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viernes, 2 de agosto de 2024

Lucrecia (Relato con anagnórisis)

Esas cosas es imposible imaginarlas. Quién lo hubiera dicho cuando era un bebé y alguien entró con ella en brazos en el asiento trasero de un taxi. El nombre se lo había puesto ella pero de la identidad de sus padres adoptivos no sabía absolutamente nada. Curiosamente, cuando la bebé -nacida del amor con un chico africano que vino a trabajar a su pueblo- no solo había dejado de serlo hacía mucho, sino que había cumplido doce años esa primavera, todo empezó a encajar. Primero, conoció sus apellidos gracias al chivatazo del entorno familiar. "Ni se te ocurra comentar que te lo he dicho yo, si mi madre se entera me deja de hablar un año". La madre de Feli era amiga íntima de la suya y participó a su manera en todos los tejemanejes de un rapto supuestamente legal. En realidad, se la arrebataron de los brazos cuando aún no se había repuesto de la anestesia, le obligaron a firmar unos papeles, bajo amenazas que ahora consideraba irrisorias, y ocultaron la información con siete llaves. Hasta Feli, una chica cabal, amiga de la infancia, había tardado todos esos años en soltar la bomba. Seguramente pensó que el dato no le iba a servir para nada, pero los planetas se habían alineado en su favor. Pocos meses después, Lu se hizo con el trofeo a la mejor deportista de la región dentro de su categoría, y su nombre, junto a su foto, entre otros muchos detalles que podían parecer triviales para cualquiera que no fuese ella, apareció en primera página de la prensa nacional. De ahí a poderla ver en persona solo había un paso.
Y lo dio. Un martes de noviembre, después de un largo seguimiento por los alrededores del domicilio, de esperar su salida del colegio bien camuflada bajo el casco de la moto o al volante del coche de un amigo, de conocer sus idas y venidas, las costumbres familiares e incluso intuir sus pensamientos bajo aquellos rizos oscuros, pudo acercarse a ella en la zona de los columpios del parque adónde solían llevarla. Lu estaba siempre muy protegida, era algo desconfiada también, así que no fue fácil.
Esa tarde, calculó meticulosamente distancias y tiempos. Cuando la niña, en sudadera color mostaza, bajaba a toda velocidad del tobogán, ella pasó por delante, se agachó un poco para quedar a su altura y susurró: "Conozco a tu mamá biológica, si quieres que te traiga una carta suya súbete la capucha". Lu lo hizo al instante y ella se apartó rápidamente para que no la viese llorar.
Después de ese día, la esperaba, siempre a la misma hora, sentada con un libro en el banco más apartado de la zona infantil. Ya empezaba a desanimarse, cuando una tarde levantó la vista y vio como caminaba resueltamente hacia ella, ponía un pie a su lado para atarse la zapatilla y hablaba sin casi mover los labios. "Si la tienes, levántate y déjala aquí mismo. No te preocupes, la pienso guardar en el calcetín".
Madre mía, ¡qué hija tan lista había parido! Lamentó no poder darse la vuelta para ver cómo se las arreglaba, pero había que caminar tranquilamente, no dejar traslucir su emoción, pasear sin rumbo entre los setos y, finalmente, alejarse de allí sin saber qué podía esperar de ese encuentro. Pero aquel era un triunfo mucho mayor de lo que nunca habría podido soñar. Así que sacó fuerzas de donde no las tenía y se fingió indiferente mientras se veía acosada por mil ojos desde todos los rincones del parque.
Dejó pasar un par de semanas antes de aparecer por la zona. Su carta decía:
"Querida Lu. (Yo te llamo así cuando pienso en ti, o sea a todas horas). Me prohibieron quedarme contigo y me ha sido imposible encontrarte hasta ahora. Ha sido gracias a tu premio. No imaginas lo orgullosa que me siento de tu talento como deportista, lo feliz que me hizo tener pistas de tu paradero y cuánto te he empezado a querer desde que te conozco. Me gustaría que habláramos, pero no sé si tienes prohibido encontrarte conmigo. Supongo que muy fácil no será, ya que no te atreves a mirarme. Te quiere con toda su alma y espera ansiosamente tu respuesta. Mamá."
La vio en cuanto llegó a la explanada, estaba agachada sobre el que ahora consideraba su banco, el de ellas, y eso le pareció buena señal. A su lado, un par de mujeres charlaban de sus cosas. Esperó hasta que la vio alejarse. Sobre la piedra, había escrito con tiza: "Déja aquí tu teléfono". La tiza estaba en el suelo. Se sentó, sacó el libro y fingiendo que leía hizo lo que le indicaban. Una de las señoras la miró fijamente cuando abrió el pañuelo y borró las palabras de Lu, pero ya no pintaba nada allí. Metió el libro en el bolso y vio perfectamente cómo su hija la estaba observando desde lejos.
Semanas e infinidad de chats más tarde, había conseguido convencerla de que la decisión estaba en sus manos. Solo tenía que hablar con sus padres, hacer valer sus razones. Sin su consentimiento ella no tenía fuerza legal ni moral para cambiar nada.
Han pasado tres años. Ahora Lucrecia tiene dos madres, un padre y una sombra en África cuyo rastro tratan de encontrar las dos juntas. 

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