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domingo, 10 de febrero de 2013

Suite francesa, de Irène Némirovsky

Durante el largo trecho que supone la lectura de esta novela no he podido dejar de imaginar a su autora escribiendo frenéticamente, en mitad de un combate feroz en la que ella se veía envuelta por partida doble ya que, además de formar parte de la población civil sometida al conflicto, se veía acosada por los nazis a causa de su raza, sola en su casa vacía, con su marido prisionero y muerto después, sus hijas escondidas en casas de amigos, con el firme propósito de aprovechar lo que le quedara de vida para dejar constancia a la posteridad de la enorme y disparatada tragedia que estaba viviendo. Sus verdugos sin proponérselo, le concedieron, justamente, el tiempo necesario.
Considero que toda obra maestra merece una buena edición, con prólogo aclaratorio y el añadido de cualquier dato que contribuya a evitar confusiones. Este lo he leído con un interés aún mayor, por lo significativo de la información que aporta. También sobrecogida. El carácter retratado seduce, se aclaran además cada una de sus líneas, incluso ciertas escenas de la novela corta El baile. La trayectoria de Irène Némirovsky, su trascendencia en la literatura, actitud ante la vida, circunstancias familiares y peripecias de los últimos años consiguen acercarnos a ella más aún. No solo por el carácter dramático y novelesco de sus vivencias, en común con otras muchas figuras históricas, sino, en particular, por esa actitud de lucha permanente, por su desafío a las circunstancias debido (y a pesar de) su gran lucidez mental. Al final se añaden unas notas manuscritas y la correspondencia, suya o de otras personas, preocupadas por su suerte y comprometidas con la de sus escritos.
Conociendo ya esos detalles de su vida, se comprenden las causas de esa emoción. Pero –repito– sobre todo impresiona su capacidad de mantener la cabeza lo suficientemente fría para transmitir esa realidad, con esa prosa tan bella y apasionada, sumergida como estaba en aquel mundo de pesadilla en el que, además, ella misma era el ratón al que amenazaba una ratonera gigantesca.
Al principio se presentan estampas en apariencia independientes, más o menos estáticas, que representan a los personajes en el momento de hacer acopio de enseres y, luego, en diferentes momentos del éxodo. Cada grupo vuelve a aparecer, como si de un friso se tratase, representando un poema épico pero no con la épica de los vencedores sino con la de los derrotados, la épica de la escapada, si es que esta expresión tiene algún sentido. La autora, en lugar de dejarse llevar por la desesperación de aquellos momentos, intentó realizar una fotografía literaria con estructura musical de aquellas circunstancias excepcionales, concentrarse en la crónica, en el reportaje, e intentar llevarlo a la categoría de arte para trascender el simple sufrimiento y, como decía más arriba, dejar a la posteridad su testimonio. Para ello hace desfilar diversos grupos: a la familia que huye con los niños y el abuelo, la amante con el escritor, los chicos de la escuela con el cura. Y, una vez logran apartarse de su hogar y renunciar a la mayor parte de sus pertenencias, con todo el desgarro que esto supone, las tristes peripecias que les van sucediendo y el panorama (desolador) que aparece ante sus ojos y, en definitiva, ante los nuestros. Una descripción tan magnífica de esa parte de la historia europea que parece increíble que fuera creada entera justo entonces, que su autora no la haya podido corregir, objetivar y dar forma en un futuro, pero fue así con toda seguridad ya que ella no sobrevivió. No obstante, el manuscrito se puede considerar acabado, no solo por la perfección de su estilo, también por la contundencia de las escenas y el firme pulso con que están dibujados los personajes. Según vamos avanzando, lo que empezó siendo una panorámica se convierte en un retrato cada vez más preciso de las figuras que componen el cuadro.
Hay algo que me preocupa, (y que hay que tener en cuenta si recordamos que el manuscrito estuvo guardado durante décadas y finalmente descifraron su letra minúscula, retocaron errores y lo dieron a la imprenta), y es qué clase de alteraciones por parte de manos ajenas ha sufrido la obra original. A estas alturas es imposible saberlo, todo lo que leemos tenemos que atribuirlo a Némirovsky. Pero ella estaba siendo testigo de algo y hay veces que resulta demasiado objetiva, algo que no encaja del todo pues, por muy conciliadora y optimista que se pretendiese aparentar, al fin y al cabo era humana. Falsa impresión o no, a mí me parece que, en capítulos concretos, a veces falta algo, o sobra, o se adivinan modificaciones espurias.  Sin ir más lejos, el de la muerte del cura mantiene un tono distinto del resto de la obra. Tanto es así que el episodio resulta impactante por lo artificioso pues, a pesar de tener la guerra como telón de fondo (y, aunque se hable de heridos, incendios, explosiones etc.) se diría que presenta una fisonomía demasiado amable. El drama, al surgir en medio de esa apacible estampa, impresiona aún más. A partir de entonces cambia de tono, en lo sucesivo aparecerá el factor crítico, la autora se fijará también en las sombras de los personajes, se acostumbrará a no quererlos tanto. A esa crítica no escapan ni las masas con su barbarie ni los privilegiados con su egoísmo y cínica indolencia ni los que les rodean con su servilismo y falta de escrúpulos. Ni las víctimas por el hecho de serlo han de ser necesariamente heroicas. Hasta puede que usen a sus muertos para alimentar un orgullo bastante absurdo, dadas las circunstancias.
 Más adelante empieza a mascarse una tragedia que estaba desarrollándose a dos pasos de la pluma. El tono se vuelve más áspero. Las hostilidades se acentuaban y ella, a partir de la fecha que fuese, sabía a ciencia cierta que estaba sentenciada. Ya no se limita a describir, no muestra una estampa idílica ayudándose de clima y paisaje, la miseria y el desarraigo no quedan ya en segundo plano. Hay diálogos con contenido y no puramente instrumentales, información sobre el carácter de los personajes y sus antecedentes. Tampoco aparecen igualados en la huída, esta ya ha finalizado y ellos se han ido instalando, en muy diferentes condiciones unos de otros. Todo ello añade un tinte de amargura a la trama. Los muertos de la guerra quedan difuminados en la tragedia colectiva y aparecen en primer plano los que han perecido por otras causas. El abuelo por desidia, el padre Philipphe por crueldad, Charles por un accidente que más bien parece un castigo a su arrogancia.
Siempre nos quedará la duda. Puede que toda esa comprensión hacia el invasor, esa extraña facilidad con que se parecía ponerse en su piel, la humanidad demostrada durante la convivencia –que la autora también experimentó– podría explicarse, más que por su capacidad de comprensión (aunque quizá también, en parte) por la más elemental prudencia. Némirovsky sabía que esos papeles podían caer en manos alemanas siendo como era una judía perseguida. No era tonta, así que hizo lo que tenía que hacer: cargar de momento las tintas en la comprensión. Más adelante, si las cosas cambiaban, ya habría tiempo de ser totalmente sincera, modificar algunos hechos y convertir ciertas personalidades en otras mucho más sombrías.

2 comentarios:

  1. Quería felicitarte por esta muy buena reseña y darte las gracias por haber entrado y comentado en las que hice yo de Cristoff y Paasilinna en La Tormenta en un Vaso. Un saludo

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  2. Muchas gracias, Miguel. Sigo "La Tormenta..." desde hace unos cuatro años y creo que no me he animado a comentar más que entonces. Algo de especial habré visto, digo yo :)

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