A ti y a mí nos coge en volandas y nos estrella el uno contra el otro como si fuésemos dos platillos. Y, encima, con la ojeriza que nos tiene por habernos visto fumar... Yo, por mi parte, no pienso tentar a la suerte, pero allá tú. Avisa para que me quite de en medio.

Fue en ese preciso instante cuando noté que Paco les estaba oyendo. Fruncía el ceño y le brillaban los ojos más de la cuenta, pero no movió un solo músculo. Dos días después se sinceraría en secreto conmigo.

-Ni una palabra a Cris. Es muy despistada y seguro que ni se fijó en ellos, pero estaban despellejándome solo porque pasé con precaución.

-Paco, tienes que entenderlo. Ellos no tienen asma, ni siquiera se imaginan lo que es eso. Nunca han oído hablar de un broncoespasmo, no han llevado a nadie a urgencias ni se han conectado a una máquina de oxígeno.

-¿Qué dices? Pero si a esos dos les conozco bien, llevan toda la vida en el barrio. Uno tiene una gestoría y el otro es administrativo en un hospital. Ese por lo menos debería entender un poco, digo yo.

-No necesariamente. Es lo que tú dices siempre: si los médicos no ponen ningún interés en divulgarlo, en televisión o de la forma que haga falta, la gente no se entera. Solo al que le pasa, o el que tiene un familiar con el problema.

-A ver, Molina. No hay mayor sordo que el que no quiere oir. Todo ese tiempo que tuve que prescindir de los bares porque me pasaba el día en urgencias... Fueron cinco años nada menos. Empezó justo cuando sacaron esa ley absurda que ponía en manos de los hosteleros dónde se fumaba y dónde no, yo me tenía que quedar en casita y ellos insistían en tomarse unas cañas conmigo. Nunca fui. ¿Por qué creen que no iba? ¿Por gusto?

-Seguro que de eso ni se acuerdan.

-Y ¿cuando invitaba a casa a los de la partida, ellos incluidos, y venían con la condición de no fumar? Bien que se trasegaban mi jamón y mi vino, entonces no me llamaban fundamentalista.

-Tienes razón. El egoísmo de la gente es enorme.

-¿Egoísmo? ¡Vale! Pero ¿todo ese desprecio? Esa forma de hablar de mí que no les he hecho nunca nada malo. Al revés. ¿Por qué no se molestan en preguntarme qué pasa? Ellos saben que fui un gran fumador desde  pequeño. ¿Voy a ser tan tonto de odiar ahora a los que hacen lo que yo hacía? Han escuchado que estoy enfermo. A lo mejor me ahogo con una sola bocanada de humo, a lo mejor respiro artificialmente, tengo bombona de oxígeno en casa, broncodilatadores y toda la parafernalia completa. A lo mejor una sola bocanada destruye el efecto de tanta medicación.

-O a lo peor, Paco. Pero no te calientes la sangre.

No le conté que Cris estaba mucho más rabiosa que él. No solo había escuchado la conversación mejor que nosotros, además, estaba dispuesta a morderles.

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