Terminaron su busto a mediodía y esa
madrugada falleció de un ataque al corazón, ni siquiera hubo tiempo de
inaugurarlo. Permaneció, pues, en el palacio del Gobernador, bajo un paño
granate con ribetes dorados, hasta el día de la Victoria, dos meses después de
su entierro. Los allegados lamentaban que no hubiese podido disfrutar del gran
acto de homenaje. Se perdió los discursos, las pancartas, los rostros
emocionados, las competiciones gimnásticas y poéticas, los niños que agitaban
banderitas, las canciones, los bailes. Probablemente, más en una sola tarde que
la suma de distinciones que había recibido a lo largo de toda una vida, que no
eran precisamente escasas.
El gran vestíbulo de palacio se cerraba
con doble escalinata de mármol y baranda de forja con aplicaciones de oro, guarnecida
con alfombras de seda tejidas a mano por los artesanos más prestigiosos. En su sección
central, frente al gran portalón de entrada y a medio camino del arranque de
las dos escaleras, el prócer presidía inmutable las actividades administrativas
con su rostro hierático y sereno.
El día que finalizaron los eventos, su
secretario particular encontró sobre su escritorio una nota manuscrita con la
letra inconfundible del prócer en la que agradecía todos y cada uno de los gestos
que habían tenido lugar. Era evidente que el autor había presenciado las
festividades, por otra parte, las grafías eran idénticas, pero hay gente muy
hábil, debía tratarse de una broma de mal gusto.
Esta conclusión no pudo sacarla el
secretario del Consejo, que acto seguido hubo de ser ingresado víctima de una
apoplejía y nunca llegó a recuperarse del todo, sino la secretaria de este, una
chica despierta y pizpireta, agnóstica de vocación, que jamás había creído en
fantasmas.
Se acordó mantener en secreto el episodio,
los testigos eran escasos todavía y el hecho no había llegado a oídos de la prensa. El pobre
secretario nunca volvió a emitir sonidos inteligibles y perdió completamente la
facultad de escribir, a la becaria se le concedió un puesto vitalicio cerca de
la frontera oeste, con un salario que para alguien con una formación tan
limitada podía considerarse jugoso.
Pero el prócer no se conformó con ejercer
su discreto papel de buen cadáver y siguió formando parte de la vida cotidiana,
censurando o aplaudiendo cada acción u omisión, en una palabra, marcando las
directrices del país tal como había venido haciendo en las últimas tres
décadas. Unas veces en forma de octavillas que aparecían diseminadas por todas
partes, otras con artículos de opinión que enviaba a los diarios más
relevantes, firmados y rubricados tan claramente que no cabía duda de su
autoría. También había llamadas telefónicas que sus receptores escuchaban tan
pálidos como el papel, porque ni el mejor actor hubiera podido imitar con tal
exactitud esa voz, sus inflexiones y hasta el sarcástico vocabulario que empleaba.
La población al completo estaba pendiente
ya de las intromisiones del fallecido. El gobierno perdió credibilidad, su
sucesor dimitió abochornado, y tras él todos los que tuvieron la osadía de
aceptar el cargo. El puesto de gobernador quedó vacante pues nadie
estaba dispuesto a ser el hazmerreír de la nación. La floreciente economía
comenzó a marchitarse, los actos públicos apenas encontraban concurrencia, los
artistas perdieron la inspiración y los niños dejaron de reír. Finalmente, la
nueva mecanógrafa, aquella que sucedió a la primera tras su expulsión
fulminante, recibió una enigmática llamada, luego otra, hasta que un
representante de la cúpula tuvo a bien coger el teléfono.
La voz, distorsionada por procedimientos
mecánicos instó al nuevo-aspirante-a-gobernador-y-nunca-nombrado-como-tal a observar
diariamente el rostro de la estatua. ¿No había reparado en una sonrisilla
incipiente que aumentaba a cada nueva travesura hasta haberse convertido en una
franca, y muda, carcajada? Aquel
caballero se quedó lívido al escuchar tal cosa y bajó en persona corriendo a
comprobarlo. Efectivamente, la expresión del fallecido era de chanza y chirigota
y no recordaba en nada al rostro algo adusto que había tallado el artista.
Entonces la voz comenzó a dar instrucciones, si querían que aquello acabase
tenía que renunciar a su puesto en funciones y nombrar gobernador
plenipotenciario a la persona que la voz designase.
El Consejo se reunió esa misma tarde y
acordó por unanimidad no ceder a chantajes procedentes de voces sin rostro.
Acto seguido, la presencia del prócer se multiplicó hasta realizar toda clase
de desaguisados en todas las provincias a un tiempo. Aquella pesadilla parecía
no tener fin. Mientras tanto, las dependencias del gobernador recibían
puntualmente noticias del informante a las ocho de la mañana, un informante que
en cada ocasión parecía un poco más eufórico.
Finalmente, el Consejo tuvo que rendirse.
Transigió en todo lo que la voz reclamaba, que en realidad era más bien poco:
todo se reducía a nombrar gobernador a la persona que solicitase audiencia tal
día a tal hora en el antiguo despacho del prócer y que se identificase como
aquel que había descubierto la causa de tanto desbarajuste.
Llegado el día, todo Palacio se hallaba
conmocionado y expectante. A las doce del mediodía en punto, la puerta del despacho
se abrió y en el umbral vieron una figura menuda y ágil que se retiraba la
melena de la frente. Era la auxiliar del Secretario loco, confinado para
siempre en el pabellón más lóbrego de una arcaica institución destinada a
dementes profundos. La mujer avanzó taconeando y tomó asiento en el sillón
destinado a las audiencias, frente a la silla presidencial, para escándalo de
todos los asistentes que, no obstante, se abstuvieron de pronunciar palabra.
Las de ellas fueron pocas y contundentes.
Tendría que ser nombrarla gobernadora de inmediato, tal como había indicado
reiteradamente por teléfono. En cuanto se hubiese trasladado a la población la
noticia de su nombramiento, haría lo necesario para que la presencia del muerto
dejase de interferir en la vida del país. Así se hizo. Semanas más tarde, en un
acto reservado a cuatro o cinco asistentes y ocultado escrupulosamente a
cualquiera que no fuesen ellos, la flamante Gobernadora armada de un martillo
hizo añicos el odiado retrato de piedra. Tanta inquina hizo sospechar a algunos
que había tenido algo que ver con su fallecimiento. Pero nadie se molestó en
remover el asunto porque a esas alturas, una personalidad como la suya
resultaba absolutamente intocable.
Todo arreglado. La voz dejó de sonar al fin, la Gobernadora devolvió su esplendor al
país, se ganó la simpatía de ciudadanos y colaboradores, demostró una
eficiencia exquisita. Un año más tarde, se permitió visitar de incógnito a su
padre, el escultor que había tallado el busto, y a su hermano, un reconocido actor
de doblaje. Cenaron los tres pasada la media noche en la fonda más destartalada
del rincón más remoto del valle más profundo, brindaron y rieron felicitándose
por su astucia y de aquello no se enteró ni un alma.
Muchas son las triquiñuelas del poder...buen relato, siempre un gusto pasar por aquí. Saludos.
ResponderEliminarSí, el viejo argumento de narrativa y cine: pícaro (en este caso picara) que engaña a todos para salirse con la suya y lo consigue. Me lo he pasado muy bien escribiéndolo.
ResponderEliminarMuchas gracias por todo lo que dices. Saludos.