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jueves, 14 de febrero de 2013

Los árboles azules 10: Intemperie

La huída empezó con Auko confiscando el móvil de Agosto. Al poco, recibió una llamada y, como esperaba, eran los secuestradores del padre. La niña, Rosana, andaba cerca. Se dio cuenta de todo, pero antes de que pudiese avisar, ella ya corría hacia la verja. Protegida por el follaje, habló en susurros con el jefe de la banda, no solo para no ser oída por cualquier policía que merodease por allí o para que no la sorprendiesen los chicos, también para enmascarar su voz porque se estaba haciendo pasar por el chaval.
Creyendo que hablaba con el hijo del secuestrado, el mafioso la citó esa misma noche dentro de un taller mecánico, en una calle de las afueras. Auko me contaría luego que decidió no acudir a la cita y que le pareció preferible espiarles. Así la encontré a la puesta del sol, cuando se me ocurrió seguir a los agentes que a su vez encontraron su rastro gracias a la señal del teléfono. Se hallaba plantada como un ficus a la puerta de una tienda de modas. Habíamos logrado dar esquinazo a los polis que, si bien me habían llevado sin querer hasta la tienda, no habían conseguido dar con Auko. De los secuestradores ni rastro, el taller parecía en ruinas y desierto. Aunque nunca se sabe, puede que nos estuviesen observando con satisfacción –igual que nosotras a los de uniforme- por no haber podido dar con ellos habiendo llegado tan cerca. Pero aquello era peligroso, podíamos rondar pero tampoco era cuestión de meter las narices allá dentro. En caso de habernos reconocido, quién sabe lo que nos tendrían reservado a las dos.
Caminaba por la acera y la vi. Supe que era Auko convertida en muñeca de cera. Pocos hubiesen podido negar que no fuese un maniquí, tal como estaba, congelada en un movimiento, vestida con ropa de la tienda, vigilando. A la cabeza llevaba un foulard violeta, el vestido era de corte hippie con muchas margaritas bordadas. Un panel de cristal la protegía pero, en caso necesario, no hubiese sido difícil escapar de un salto. Me preguntaba si el material estaría blindado, me hacía muchas otras preguntas. De dónde sacaba el valor para aparentar ser una muñeca de plástico y, exhibiendo una piel de silicona, permanecer al otro lado de un incierto vidrio sin mover un solo  músculo. ¿Y el vaho de la respiración? Tenía la boca peligrosamente cerca, pero había sido previsora y el pañuelo le tapaba parte de los labios.
Me acerqué a la terraza del bar de enfrente. Sentada ante el velador, pedí un botellín de cerveza. La luz empezaba a descender como un gato por el perfil de las fachadas y los troncos, se instalaba en las raíces y en los bordes de las alcantarillas. Me quedé una media hora. Tuve que saltar bruscamente del asiento cuando el mesero, con muy malos modos, lo levanto con un solo bíceps mientras extendía el otro reclamando el importe. Retiró hasta el último taburete en un suspiro y desapareció al fondo de la cueva cargado con ellos a la espalda, luego cerró la puerta metálica desde dentro con un estruendo de mil demonios. Auko tenía que haberlo visto todo, pero seguía sin inmutarse, tan inmóvil como una muñeca. ¿O estaría yo delirando y sería realmente un maniquí? La acera había quedado desierta, un viento repentino empezó a helarme las orejas, a arrastrar unos botes de plástico. Solo quedaba abierta la tienda de ropa con su maniquí a la puerta. No se veía otra luz en toda la calle, mi presencia resultaba sospechosa o, al menos, inexplicable. No tuve más remedio que largarme de allí.


Ahora sé que no le resultó fácil, que pasó horas tiritando de frío y se esforzó en disimularlo mediante técnicas de control mental. Aquella noche a la intemperie vio algo pero luego no fue capaz de dar muchas pistas. Los malhechores aparcaron un coche a la puerta del taller con el motor en marcha, se distinguían linternas detrás de los cristales rotos y polvorientos. El falso camarero salió con cautela de su cuchitril y miró a través del escaparate, en plena noche, como un búho, con sus gafas de culo de vaso. Pensaba Auko que yo le había puesto sobre la pista al mirar con insistencia la tienda, lo que el otro no imaginaba es que al fondo no había un alma, que en quién tenía que fijarse era en el espantapájaros con bata de cola alzado en la plataforma. Cuando se cansó de romperse la vista, se volvió con cautela y, mirando a todos lados, cruzó la calle y entró en el taller. Ahora aumentaba el movimiento, algunos habían entrado en el coche, un hombre se había puesto al volante, había dos sombras contra la fachada. No pudo distinguir nada más.
Se entretuvo pensando en la víctima. El hombre flaco que empezaba a echar carnes muy lentamente, un canoso cuyo pelo raleaba ya. Esa relativa decadencia era lo que le atraía de él, por eso lo pasaba tan bien evocándola. Le gustaba ese semblante que exudaba bonhomía, los ademanes campechanos, la sonrisa algo irónica, aquellos ojos azul celeste que iluminaban la sombrerería, y sus manos morenas y grandes.

Cuando llevé a la policía hasta allí, todos habían desaparecido, del coche no quedaba ni rastro y el local estaba desierto. Auko había encontrado un chaquetón y una bufanda en el almacén de la tienda y esperaba sentada en un banco intentando hablar por teléfono. Temblaba de pies a cabeza y su barbilla amenazaba con descoyuntarse. Había aguantado tanto tiempo los nervios y el frío que se sentía incapaz de controlarlos.
Bernardo pagaba poco a sus empleados y exigía mucho, era algo huraño y no se merecía tanto amor, ni de Auko ni de nadie; tampoco que le hicieran daño. Pero así es cómo le vería yo después.
(Continuará)

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