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miércoles, 17 de julio de 2024

Malos presagios (Relato agorero)


Blanca está sentada en su escritorio anotando cifras en el Excel. Un mechón se le desparrama por la mejilla izquierda. Cuando se ha parido, aunque haga ya tantos años, cualquier mohín se anota y se identifica casi sin dudar. Cree que ha llorado esta tarde, que le abruma tanta responsabilidad, la gente a su cargo, los presupuestos, ve como su vida se mide por gestos controlados, medidos al milímetro, pero solo por fuera. Su cabeza palpita alocada, tiene que adelantarse a lo que le exige una actividad que, por otra parte, adora. Sin ella esa alegría que desprende se esfumaría en pocos segundos.

Su Blanca. Tan llena de proyectos, tan enamorada, tan amable y cariñosa con los suyos. A veces teme que algo se tuerza en ese panorama sin fisuras. Y, como siempre que esos fantasmas la acosan, vuelve a ver el cuarto vacío, la cuna revuelta, el cajón sin juguetes, las perchas todavía balanceándose. Alguien entró y la niña ni siquiera dio un grito. Eso es lo que le dio la pista de que debía ser algún conocido: sabía dónde estaba cada cosa, cada persona, ella trabajando en el jardín, la bebé acostada, su maletita en el lado derecho del ropero. 

A los diez minutos la casa estaba llena de agentes recorriendo pasillos, haciendo preguntas. "Lo siento, no he visto a nadie pero tiene que haber sido una persona de confianza" "¿Usted confía en secuestradores, señora?" "No, no, quiero decir..." Ni sabía por dónde se andaba, todo era confusión y nervios. Llegó Tomás, sus padres, su hermano Fede. "No puede estar muy lejos, que vaya, cada uno en su coche, en todas las direcciones posibles". ¡Qué absurdo! pensó ella, repartirse las zonas sin saber a quién se está buscando ni dónde. Se quedó sola, temiendo escuchar el timbre del teléfono, imaginando una voz cavernosa que exigía una suma inverosímilmente alta. "Has visto demasiadas películas" pensó, y era verdad.

Blanca se levanta, corre a su habitación y al rato vuelve con el pelo mojado y taconeando. "No tengo tiempo de peinarme, que se seque al aire él solo". Es tan evidente que está contenta. ¿Qué habría sido de ella si no la hubieran encontrado?

"Señora, un crío de quince meses se olvida de su familia en menos de un año. Ustedes tardarán un poco más, pero los niños cambian mucho, así que deben darse prisa." ¿Prisa? Si estoy paralizada, no hay nada que podamos hacer, ya hemos buscado por los alrededores, visitado a todos los conocidos, llamado a hospitales, agencias de viaje, aeropuertos. "Primero, haga memoria y luego apúntelo todo. Una lista de potenciales..." "¿Secuestradores? Pero como voy a poder escribir un solo nombre. Si sospechase remotamente que alguien es capaz de hacerme algo así, no le permitiría ni acercarse a nosotros." "De acuerdo. Usted coja un boli y piense, se sorprenderá de lo que puede recordar a poco que se esfuerce".

Recordó. Y no solo eso, puso a la policía sobre la pista de aquella peluquera sin escrúpulos que vivía a cientos de kilómetros. Un detalle minúsculo le vino a la mente en cuanto se sentó con su libreta, pero le habían asegurado que nada, nada de lo que pudiese aportar les parecería irrelevante y mucho menos motivo de burla. Una tarde en la piscina, Camelia había asegurado que en la zona donde trabajaba había potentados que darían millones por cualquier crío de menos de tres años. Se ruborizó al contárselo al agente, pero él se sentó y la acribilló a preguntas. Entonces, aquella urbanización de lujo con salida directa al mar, repleta de yates y coches de alta gama que tantas veces le había descrito la ladrona se le apareció con todo lujo de detalles sin haberla visto nunca. "¿Habrá cogido un avión?" preguntó Tomás. "No señor, eso habría levantado sospechas, además esa vía ya está investigada, ha debido salir por carretera".

En un taxi. Camelia había contratado sus servicios días antes de llevarse a la niña, le compensaba haberse gastado un dineral. La policía de allá peinó la zona y no les costó gran cosa encontrarla. Lloraba fingiéndose arrepentida, le dijeron. Lágrimas de cocodrilo, claro. Le cayó la pena que se merecía antes de que llegase a cerrar ninguna operación, aunque había tanta competencia por quedarse con Blanca que más que venderla la estaba subastando. A su hija, esa mujer que ahora sale sin apenas despedirse, abre la puerta de su deportivo y arranca a toda velocidad. 

"Solo deseo que todo le vaya bien, su vida es demasiado perfecta, nunca ha tenido ningún contratiempo, salvo aquel que ni siquiera recuerda, y por suerte solo duró una semana. Una felicidad tan completa no parece natural, tengo miedo de que se haga añicos cuando menos me lo espere."

viernes, 5 de julio de 2024

Un matrimonio (Relato controvertido)

Emil Nolde - Young couple (1935)


Era la enchufada de la clase porque sus padres tenían pasta y las monjas no eran inmunes a la promesa de beneficios económicos ni al prestigio que suponía para ellas que Paula fuera su alumna. Una chica del montón en todo pero le ponían sobresalientes a porrillo. Y muy rara además: la encontrábamos parada en medio de un pasillo mirando al techo como petrificada, algunas decían que se le aparecía la virgen, yo creo que tenía algún tornillo mal ajustado.

Pero coincidimos en biológicas e hicimos cierta amistad. Ella se acercó a mí y poco a poco, por inercia en mi caso, nos fuimos viendo regularmente. No era mala chica, le gustaban las pelis con subtítulos, jugar al tenis y hacer senderismo. En realidad, nos unieron las aficiones. Por mi parte, tampoco le hacía ascos a esa casa enorme que tenía donde se podía nadar a todas horas y cuya biblioteca era interminable, aunque ella no solía visitarla. Tenía unos padres añosos que nos permitían hacer lo que quisiéramos y organizaban unas fiestas de lujo para toda la pandilla que podían durar un fin de semana entero. Acabábamos dejando aquello hecho un asco, pero el servicio se ocupaba de todo.

Cuando nos acercábamos a la treintena pasó por otra mala racha. Por entonces apenas nos veíamos porque yo estaba muy ocupada, preparando el doctorado y ocupándome de mi bebé. No tenía tiempo para nada pero ante su insistencia permití que me invitase a comer uno de esos sábados en que mi marido salía de guardia del hospital. Nunca lo hubiese hecho, me puso la cabeza como un bombo con su obsesión por una soltería que no acababa de asumir. Por entonces, la mayoría estábamos casadas, unas cuantas teníamos hijos e incluso hubo quien ya se había divorciado. Fue una velada agónica, repetida mil veces por teléfono y por todos los medios electrónicos posibles. Para librarme de ella, le aconsejé que se subscribiese a una página de citas. 

Y funcionó. Empecé a sospecharlo cuando me di cuenta de que habían pasado dos semanas sin tener noticias suyas y respiré aliviada cuando me mandó un escueto correo dándome las gracias. Tres meses después recibí una tarjetita en la que se me invitaba a una cena formal en su nueva casa, situada en la mejor zona de Argüelles. Por fin, había salido de La Moraleja y ahora estaba viviendo con Ángel. Fue agradable verla tan feliz. Era obvio que sus padres no habían reparado en gastos después de haber conocido al chico, un pelagatos simpático sin oficio ni beneficio hasta entonces, natural de la provincia de Burgos, que había terminado la carrera de periodismo y no encontraba ninguna ocupación a la medida de su talento. Pero se entendían bien, ya que en este caso el otro papá, dueño de una empresa agrícola -aunque mucho menos opulento que los de ella y con varios hijos a su cargo- también proveía. Por el momento, pues parece ser que el grifo estaba a punto de agotarse.

Pocos meses después se reanudaron las llamadas. Ahora el problema consistía en que el muchacho era reacio al matrimonio, y para colmo quería tener hijos. ¡Habrase visto! Fue cuando me enteré de que Paula carecía de instinto maternal, reloj biológico y de todo lo que se relacionara con una hipotética prole. Yo no sabía qué aconsejarle pero al fin consiguieron llegar a un acuerdo: si él accedía a casarse, ella consentía en quedarse embarazada, pero solo de uno, nada de hijos en plural. Ni para ti ni para mí. Me pareció un arreglo sabiamente salomónico.

Como pueden imaginarse, aún no ha acabado, ni siquiera ha empezado del todo, este interminable culebrón. Cuando menos lo esperaba, Paula apareció en mi rellano sin avisar, envuelta en lágrimas, farfullando algo incomprensible y señalándose la barriga. Para entonces ya había nacido mi segundo hijo, y cuando entró y se encontró rodeada de aquel mar de pañales, papillas y niños alborotando, no solo no se calmó sino que sufrió una crisis de histeria. Tuve que dejar a Ramón organizando aquello y llevármela a algún sitio donde pudiésemos hablar. Entonces me contó su gran drama, se había quedado embarazada aunque no estaba en sus planes ni de lejos.

- Pero, vamos a ver. ¿No era lo que habíais acordado?

- Sí, pero era mentira.

- ¿Qué era mentira? 

- Que pensase tener ningún niño, solo lo dije para convencerle de que teníamos que casarnos.

Su boda había sido tan elegante y lujosa como era de esperar, quizá un poco kitsch en algún momento. Todo perfecto hasta que volvieron de la luna de miel y ella se negó en redondo a cumplir lo que había prometido. Lo que no podía entender de ninguna manera, decía, era cómo él había conseguido preñarla. Mucho después, cuando ya estaban divorciados y Ramón aún seguía frecuentando a Ángel, nos enteramos de que mi amiga había encargado a este el espinoso cometido de colocar cada día el anticonceptivo en el lugar conveniente de su anatomía. ¡A quien se le ocurre encargar algo así a quien desea ser padre a toda costa! Pero Paula seguía siendo la niña caprichosa de siempre, incapaz de responsabilizarse de nada ni de realizar ninguna tarea útil. Él, en cambio, ya trabajaba. La mamá jurista había movido los hilos en cuanto la ceremonia estuvo apalabrada, y meses más tarde aprobó la oposición de auxiliar de juzgado, con una nota mediocre pero suficiente para acceder a una plaza en propiedad. 

Nació Uriel. Ella se negaba a darle el pecho y amenazaba con pegarle cuando se quedaba con él a solas. Creo que nunca lo hizo, pero Ángel tuvo que pedir un permiso especial para ausentarse cada vez que al niño le tocase una toma. Su jefe se lo concedió oficiosamente y aprovechó para burlarse de él con todo descaro, aquello no debía parecerle cosa de hombres. Aunque, hay que reconocerlo, el flamante padre cumplió con su obligación día tras día sin quejarse, y cuando le pareció que la integridad del recién nacido estaba en peligro, salió de aquella ratonera, buscó un piso humilde en la periferia, una guardería en su nuevo barrio e inició una vida sin sobresaltos centrada en el bebé. 

Paula me contaría tiempo después que había pasado a la acción, tirar una pelota al chaval con toda la mala puntería posible, para convencer a su marido de que debían divorciarse. Ya el hecho de convivir con el niño no le hacía maldita la gracia. Y eso no era todo, para colmo a Ángel le dio por confesar su reciente obsesión por los bigotes y su proyecto de tener alguna aventura masculina en cuanto se presentase la ocasión. Dudaba entre acudir a la web de citas donde la conoció a ella, en su sección para gais, claro está, o visitar algún bar de ambiente de vez en cuando. En ese momento, ella lanzó el proyectil en dirección a la cuna, y aunque no llegó ni a acercarse al bebé, su padre decidió que no pasarían ni un minuto más cerca de aquella loca. Las dos versiones coincidían, con las lógicas omisiones según conveniencias.

Años después, yo me rompí el esternón haciendo montañismo y Ángel venía a ayudar  siempre que lo necesitábamos. La amistad entre nosotros dos se afianzó y cada vez que estábamos a solas él se enzarzaba en sus confidencias. Así me fue haciendo partícipe de todas sus aventuras, que fueron más bien pocas porque era novato en esas lides y no sabía moverse bien por aquel azaroso mundo. Hasta que conoció a Jorge, su gran amor recién llegado de Cuba, y nos lo presentó en una larga y embarullada visita que nos hizo llorar a todos por lo emotivo del asunto. No se lo oculté a Paula, tampoco lo hubiese hecho de saber cómo iba a reaccionar, porque ella entró en cólera y a partir de ese momento nuestra amistad acabó para siempre.

La pareja se consolidó, nos seguimos visitando con frecuencia y una noche, nunca lo olvidaré, recibimos la fatídica llamada. Ramón y yo asistimos, como era obligado, al funeral. Nos habíamos perdido el entierro por la mala cabeza de Uriel, que se olvidó de avisarnos hasta casi un mes después del atentado. Sí, Ángel perdió la vida un 11 de marzo en aquel tren de cercanías que le trasladaba cada día muy temprano al centro de Madrid. En la iglesia abrazamos al atribulado cubano, dimos el pésame al padre del fallecido y a su abatido hijo adolescente, y nos condolimos con su pueblo natal, que acudió en bloque a las exequias. A la que no vimos por ninguna parte fue a Paula.