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lunes, 15 de agosto de 2022

El mundo visto por Alicia



Cuando Alicia era niña nadie podía llevar la contraria a los padres. Por entonces los chavales tenían que ser sumisos, soportar lo que fuese, porque había que tener en cuenta el enorme sacrificio que suponía haberlos traído a este mundo. No se ponía en tela de juicio lo que hacían y decían los mayores, ellos lo sabían todo, acertaban siempre, hasta tenían la facultad de adivinar el porvenir.
Con el tiempo, acabaría preguntándose por qué se había casado tan joven. Era incómodo vivir en aquellas familias, convertirse en una adolescente asediada por unos padres –más o menos bienintencionados– que debían ejercer el autoritarismo más severo con sus hijas, lo quisieran o no, porque así se lo imponía la sociedad de la época.
Con apenas veinte años, recién salida del colegio de monjas, sin saber nada de la vida y sus argucias, convencida de que iba a ser tratada con equidad sin tener en cuenta su género, se encontró, sin comerlo ni beberlo, girando en una espiral de violencia difícil de entender. Eran otros tiempos, aquello no se podía contar ni a la familia, denunciarlo era impensable a no ser que se mostraran marcas bien evidentes en el cuerpo. Y, aún así, siempre quedaba la sospecha. Pero el terror no deja huellas, imposible probar que has sido amenazada con un cigarro encendido mientras te sujetaban los brazos a la espalda. Si hasta los moretones merecían el sarcasmo del policía de turno, una mirada condescendiente y la advertencia que zanjaba la cuestión: “Los trapos sucios se lavan en casa, señora.”
Pero lo logró. Aunque le costó lo suyo, consiguió huir de aquello, salvarse, no ser anulada, escapar a un destino seguro de sumisión y maltrato. Por fortuna tenía una profesión. Es verdad que, desorientada como estaba, le costó no entregar su sueldo al que todavía era su marido, y eso que no le veía el pelo en semanas.
Por fin, se atrevió a enfrentarse a sus exigencias, conservar su propio dinero que, además, necesitaba para mantener a su hijo, hacer frente a los gastos de la casa y pagar los del divorcio. Pero la cosa no acababa ahí, fue quedarse sola y enfrentarse a la noticia de que lo debía todo: la luz, el gas, el recibo de la contribución urbana, el agua y hasta un pufo en las cuentas de la comunidad de vecinos. Aquel santo cabeza de familia no había pagado a nadie y, por si esto fuera poco, afanó lo que pudo aprovechándose de su condición de presidente del bloque.

Con la ayuda de su familia, Alicia consiguió salir también de aquel atolladero. Ahora entiende que ella sí pudo salvarse, que su mente y su vida entera no fueron anulados por años de maltrato y sumisión, y que ocurrió así porque pudo ser rápida. Entonces no lo sabía, pero sacó ventaja a la fatalidad pidiendo  ayuda a su entorno y ejerciendo esa profesión que le permitió independizarse. Esto, teóricamente, es fácil de asumir, pero en la práctica no tanto. Desorientada como estaba, le costó mucho resistirse a entregar su sueldo al marido, aunque le pegara, no le dirigiese la palabra, aprovechase la menor oportunidad para dejarla en ridículo y no apareciese por la casa más que los fines de semana, aprovechando que Alicia se refugiaba esos días en el hogar paterno para invitar a sus conquistas dejando huellas por todas partes, aunque desde el día de la boda, jamás hubiese mantenido una conversación con ella de igual a igual ni sobre el asunto más intrascendente.Tras un enfrentamiento terrible que la dejó con los nervios destrozados, su legítimo salario no volvió a cambiar de bolsillo. Era hora de buscarse un abogado –peregrinación larga y angustiosa por los despachos más machistas de la ciudad– y, tras comprobar que el coche familiar estaba solo a nombre de él, que los ahorros se habían repartido por varias cuentas y que ninguna estaba a su alcance, se enfrentó a la separación, única alternativa por entonces pues el divorcio todavía no había llegado a España.

***
En cambio ahora los amos del cotarro son los hijos de ambos sexos. Ninguno es culpable de nada, ellos son quienes creen detentar el poder legítimo, quienes consideran a los padres sus sirvientes, esos que no tienen defectos destacables y, si acaso presentan alguna imperfección, la culpa es siempre de los progenitores, sobre todo de las madres, ellos siguen estando por encima de esas bagatelas, son los triunfadores, los que se arrastran por las trincheras del mundo exterior (aunque ellas trabajen el mismo número de horas) y por tanto seres superiores a quienes no compete lo que ocurre de puertas para adentro.
Los hijos, esos seres inefables a quienes hay que permitírselo todo. Y ay de ti si no lo haces. Serás inmediatamente comparada con los padres de otros hijos e hijas, con las madres de los amigos y compañeros. Comparada y denigrada, porque esas madres sí son comprensivas, no como tú, Alicia, que intentas poner límites y te sientes impotente ante tanta permisividad. Sigues siendo la rara, Alicia, fuiste hija cuando los hijos eran el último mono y ahora eres madre, menos que un cero a la izquierda en medio de este maremágnum.
Un hijo tiene todos los derechos, aunque sea mayor de edad, aunque tenga ya hijos propios. Alicia se pregunta qué pasará con la generación de sus nietos, ella no va a poder verlo, tiene demasiadas ganas de ser abuela y nunca las ha disimulado. Esa ilusión no se perdona, es una oportunidad para atacar, para frustrarla, para no darle el gusto de conocer a esos niños. Por eso nunca podrá saber si la situación se invertirá de nuevo a favor de los padres o los que nacen serán las nuevas víctimas de una generación inmisericorde. Afortunadamente, todos los hijos no son como César ni todos los maridos como el padre de este, ella sabe que tuvo mala suerte, una mala suerte demasiado frecuente, por desgracia.
Ya no tiene derecho a nada, y eso que tuvo que aceptarlo todo. Aquello por lo que no transigió cuando el déspota era su marido tuvo que soportarlo como madre. Con ese hijo, que ¿para qué negarlo? tuvo un buen maestro, que apenas se preocupó de él pero que le enseñó todos los resortes patriarcales que él aprendió de buena gana porque la tradición es lo primero, sobre todo si nos mantiene en la cresta de la ola.
Hubo de transigir con el desprecio, la humillación, los insultos, el abandono cuando llegó la enfermedad que se instalaría para siempre en su vida. ¿Qué otra cosa podía hacer? Hay que disimular, no rebelarse para no parecer una mala madre, aunque Alicia sabe que ejerció su doble tarea de padre y madre con toda dignidad y resultados más que brillantes. Se lo pusieron difícil, pero lo consiguió, lanzó al mundo un ser con todas las herramientas para triunfar: personalidad, cultura, atractivo, don de gentes. Faltó la empatía, que no sirve para nada. Se hubiera merecido que le hubiese puesto en la calle tras las primeras broncas, pero ¿cómo se puede rechazar a un hijo? Esperaba que cambiase algún día, no se le ocurrió nada mejor. Es posible que alguna vez él madure o se acabe enamorando de una buena chica. Pero la chavala hablaba otro idioma, venía de otras latitudes y era ingenua hasta decir basta. Hasta en eso tuvo suerte César. Mejor dicho, supo escoger. Y el abandono se produjo. Sí, fue él quien abandonó a su madre inválida y, por tanto, inservible, como se arroja al cubo de basura una escoba vieja o un aparato que ya no funciona.
¡Vaya negocio de vida, Alicia! Si lo llegas a saber. Más vale estar sola que mal acompañada, tú lo sabes bien, haces buenas migas con la soledad, tienes un sinfín de aficiones, presumes de sociable, de que jamás te ha faltado alguien con quien tomarte un café. Pero has de reconocer que has vivido en la orilla equivocada. Que nunca fuiste la cara de la moneda, la figurita de la baraja, la parte de arriba del plato, que permaneciste en la parte de atrás, la que sostenía todo el tinglado y no se dejaba ver por nadie.
Por suerte, pertenece a una generación que se preparó para tomar las riendas de su vida, que sabe disfrutar de los buenos momentos, tomar lo que la suerte le ofrece, que nunca se creyó el cuento del príncipe azul y ha sabido ganarse el sustento, que siempre vio una oportunidad en la derrota y ha aprovechado su soledad aparente para seguir cultivándose hasta hoy. Alicia, por fortuna y a diferencia de otras muchas mujeres, tiene muy claro quién es quién en su historia. No se hace responsable de que la suegra se adueñase de su casa aprovechando su extrema juventud, de que su cuñada la tomase por el pito del sereno, de que su marido se convirtiese en un tirano en cuanto el cura les dio las bendiciones, de que su hijo haya asumido el rol de ese padre con el que solo convivió cuando aún no se sostenía en el suelo, que nunca lo ha querido y del que jamás ha obtenido un céntimo. A veces piensa que está pagando sus culpas, que César se ha vengado en su persona cobrándose, o eso debe pensar, la inmensa deuda afectiva que dejó el padre ausente.
Afortunadamente, hay familia, amistades, un sol que aparece en el horizonte todas las mañanas, oxígeno para respirar, árboles, pájaros. Y su gran obra, la que llevó a cabo porque debía y quería, ese hombre llamado César a quien entregó las herramientas necesarias para ser razonablemente feliz. Una obra que la llena de regocijo porque comprende que el triunfo es solo suyo, aunque ese hombre feliz haya acabado dándole la espalda.

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